Tras bajar del tanque, forzar a Gorbachov a desmantelar el
partido comunista, ganar las elecciones y disolver la Unión Soviética, Yeltsin
ha encargado la gestión de la economía a Yegor Gaidar, un ferviente creyente en
el mercado. Gaidar ha emprendido dos políticas decisivas, la «privatización por
bonos» y la liberalización de precios. De acuerdo con la primera, grandes sectores
de la economía se han privatizado y su propiedad se ha transferido a los
ciudadanos: 10.000 rublos a cada ruso mayor de 1 año. Desgraciadamente la
segunda ha provocado una inflación galopante que ha reducido a la nada el valor
de los bonos: ahora se puede adquirir con ellos el equivalente de una botella
de vodka. Los más espabilados se han dedicado entonces a comprar su parte a los
demás, y esto acabará creando una fisura gigantesca en la sociedad: 1 millón de
rusos se enriquecerán, y 150 millones se hundirán en la miseria. El error de
Gaidar, aplaudido por entusiastas economistas y politólogos de occidente, ha
sido creer que un mercado libre generaría automáticamente instituciones democráticas. Él mismo se disculpará posteriormente: no optábamos entre una
transición ideal a la economía de mercado y una transición criminalizada, sino
entre ésta y una guerra civil.
Tras desprenderse de sus bonos los rusos se ven obligados a
vender todo lo que tienen a su alcance para subsistir: los funcionarios,
favores administrativos; los jueces, sentencias favorables; los militares, todo
tipo de armamento. El deseo de los militares de disimular la súbita
desaparición de tanques y helicópteros será un acelerador de la guerra con
Chechenia. El caso es que en 1996 el malestar es inmenso: la corrupción es
generalizada, las diferencias sociales insondables, y el principio de legalidad
inexistente. Los rusos empiezan a añorar el comunismo, donde al menos podían
comer y el mundo los temía. Las encuestas dicen que incluso están dispuestos a
votar masivamente en favor del soso de Ziugánov y esto preocupa a los grandes
oligarcas -Berezovski, Gusinski, Jodorkovski…-, que acaban de liar a Yeltsin
con otro proyecto, los préstamos a cambio de acciones. ¿Acciones de qué? De las
empresas más importantes que aún no se han privatizado. Los magnates ponen
todos sus medios a favor de Yeltsin, que obtiene un segundo mandato.
Cuatro años más tarde las cosas en Rusia no han mejorado salvo para los magnates, que ahora afrontan la “operación reemplazo”. ¿Quién debe sustituir a Yeltsin para que todo siga igual? ¿Quién es el mejor candidato para cautivar a los rusos? Hace su aparición Vladislav Surkov, asesor de Jodorkovski, que tras un muestreo científico decide que el personaje más popular entre los rusos es Max Stirlitz, una especie de James Bond ruso protagonista de Diecisiete instantes de una primavera. A continuación Surkov escoge a la persona real sobre la que construir un personaje más o menos parecido. Se trata de un oficial de la KGB destinado en Alemania Oriental que, tras la caída del Muro, se ha visto obligado a subsistir precariamente como taxista en Petersburgo -y este recorrido vital por la frustración será decisivo para entender su manera de ser-. Los magnates aún no lo saben, pero la elección de Vladimir Putin será la peor decisión de su vida.
La primera legislatura marcha bien. La economía crece a un
ritmo del 7% anual, y Putin triunfa en la segunda guerra de Chechenia. Pero con
la desintegración de la Unión Soviética Rusia se encuentra con un problema
difícil de admitir: el tamaño importa. Europa está solucionándolo satisfactoriamente
integrando estados, y entre 2004 y 2007 se añadirán algunos de la órbita
soviética -Polonia, Hungría, Bulgaria, Rumania, Chequia, Eslovaquia y
Eslovenia- y las antiguas repúblicas soviéticas de Letonia, Estonia y Lituania.
En esos momentos Putin mantiene buenas relaciones con la Unión Europea, y ve con
buenos ojos la futura integración de Ucrania. ¿Sería la de Rusia la solución?
En ese momento no se descarta, pero por desgracia Putin no ha afrontado ninguno
de sus graves problemas internos: la versión mafiosa del capitalismo, la
corrupción, la ausencia de instituciones neutrales, la virtual inexistencia de
estado de derecho, la inequidad, la falta de oportunidades... Junto a Vladislav
Surkov, que ahora es su hombre de confianza, entiende que los problemas reales
son difíciles de resolver y están sujetos a evaluación de resultados: la
solución es sustituirlos por problemas imaginarios, manejables para los que controlan
el guion. Es decir, Putin descubre que la realidad es un fastidio, y que es
mucho más manejable la ficción. ¿Cómo afrontar, entonces, el problema del
tamaño? La fastidiosa Europa exige requisitos democráticos reales para la
integración, así que Putin optará por una solución mitológica: Eurasia. Una
entidad orgánica, bajo la hegemonía espiritual y cultural rusa, desde Lisboa a
Vladivostok. En este relato es preciso una rápida reasignación de papeles, y Europa
y Estados Unidos pasan a ser designados como los malos, quedando para Rusia el
papel de víctima inocente y futura redentora. En los discursos de Putin
empiezan a aparecer Ivan Ilyin, Lev Gumiliov y Alexander Dugin; nace el club de
Izborsk; se empieza a hablar de conspiraciones judías y también –inesperadamente-
de conspiraciones homosexuales. Toda esta extravagancia merece una historia
aparte. Ucrania es escogida como escenario del nuevo drama y el relato acaba
escrito con sangre muy real.
¿Hay moraleja? Bueno, que es tentador huir de la realidad a
la ficción. Que la solución de los problemas reales puede eludirse
sustituyéndolos por otros ficticios. Que en todo relato tiene que haber un malo
al que echar la culpa. Que este mecanismo de evasión requiere control de los
medios y supresión de los escrúpulos. Ah, y que si Putin tenía a Surkov, Sánchez
tiene a Redondo, que curiosamente se llama Iván.
Comentarios
Y si, el parecido es mas que razonable.
A mí tambien me ha encantado el relato, yo también he visto demasiados parecidos, y, la verdad es que me ha dado bastante miedo.
¿ Habrá algo que todavía podamos hacer los de a pie ?
Un abrazo
Fue en agosto de 1990, cuando la ruina de la Catastroika, como la llamaba el hombre
No era Putin pero igual sí colega suyo, desde luego tenia mucha más formación y recursos que un simple taxista