«Por un azar de la historia, en una misma manzana de una ciudad
sosegada, en medio de un país neutral y tranquilo, se urdieron las
conspiraciones más turbulentas y exaltadas del siglo XX» Carlos Granés. El puño invisible.
En 1917 los dadaístas y los
bolcheviques compartían un callejón en Zurich, la Spiegelgasse: a pocos metros del Cabaret Voltaire, donde Hugo Ball
y Tristan Tzara practicaban sus gamberradas, Lenin planeaba el asalto al poder.
Comparar ambas revoluciones, la política y la vanguardista, parecería a primera
vista exagerado: la primera se apoderó de un país y del panorama intelectual de
un continente hasta el último tercio del siglo XX, y ni siquiera se deshizo del
todo cuando el decorado cayó dejando ver la miseria y la muerte. Pero Carlos
Granés defiende que la influencia de la segunda –un «puño invisible»- ha sido
más perdurable. La rebeldía adolescente de la vanguardia triunfó y se incorporó
a nuestras vidas de manera tan eficaz que ni siquiera somos conscientes. Granés
es un ameno guía que nos conduce a través del dadaísmo, el surrealismo, el letrismo,
el situacionismo, el beat, el hipismo, el sesentayochismo, y el yippismo, y por
caminos secundarios aún más pintorescos o siniestros.
Distinguía Vilfredo Pareto
entre los «residuos» y las «derivaciones». Los residuos, verdaderos motores de
nuestros actos, son las emociones; las derivaciones son las construcciones
intelectuales con las que las pretendemos dignificar, ocultándolas bajo un
manto de racionalidad. Sin duda las soporíferas derivaciones generadas por
Lenin proporcionan a su revolución un aspecto mucho más sesudo que el que
consigue Ball con un cucurucho en la cabeza, pero los residuos de unos y otros
son igualmente potentes y con frecuencia se solapan.
Los dadaístas reivindicaron ese
momento de la infancia en que el sueño y la imaginación aún no han sido
disipados por la realidad, que a ellos les venía en forma de guerra. El
letrista Isidore Isou afinaría más al decir que la clase llamada a protagonizar
la revolución no sería el proletariado, sino la juventud. Tras la guerra toda
una generación creció en un mundo súbitamente prospero, y su reacción ante las
infinitas posibilidades sería indeleblemente plasmada por Kerouac: carretera, juerga
y mucho refunfuñar contra los padres que las habían hecho posibles. Es decir,
la reacción habitual de todo adolescente que nace en un hogar acomodado. Es muy
representativo lo de Kerouac, Ginsberg y Burroughs: crearon sus propias «derivaciones»,
pero son imposibles de digerir una vez cumplidos 30 años. Pervive, eso sí, ese
odio adolescente hacia la propia civilización, que se ejerce tranquilamente
desde dentro y que se ha convertido en el pecado original del que la religión
posmoderna nos pretende redimir.
Asumamos que hemos interiorizado
el hedonismo egoísta de la revolución adolescente como dice Granés. Entonces los
vínculos comunitarios se han visto doblemente debilitados: porque todos hemos
acabado siendo un poco punks, y por nuestra prevención ilustrada ante el
tribalismo. El caso es que –y esta es mi tesis- en estos momentos en que la
democracia liberal está en peligro, no sólo vamos a tener que reivindicar sus
instituciones amenazadas sino también resucitar virtudes ciudadanas.