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¿PARECIDOS RAZONABLES?

 


1996. Boris Yeltsin termina su primer mandato, y su trayectoria ha discurrido entre dos imágenes. En la primera, de 1991, se ha encaramado desafiante a uno de los tanques que rodeaban el Parlamento; en la segunda, donde se ha subido es a un escenario para acompañar en sus evoluciones -sólo le falta la corbata en la cabeza- a dos atractivas cantantes.

Tras bajar del tanque, forzar a Gorbachov a desmantelar el partido comunista, ganar las elecciones y disolver la Unión Soviética, Yeltsin ha encargado la gestión de la economía a Yegor Gaidar, un ferviente creyente en el mercado. Gaidar ha emprendido dos políticas decisivas, la «privatización por bonos» y la liberalización de precios. De acuerdo con la primera, grandes sectores de la economía se han privatizado y su propiedad se ha transferido a los ciudadanos: 10.000 rublos a cada ruso mayor de 1 año. Desgraciadamente la segunda ha provocado una inflación galopante que ha reducido a la nada el valor de los bonos: ahora se puede adquirir con ellos el equivalente de una botella de vodka. Los más espabilados se han dedicado entonces a comprar su parte a los demás, y esto acabará creando una fisura gigantesca en la sociedad: 1 millón de rusos se enriquecerán, y 150 millones se hundirán en la miseria. El error de Gaidar, aplaudido por entusiastas economistas y politólogos de occidente, ha sido creer que un mercado libre generaría automáticamente instituciones democráticas. Él mismo se disculpará posteriormente: no optábamos entre una transición ideal a la economía de mercado y una transición criminalizada, sino entre ésta y una guerra civil.

Tras desprenderse de sus bonos los rusos se ven obligados a vender todo lo que tienen a su alcance para subsistir: los funcionarios, favores administrativos; los jueces, sentencias favorables; los militares, todo tipo de armamento. El deseo de los militares de disimular la súbita desaparición de tanques y helicópteros será un acelerador de la guerra con Chechenia. El caso es que en 1996 el malestar es inmenso: la corrupción es generalizada, las diferencias sociales insondables, y el principio de legalidad inexistente. Los rusos empiezan a añorar el comunismo, donde al menos podían comer y el mundo los temía. Las encuestas dicen que incluso están dispuestos a votar masivamente en favor del soso de Ziugánov y esto preocupa a los grandes oligarcas -Berezovski, Gusinski, Jodorkovski…-, que acaban de liar a Yeltsin con otro proyecto, los préstamos a cambio de acciones. ¿Acciones de qué? De las empresas más importantes que aún no se han privatizado. Los magnates ponen todos sus medios a favor de Yeltsin, que obtiene un segundo mandato.

Cuatro años más tarde las cosas en Rusia no han mejorado salvo para los magnates, que ahora afrontan la “operación reemplazo”. ¿Quién debe sustituir a Yeltsin para que todo siga igual? ¿Quién es el mejor candidato para cautivar a los rusos?  Hace su aparición Vladislav Surkov, asesor de Jodorkovski, que tras un muestreo científico decide que el personaje más popular entre los rusos es Max Stirlitz, una especie de James Bond ruso protagonista de Diecisiete instantes de una primavera. A continuación Surkov escoge a la persona real sobre la que construir un personaje más o menos parecido. Se trata de un oficial de la KGB destinado en Alemania Oriental que, tras la caída del Muro, se ha visto obligado a subsistir precariamente como taxista en Petersburgo -y este recorrido vital por la frustración será decisivo para entender su manera de ser-. Los magnates aún no lo saben, pero la elección de Vladimir Putin será la peor decisión de su vida.

La primera legislatura marcha bien. La economía crece a un ritmo del 7% anual, y Putin triunfa en la segunda guerra de Chechenia. Pero con la desintegración de la Unión Soviética Rusia se encuentra con un problema difícil de admitir: el tamaño importa. Europa está solucionándolo satisfactoriamente integrando estados, y entre 2004 y 2007 se añadirán algunos de la órbita soviética -Polonia, Hungría, Bulgaria, Rumania, Chequia, Eslovaquia y Eslovenia- y las antiguas repúblicas soviéticas de Letonia, Estonia y Lituania. En esos momentos Putin mantiene buenas relaciones con la Unión Europea, y ve con buenos ojos la futura integración de Ucrania. ¿Sería la de Rusia la solución? En ese momento no se descarta, pero por desgracia Putin no ha afrontado ninguno de sus graves problemas internos: la versión mafiosa del capitalismo, la corrupción, la ausencia de instituciones neutrales, la virtual inexistencia de estado de derecho, la inequidad, la falta de oportunidades... Junto a Vladislav Surkov, que ahora es su hombre de confianza, entiende que los problemas reales son difíciles de resolver y están sujetos a evaluación de resultados: la solución es sustituirlos por problemas imaginarios, manejables para los que controlan el guion. Es decir, Putin descubre que la realidad es un fastidio, y que es mucho más manejable la ficción. ¿Cómo afrontar, entonces, el problema del tamaño? La fastidiosa Europa exige requisitos democráticos reales para la integración, así que Putin optará por una solución mitológica: Eurasia. Una entidad orgánica, bajo la hegemonía espiritual y cultural rusa, desde Lisboa a Vladivostok. En este relato es preciso una rápida reasignación de papeles, y Europa y Estados Unidos pasan a ser designados como los malos, quedando para Rusia el papel de víctima inocente y futura redentora. En los discursos de Putin empiezan a aparecer Ivan Ilyin, Lev Gumiliov y Alexander Dugin; nace el club de Izborsk; se empieza a hablar de conspiraciones judías y también –inesperadamente- de conspiraciones homosexuales. Toda esta extravagancia merece una historia aparte. Ucrania es escogida como escenario del nuevo drama y el relato acaba escrito con sangre muy real.

¿Hay moraleja? Bueno, que es tentador huir de la realidad a la ficción. Que la solución de los problemas reales puede eludirse sustituyéndolos por otros ficticios. Que en todo relato tiene que haber un malo al que echar la culpa. Que este mecanismo de evasión requiere control de los medios y supresión de los escrúpulos. Ah, y que si Putin tenía a Surkov, Sánchez tiene a Redondo, que curiosamente se llama Iván.

Comentarios

Al ha dicho que…
Impresionante su relato de lo acontecido en Rusia estos años d Navarth.
Y si, el parecido es mas que razonable.
navarth ha dicho que…
Gracias, Mr. Al. Creo que el parecido ha quedado "redondo". Saludos.
viejecita ha dicho que…
Pues sí.
A mí tambien me ha encantado el relato, yo también he visto demasiados parecidos, y, la verdad es que me ha dado bastante miedo.
¿ Habrá algo que todavía podamos hacer los de a pie ?

Un abrazo
Anónimo ha dicho que…
Excelente y lúcido, todo puede pasar.
Kepaminondas ha dicho que…
Estuvimos dos días recorriendo en taxi Leningrado -todavía del llamaba así- con un taxista encantador y muy listo que nos enseñó la ciudad y alrededores (edificio KGB incluido) y nos vendió de todo, un caviar excelente, p.ej.
Fue en agosto de 1990, cuando la ruina de la Catastroika, como la llamaba el hombre
No era Putin pero igual sí colega suyo, desde luego tenia mucha más formación y recursos que un simple taxista

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