En 1955 la elegante prosa de Claude Lévi-Strauss compone una guía antropológico-viajera, el Baedeker de las culturas primitivas. Según la tesis principal de Tristes trópicos -tomada de la teoría del lenguaje- las distintas culturas son estructuras estables cuyos elementos –creencias, tradiciones, religión, manifestaciones artísticas…- son internamente coherentes. Las distintas culturas funcionan entonces como compartimentos estancos, poco comprensibles entre sí, por lo que cualquier pretensión de universalidad de los valores es ilusoria; es más bien síntoma –según Lévi-Strauss- de etnocentrismo occidental y justificación del colonialismo.
El caso es que a comienzos del siglo XVIII el napolitano Gianbattista Vico ya había señalado algo similar: que las culturas son paquetes armónicos, que es muy distinto contemplarlas desde dentro o como observador, y que sólo pueden ser juzgadas desde su propia perspectiva espacial y temporal. Pero si Vico serviría a Isaiah Berlin para defender la pluralidad, y para entender el peligro de las utopías universales, Lévi-Strauss abrió sin pretenderlo la puerta a un relativismo total, y sirvió a la izquierda de los 60 para poner en cuestión todos los valores que la civilización occidental exhibía con orgullo: la razón, la ciencia, el progreso, y la democracia liberal. El ambiente emocional era propicio. En 1956 Jrushchov había denunciado el culto a la personalidad y los crímenes del estalinismo en el XX Congreso del PCUS, y la izquierda necesitaba nuevos modelos desde los que atacar el sistema capitalista y la monótona democracia. El estructuralismo de Levi-Strauss parecía confirmar un ilusorio sentimiento de superioridad por parte de una civilización occidental –de la que la izquierda siempre había desconfiado- que los procesos descolonizadores ponían ahora en evidencia. En resumen, los valores occidentales, el conocimiento, la lógica, no son más que constructos sociales; relatos, discursos y sortilegios del lenguaje con los que el poder se perpetúa. En estas circunstancias, la verdad objetiva no es más que un espejismo.
El caso de Michel
Foucault es interesante. Su vida estuvo marcada por una época que le impedía vivir abierta y tranquilamente
su homosexualidad. Quizás por eso aceptó un trabajo en Suecia en 1955, donde no
encontró mayor tolerancia. De ahí fue a Polonia y la cosa empeoró: fue
prácticamente expulsado por la policía secreta.
Comenzó así a desarrollar la teoría según la cual, desde la Ilustración,
se han construido en la sociedad categorías normales y anormales, tolerables y
perseguibles, en áreas como la política, el delito, el sexo y la locura. El
resultado fue su tesis, influida por Bataille y Sade, Locura y
Civilización (1961).
En Mayo del 68 creyó que las aborrecidas líneas de
normalidad burguesa estaban siendo barridas, y que estaba ante una revolución en
la que a las masas proletarias se unirían los incluidos en las categorías marginadas:
mujeres, reos, pacientes psiquiátricos y homosexuales. Foucalt, simpatizante de
la organización maoísta Gauche
Prolétarienne, entendía que la violencia en estas circunstancias era admisible
e incluso recomendable: «es muy posible
que el proletariado ejerza hacia las clases sobre las que ha triunfado un poder
violento, dictatorial e incluso sangriento. No consigo ver qué objeción se
podría hacer a esto».
En 1970 visitó California, donde las fantasías
transgresoras de Sade y Bataille se convirtieron súbitamente en realidad. En
1975 publicó Disciplina y Castigo.
Impregnado de violencia y sadomasoquismo, defendía que el control
social actual es más insidioso que el del medioevo porque se ejerce
de manera invisible y sin violencia física. Esta red invisible de poder se convertirá
en un tema central del posmodernismo. Recapitulemos: en los 50 Foucalt había
sido estalinista; en los 60, maoísta; en el 78 apoyaría la revolución
teocrática iraní, cuyas categorías sobre lo normal y lo anormal, lo aceptable y lo inaceptable, eran considerablemente
más estrictas que las occidentales.
Finalmente el relativismo de Foucalt fue avasallado por una realidad objetiva en forma de SIDA ante la que desdeñó tomar cualquier precaución. Dice Mark Lilla que sus creencias «lo habían dejado completamente incapaz de distinguir entre un hecho biológico y su interpretación social. Si uno cree que todo "discurso" sobre la enfermedad es construido por el poder social, y que uno puede inventar estéticamente cualquier "contradiscurso", es fácil convencerse de una cierta invencibilidad. Pero Foucault no era invencible». James Miller, autor de la más completa biografía de Foucault, añade una ironía adicional: murió cuidadosamente atendido en el mismo hospital que había estudiado en Locura y civilización.
Comentarios
Yo tenía sentimiento de culpa porque no había leído a Foucault, pero con este texto suyo, ese sentimiento se me ha pasado del todo. Y me alegro de haberme librado.
Por cierto, en cambio, estoy entretenidísima leyendo "The Madness of Crowds" de Douglas Murray, que usted recomendó. Lo estoy leyendo despacito, para que me dure, y para que no se me olviden sus razonamientos.
Y ahora me voy corriendo a lo nuevo.
Pero antes :
¡ Muchas Gracias !