(Anasagasti arremete contra “la prensa de la derecha cavernaria” y “el españolismo más salvaje” en su blog)
Anasagasti se encontraba, como de costumbre, encadenado contemplando una pared. En realidad, no recordaba haber estado en otra posición más favorable, y lo atribuía, de forma intuitiva, a la opresión española. Anasagasti se distraía contemplando unas formas que se agitaban en la pared enfrente de él. Con el tiempo averiguó, por la forma de la boina, que las formas eran vascos. Pero además podía distinguir claramente unas líneas oscuras, paralelas, que se superponían a las figuras de los vascos. Interpretó que estas líneas oscuras eran las rejas de una celda, y así llegó a la conclusión de que los vascos estaban encarcelados, oprimidos por un enemigo que, lógicamente, no podía ser otro que España. De este modo la justa furia de Anasagasti crecía, y dedicaba sus menguadas fuerzas a lanzar improperios contra los odiosos españoles.
Un buen día Anasagasti se despertó y comprobó que sus grilletes habían desaparecido. Cautelosamente probó a incorporarse, aunque se hallaba francamente oxidado de cuerpo y mente. Cuando se dio la vuelta pudo comprobar que se hallaba en una caverna, y fuera de ella había una plaza luminosa. Las imágenes que había contemplado durante toda su vida no eran más que las sombras que el sol producía sobre las personas que, tranquilamente, andaban por la calle encaminándose hacia sus quehaceres. Fijándose más atentamente, Anasagasti se dio cuenta de que la luz que producía sus sombras no llegaba directamente del sol, sino de su reflejo distorsionado sobre una estatua de bronce de Sabino Arana que estaba situada en el centro de la plaza. Quedaba el asunto de los rejas, pero poco a poco lo entendió. El reflejo distorsionado del sol que producía la estatua impactaba finalmente en la brillante cabeza de Anasagasti. Los barrotes no eran más que el reflejo de los pelos que intrépidamente cruzaban en paralelo su calva. La sucesión de descubrimientos fue demasiado para Anasagasti, que volvió a refugiarse en su blog.
Un buen día Anasagasti se despertó y comprobó que sus grilletes habían desaparecido. Cautelosamente probó a incorporarse, aunque se hallaba francamente oxidado de cuerpo y mente. Cuando se dio la vuelta pudo comprobar que se hallaba en una caverna, y fuera de ella había una plaza luminosa. Las imágenes que había contemplado durante toda su vida no eran más que las sombras que el sol producía sobre las personas que, tranquilamente, andaban por la calle encaminándose hacia sus quehaceres. Fijándose más atentamente, Anasagasti se dio cuenta de que la luz que producía sus sombras no llegaba directamente del sol, sino de su reflejo distorsionado sobre una estatua de bronce de Sabino Arana que estaba situada en el centro de la plaza. Quedaba el asunto de los rejas, pero poco a poco lo entendió. El reflejo distorsionado del sol que producía la estatua impactaba finalmente en la brillante cabeza de Anasagasti. Los barrotes no eran más que el reflejo de los pelos que intrépidamente cruzaban en paralelo su calva. La sucesión de descubrimientos fue demasiado para Anasagasti, que volvió a refugiarse en su blog.
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