En su libro “Los usos del pesimismo”, Scruton nos previene frente al “optimista sin escrúpulos”. ¿Y quién es? En mi opinión, éste.
Es aquél que piensa que, por naturaleza, el hombre es bueno, y el mundo un lugar feliz. No es consciente del frágil armazón, construido laboriosamente a lo largo del tiempo, sobre el que nuestra sociedad prospera. En realidad, cuando compara la realidad con el paraíso que, en su opinión, debería encontrarse ahí, encuentra el resultado decepcionante, e inmediatamente se pone a buscar a los culpables. Y no nos engañemos: nuestro optimista odia con bastante intensidad. El suyo es un relato de buenos y malos, en el que él ocupa el lado bueno, el de los elegidos. Esto, de paso, satisface sus necesidades de trascendencia, y su relato sirve como sustitutivo de la religión.
Como está convencido de que sólo unas instituciones injustas impiden el restablecimiento del paraíso en la tierra, nuestro optimista es francamente destructivo. No tiene el menor inconveniente en arrasar los pilares (que, en cualquier caso, él no ve) que mantienen a una sociedad avanzada en frágil equilibrio. Por eso, cuando puede actuar, los resultados adversos se suceden. A consecuencia de ello, los inevitables encuentros con los hechos desaniman al optimista sin escrúpulos, pero esto no hace que abandone sus creencias, sino que progresivamente se vaya alejando de la realidad. Comienza a despreciar la relación entre causas y efectos, se desentiende del resultado de sus actos, y se da cuenta de que lo único importante es manifestar buenas intenciones. Por último, es fácil observar que el optimista sin escrúpulos se encuadra en una determinada posición ideológica.
La descripción precedente es mía, pero creo que coincide con el tipo que menciona Scruton, que, en su libro, nos describe las falacias que habitualmente emplea en la interpretación de la realidad. El significado habitual de falacia (no acudan en este caso a la RAE, porque el resultado es desolador) es equivalente al de sofisma: un razonamiento, con apariencia de verdadero, pero viciado en alguna parte del proceso. ¿Requiere la falacia una voluntad de engañar por parte de su autor? Si es así, entonces las que describe Scruton no lo son realmente, porque los primeros engañados son los que las están empleando. Se trata más bien de axiomas (con frecuencia, asumidos inconscientemente) desde los que partimos al interpretar la realidad, y, en este sentido, quizás sería más acertado hablar de ‘dogmas’ en lugar de ‘falacias’. ¿Por qué tienen tanta fuerza estos dogmas? Porque se adaptan perfectamente a un estado emocional previo, que es lo que realmente nos mueve. Aunque no lo dice expresamente, Scruton es consciente de que son las emociones las que guían nuestro comportamiento, y estos sofismas sirven meramente para dar a este comportamiento, a posteriori, una apariencia racional. Esta cualidad de mera cobertura racional de las falacias analizadas queda demostrada por el hecho de que son perfectamente inmunes a los argumentos (debido a que las emociones subyacentes siempre permanecen intactas).
Es aquél que piensa que, por naturaleza, el hombre es bueno, y el mundo un lugar feliz. No es consciente del frágil armazón, construido laboriosamente a lo largo del tiempo, sobre el que nuestra sociedad prospera. En realidad, cuando compara la realidad con el paraíso que, en su opinión, debería encontrarse ahí, encuentra el resultado decepcionante, e inmediatamente se pone a buscar a los culpables. Y no nos engañemos: nuestro optimista odia con bastante intensidad. El suyo es un relato de buenos y malos, en el que él ocupa el lado bueno, el de los elegidos. Esto, de paso, satisface sus necesidades de trascendencia, y su relato sirve como sustitutivo de la religión.
Como está convencido de que sólo unas instituciones injustas impiden el restablecimiento del paraíso en la tierra, nuestro optimista es francamente destructivo. No tiene el menor inconveniente en arrasar los pilares (que, en cualquier caso, él no ve) que mantienen a una sociedad avanzada en frágil equilibrio. Por eso, cuando puede actuar, los resultados adversos se suceden. A consecuencia de ello, los inevitables encuentros con los hechos desaniman al optimista sin escrúpulos, pero esto no hace que abandone sus creencias, sino que progresivamente se vaya alejando de la realidad. Comienza a despreciar la relación entre causas y efectos, se desentiende del resultado de sus actos, y se da cuenta de que lo único importante es manifestar buenas intenciones. Por último, es fácil observar que el optimista sin escrúpulos se encuadra en una determinada posición ideológica.
La descripción precedente es mía, pero creo que coincide con el tipo que menciona Scruton, que, en su libro, nos describe las falacias que habitualmente emplea en la interpretación de la realidad. El significado habitual de falacia (no acudan en este caso a la RAE, porque el resultado es desolador) es equivalente al de sofisma: un razonamiento, con apariencia de verdadero, pero viciado en alguna parte del proceso. ¿Requiere la falacia una voluntad de engañar por parte de su autor? Si es así, entonces las que describe Scruton no lo son realmente, porque los primeros engañados son los que las están empleando. Se trata más bien de axiomas (con frecuencia, asumidos inconscientemente) desde los que partimos al interpretar la realidad, y, en este sentido, quizás sería más acertado hablar de ‘dogmas’ en lugar de ‘falacias’. ¿Por qué tienen tanta fuerza estos dogmas? Porque se adaptan perfectamente a un estado emocional previo, que es lo que realmente nos mueve. Aunque no lo dice expresamente, Scruton es consciente de que son las emociones las que guían nuestro comportamiento, y estos sofismas sirven meramente para dar a este comportamiento, a posteriori, una apariencia racional. Esta cualidad de mera cobertura racional de las falacias analizadas queda demostrada por el hecho de que son perfectamente inmunes a los argumentos (debido a que las emociones subyacentes siempre permanecen intactas).
En la última parte del libro (en mi opinión, la menos conseguida) Scruton trata de rastrear el origen de las falacias hasta nuestro pasado cavernícola, pues, afirma el autor, si bien estos instintos nos han servido en el estado de tribu, pueden ser poco compatibles con el ciudadano libre y responsable de una sociedad abierta. El próximo día hablaré de una de estas falacias.
Comentarios
Por cierto, España debe ser de los países en que más optimistas de este tipo hay. En la política más que en ningún otro ámbito (con pensar que nuestro todavía Líder responde mejor que nadie a esta categoría...).
saludos
Sí, recuerdo que me contó lo de las clases de inglés por esa zona, aunque yo recordaba que se trataba del local pegado a Babel, el Anticuari.