En El error de Descartes Antonio Damasio analiza a pacientes con determinadas lesiones cerebrales, cuya habilidad para razonar se mantiene intacta pero su respuesta emocional se ve alterada. Lo llamativo es que su déficit emocional afecta decisivamente a su capacidad para tomar decisiones razonables en sus vidas diarias, lo que contradice la tradicional dicotomía entre razón y emoción y la capacidad de la segunda para perturbar la acción de la primera. Los casos recopilados por Damasio parecen demostrar que, en realidad, las emociones son piezas esenciales en la toma racional de decisiones. Resulta que la razón pura, liberada de los caprichos de la emoción, es un artefacto que no funciona bien, y esta es la primera paradoja.
La segunda hace referencia a la supuesta autonomía de la razón con respecto a las emociones en la construcción de la moral. En su «Teoría de los Fundamentos Morales» Jonathan Haidt compara la moral con el gusto -algo que ya había hecho Hume-, y a nuestra «mente virtuosa» con una lengua dotada de seis receptores gustativo-morales. A partir de ellos, diferentes culturas producen distintas «gastronomías» morales, pero siempre sobre esos seis fundamentos universales. La distinta ecualización de estos fundamentos, por cierto, también explica las diferencias tendencias políticas entre conservadores y progresistas, izquierdas y derechas o como se quiera llamar.
En realidad Darwin ya afirmó que la conciencia de los hombres y su sentido moral tenían que ser producto de la evolución natural, y le intrigaba el misterio del altruismo: a primera vista el free rider -el egoísta, el gorrón, el aprovechado, el cobarde- tiene más probabilidades de supervivencia que el abnegado que se sacrifica por los demás. Christopher Boehm define la conciencia como la suma de la capacidad para interiorizar emocionalmente las normas comunitarias -experimentando satisfacción cuando el comportamiento es acorde a ellas, indignación, horror y asco ante determinadas transgresiones, y vergüenza cuando una infracción propia es descubierta- y la capacidad para la empatía. Entiende que se desarrolló en nuestra época de alegres cazadores-recolectores, a través de una intensa presión de la tribu contra los free riders que los podía llevar al ostracismo, el exilio y eventualmente la muerte. Esta presión se conoce como «tiranía de los primos», y explica la fuerte tendencia humana a la conformidad con el grupo y a allanarse ante cualquier turba que suene como la voz de la tribu. También, nuestra vulnerabilidad a ser adoctrinados.
Es importante entender que nuestra tendencia altruista, que es real y puede ser estimulada, palidece ante nuestro impulso egoísta. En realidad lo que aseguraba la supervivencia de nuestros ancestros cazadores-recolectores no era tanto su virtud como su reputación: lo importante no era tanto ser bueno como parecerlo, y eso explica también que nuestra razón ha evolucionado para ser nuestro abogado defensor. Explica también -hoy la cosa va de explicaciones- nuestra afición al cotilleo, fundamental para edificar y demoler las reputaciones.
Así que nuestra moral, desarrollada evolutivamente, tampoco es independiente de nuestras emociones. Hay algunos humanos en los que sí existe esta desvinculación emocional: son los psicópatas y no parecen ser el ejemplo moral más estimulante. Esto no pretende negar -dios me libre- la posibilidad de moral, ni abrir la puerta al relativismo. Sencillamente -volviendo al símil gastronómico- no es posible construir una metafísica moral sin nuestros groseros ingredientes físicos.
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