En todo caso la perspectiva de disolverse -por muy Logos que sea- no es especialmente tentadora. ¿Qué pasa con las vivencias, emociones y memorias humanas? ¿Qué hay de todas las cosas que hacen la vida agradable? Todo eso debe dejarse atrás porque no son más que subproductos de la maldición del tiempo. Pero el hombre no quiere perder las cosas que le gustan sino continuar teniendo acceso a ellas. No parece que abandonarlas –o congelarlas en una absoluto atemporal- sea una solución estimulante, y todo esto pone de manifiesto que nuestro problema no es tanto la mortalidad sino una deficiente comprensión de la fugacidad.
Para los pensadores cristianos era fácil identificar el Logos con Dios: ya lo había hecho enigmáticamente el Evangelio de San Juan. Desde San Agustín –y especialmente Escoto Erígena- acabaron diseñando una cosmogonía según la cual no es que Dios se despistara y se le cayera la Creación en el flujo del tiempo, sino que la necesita para autorrealizarse. La Creación es la representación total, la película divina protagonizada por cada uno de nosotros. Los hombres entonces ya no somos náufragos perdidos en el torrente del tiempo, sino partícipes necesarios de la grandeza de Dios. O, como dice John Gray «en lugar de ser una mancha en la faz de la eternidad, la humanidad era un espejo en el que el Espíritu podía verse a sí mismo». Dicho de otro modo, el Logos se va autorrealizando en la Historia, y esto ya empieza a sonar a Hegel.
Marx hereda esa idea teatral de la historia, pero con la Humanidad como protagonista. Es ésta la que va encaminándose hacia su plenitud -a través de un itinerario que el propio Marx dice haber descifrado- hasta llegar a su culminación y perfección. Es ésta –la creencia en que existe un estado ideal de la humanidad – la más destructiva de las ideas pues a su consecución puede ser sacrificado todo: la discrepancia, la tolerancia y las personas concretas. Este espejismo –en una versión mucho más benévola- es el mismo que sufrieron los que creyeron que el final de la historia era la democracia liberal occidental.
Sirva esto para reivindicar a los que como Herzen o Berlin entendieron que nuestra labor es mucho más modesta. Que no existe, dispuesta a ser encontrada por el profeta de turno, la sociedad ideal en la que todos los valores encajarán perfectamente como las piezas de un rompecabezas. Que lo nuestro es el presente, y no un futuro permanentemente inalcanzable. Que lo bello no se puede sacrificar a las abstracciones. Que las mejores sociedades no son las perfectas –tal significado no existe- sino las que impiden florecer los peores instintos humanos. Y que, como dice el filósofo práctico Jorge San Miguel, «cuando caminas con la vista permanentemente puesta en el Logos puedes acabar pisando una caca de perro».
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