La crisis de 2008 despertó la intolerancia ante la corrupción, pero no ante el clientelismo. La anteposición del cálculo demoscópico a las consideraciones de eficacia y eficiencia, del rendimiento electoral al interés general, se contempla con tanta naturalidad en la España del siglo XXI como en la del siglo XIX. Es más: la propia legislación electoral lo favorece, e incluso hay partidos políticos en los que el clientelismo es su exclusivo objeto social. La reforma electoral es, pues, imprescindible, pero de eso hablaremos en otra ocasión.
Los políticos clientelistas necesitan la colaboración de la administración. Pero, con carácter previo, la colonizan: tras las elecciones los políticos desembarcan en ella como si se tratara de una división aerotransportada, y desde la cúspide van ocupando todos los cargos de relevancia. Tradicionalmente en España se ha intentado garantizar la independencia del funcionario respecto al político haciéndolo prácticamente inamovible y aislándolo de la competencia del mercado laboral. Esta protección mediante una serie de reglas configura lo que se conoce como administración “weberiana cerrada”. ¿Ha funcionado en España? Hay que decir que no especialmente bien: los grandes casos de corrupción se han producido ante la pasividad de la administración. En realidad, la docilidad del funcionario ante el político es lo habitual, pues de ella suele depender su progreso laboral más allá de cierto nivel. Es constatable que los mayores casos de corrupción han tenido lugar sin que los funcionarios protestasen.
En Desmontando el Leviatán Víctor Lapuente demuestra que no existe correlación entre la burocracia weberiana cerrada y tres indicadores que considera especialmente significativos para determinar si un país funciona correctamente: 1) la corrupción, 2) la eficacia gubernamental y 3) la flexibilidad de la administración para introducir reformas que mejoren la eficiencia. Concretamente en España puede constatarse que «altos niveles de weberianismo cerrado pueden coexistir con altos niveles de politización» y que «la integración de las carreras de políticos y burócratas crea oportunidades para la corrupción y el gasto derrochador». Lo que Lapuente propone es variar el enfoque: lo determinante para el buen funcionamiento de un país no es tanto que sus burocracias sean abiertas o cerradas, sino si las carreras de políticos y funcionarios están separadas o integradas. De modo que construye una matriz con cuatro modelos de administración:
Dice Lapuente: «Sostenemos que una separación de las carreras de políticos y burócratas crea un ambiente de baja corrupción y alta eficacia, que también favorece que se lleven a cabo reformas para mejorar la eficiencia en el sector público». Y dentro de los sistemas con carreras separadas, los que sacan mejores notas son los gerenciales, es decir, aquellos en los que la administración es abierta.
La separación de carreras parte de una receta fundamental en el constitucionalismo: introducir contrapesos. Este es el modo de evitar que una “facción” –en terminología de Tocqueville o Madison- consiga imponer sus intereses particulares a costa del general y en definitiva prevenir la “tiranía de la mayoría”:
«En todos los sistemas de gobierno, independientemente de su régimen político, siempre existe una contradicción potencial entre el interés de los propios gobernantes —que tienen la tentación de utilizar sus poderes para desarrollar políticas que beneficien a algunos más que a otros— y la eficiencia social (…) No importa lo que hagamos, no importa cuántas constricciones formales impongamos a nuestros gobernantes, siempre tendrán la opción de adoptar medidas oportunistas en su propio interés y el de sus votantes a expensas del bienestar social».
Al separar las carreras se establecen grupos distintos con sus propios incentivos profesionales, lo que reduce las posibilidades de abuso y oportunismo. Y esto no sólo implica despolitizar la administración –es decir, evitar la colonización política de la burocracia- sino también -y esto no suele ser tenido en cuenta- “desburocratizar la política”: limitar el acceso hacia ésta de los funcionarios . Si la crisis de 2008 despertó la intransigencia hacia la corrupción, es posible que ahora se amplíe hacia el despilfarro, el funcionamiento poco eficiente y, en definitiva, el clientelismo. De esta crisis no saldremos si no somos capaces de transformarnos.
Los políticos clientelistas necesitan la colaboración de la administración. Pero, con carácter previo, la colonizan: tras las elecciones los políticos desembarcan en ella como si se tratara de una división aerotransportada, y desde la cúspide van ocupando todos los cargos de relevancia. Tradicionalmente en España se ha intentado garantizar la independencia del funcionario respecto al político haciéndolo prácticamente inamovible y aislándolo de la competencia del mercado laboral. Esta protección mediante una serie de reglas configura lo que se conoce como administración “weberiana cerrada”. ¿Ha funcionado en España? Hay que decir que no especialmente bien: los grandes casos de corrupción se han producido ante la pasividad de la administración. En realidad, la docilidad del funcionario ante el político es lo habitual, pues de ella suele depender su progreso laboral más allá de cierto nivel. Es constatable que los mayores casos de corrupción han tenido lugar sin que los funcionarios protestasen.
En Desmontando el Leviatán Víctor Lapuente demuestra que no existe correlación entre la burocracia weberiana cerrada y tres indicadores que considera especialmente significativos para determinar si un país funciona correctamente: 1) la corrupción, 2) la eficacia gubernamental y 3) la flexibilidad de la administración para introducir reformas que mejoren la eficiencia. Concretamente en España puede constatarse que «altos niveles de weberianismo cerrado pueden coexistir con altos niveles de politización» y que «la integración de las carreras de políticos y burócratas crea oportunidades para la corrupción y el gasto derrochador». Lo que Lapuente propone es variar el enfoque: lo determinante para el buen funcionamiento de un país no es tanto que sus burocracias sean abiertas o cerradas, sino si las carreras de políticos y funcionarios están separadas o integradas. De modo que construye una matriz con cuatro modelos de administración:
Dice Lapuente: «Sostenemos que una separación de las carreras de políticos y burócratas crea un ambiente de baja corrupción y alta eficacia, que también favorece que se lleven a cabo reformas para mejorar la eficiencia en el sector público». Y dentro de los sistemas con carreras separadas, los que sacan mejores notas son los gerenciales, es decir, aquellos en los que la administración es abierta.
La separación de carreras parte de una receta fundamental en el constitucionalismo: introducir contrapesos. Este es el modo de evitar que una “facción” –en terminología de Tocqueville o Madison- consiga imponer sus intereses particulares a costa del general y en definitiva prevenir la “tiranía de la mayoría”:
«En todos los sistemas de gobierno, independientemente de su régimen político, siempre existe una contradicción potencial entre el interés de los propios gobernantes —que tienen la tentación de utilizar sus poderes para desarrollar políticas que beneficien a algunos más que a otros— y la eficiencia social (…) No importa lo que hagamos, no importa cuántas constricciones formales impongamos a nuestros gobernantes, siempre tendrán la opción de adoptar medidas oportunistas en su propio interés y el de sus votantes a expensas del bienestar social».
Al separar las carreras se establecen grupos distintos con sus propios incentivos profesionales, lo que reduce las posibilidades de abuso y oportunismo. Y esto no sólo implica despolitizar la administración –es decir, evitar la colonización política de la burocracia- sino también -y esto no suele ser tenido en cuenta- “desburocratizar la política”: limitar el acceso hacia ésta de los funcionarios . Si la crisis de 2008 despertó la intransigencia hacia la corrupción, es posible que ahora se amplíe hacia el despilfarro, el funcionamiento poco eficiente y, en definitiva, el clientelismo. De esta crisis no saldremos si no somos capaces de transformarnos.
Comentarios
Me paso la vida diciendo que los funcionarios no sobran, al contrario , que deberían : estar mejor pagados, ( los que de verdad funcionen ), y poder ir subiendo de categoría según sus méritos ( y no solamente con oposiciones internas ), no tener jefes puestos a dedo por los políticos de turno, que además, en muchos casos no tienen ni idea del asunto, y dejarles iniciativa para mejorar su cometido.
Un poco lo que explicaba Ricardo Semler en Maverick.
De ese modo, la administración la harían profesionales, y la harían con más cabeza.
Como ya no va usted a La Argos a avisar "Por si están aburridos", me he despistado y me he comido algunas entradas. ¡ Menos mal que no desaparecen de su blog !
Ahora mismo me voy a leerlas todas.
Y muchas gracias