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LOS ATAJOS A THERANOS


La idea era buena.

Analizar la sangre de una persona es un proceso traumático que requiere insertar una aguja en una vena, extraer lo suficiente para llenar una serie de tubos, y derivar éstos a un pequeño ejército de analistas clínicos, microbiólogos y hematólogos, que se encargan de hacer las pruebas necesarias. ¿Y si todo pudiera hacerse con una mera gota de sangre extraída mediante la punción en un dedo? ¿Y si, a continuación, todo el análisis pudiera hacerse en el interior de una sola máquina del tamaño de una caja? El proceso sería más simple y económico. La gente estaría más predispuesta a hacerse análisis de forma rutinaria, con una periodicidad mucho mayor; esto permitiría prevenir el desarrollo de enfermedades, alargaría la vida y haría más eficaz la asistencia sanitaria.

Con estos mimbres, en 2003 Elizabeth Holmes abandonó la universidad de Stanford y fundó en Silicon Valley Theranos; diez años después la compañía valía en el mercado 9.000 millones de dólares.


La idea era buena pero ¿era viable? Aparentemente esto fue una cuestión secundaria en todo el proceso. Elizabeth consiguió incorporar a su consejo de administración a gente tan experimentada como Henry Kissinger, o el antiguo Ministro de Trabajo de Reagan George Shultz –de Princeton, del MIT y marine por añadidura-. Consiguió convencer, además, a inversores tan poco románticos como Rupert Murdoch, Timothy Draper o a la familia Walton.

Pero la máquina –que Elizabeth había bautizado como Edison- no funcionaba. Para empezar, la muestra de sangre tenía que ser dividida para las distintas pruebas, lo que provocaba que el interior del mecanismo estuviera permanentemente sucio y con riesgos de contaminación. En realidad una profesora de Stanford ya le había advertido de que la idea era poco practicable, y desde luego todos los técnicos de Theranos eran conscientes de ello. Edison únicamente fue capaz, en su mejor momento, de procesar un par de pruebas analíticas. Y los resultados no eran muy fiables.


El proyecto se convirtió en una huída hacia adelante. Para seguir consiguiendo fondos, Theranos firmó un acuerdo con Walgreens para realizar análisis en su cadena de farmacias. El cliente se encontraba con un formulario en que podía marcar –como si se tratara de los platos de un menú, con su correspondiente precio- todas las pruebas que deseara, desde colesterol hasta marcadores tumorales que alertan de la presencia de cáncer. Pero la realidad ya estaba imponiéndose. El incauto era informado de que, vaya por dios, en lugar de punción en un dedo tendría que enfrentarse a la fatídica aguja. Los tubos con la sangre –no, tampoco bastaba con una gota- no eran analizados por Edison, sino enviados a laboratorios provistos de máquinas convencionales que Theranos había adquirido a tal fin. Y los resultados eran bastante chapuceros: a fin de cuentas, ese no era su negocio.

La caída se precipitó cuando el Wall Street Journal empezó a interesarse en el asunto. Para entonces algunos clientes de Theranos habían denunciado que sus resultados diferían notablemente de los que hasta ese momento habían obtenido con análisis convencionales. Holmes reaccionó contratando a un equipo de abogados temible, pero la FDA y la SEC* ya estaban detrás de su empresa. Para resumir, los 9.000 millones se convirtieron en cero; y Elizabeth Holmes espera su juicio, previsto para este mes de julio.


¿Cómo pudo pasar? Lo más interesante de esta historia es intentar adivinar las motivaciones y sesgos de los participantes. En cuanto a Elizabeth, parecía estar convencida a) de su Misión y b) de que la realidad es un asunto de relevancia menor ante la voluntad; es esta una configuración mental que parece estar presente en muchos líderes. ¿Y las continuas mentiras? El psicólogo Dan Ariely ha demostrado que, cuando creemos estar defendiendo una buena causa –y qué mejor causa que la salud, diría Holmes- podemos faltar tranquilamente a la verdad sin que lo registre el detector de mentiras.

¿Y los experimentados miembros del consejo de administración? Es significativo que muchos de ellos fueran de edad avanzada, y no se puede descartar que la juventud de Elizabeth, o su cabellera rubia, influyeran decisivamente en su evaluación de la viabilidad de la empresa. Ellos y los inversores parecieron descuidar el aspecto más relevante del proyecto: que funcione. Resulta notable que todos ellos aceptaran la exigencia de Holmes de no revelarles el menor detalle sobre la tecnología de Edison, lo que los llevó en definitiva a estar apostando su dinero y su prestigio a una caja vacía. Ciertamente, la historia se desarrolla en Silicon Valley, donde los unicornios, a veces, existen. Sin duda el Valle transmitió un efecto halo sobre todo el proyecto –es significativo que Elizabeth, para evocar a Steve Jobs, optara por ir permanentemente ataviada de negro y con cuello cisne-. Pero, en definitiva, quedó demostrado que la decisión de los grandes gurús financieros no se determinaba por la realización de complejos estudios de evaluación previos.

Todo esto pueden verlo aquí: The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley. HBO

* La FDA es la Food and Drug Administration, y la SEC la Security and Exchange Commission.

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