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VIERNES DE SEXO (5)


Supongo que ustedes ya sospechan que el inicio de una relación estable no acaba con la «guerra de sexos». La fórmula «fueron felices y comieron perdices» meramente indica que el cortejo -bastante largo en los humanos- ha finalizado con éxito, pero nada dice de lo que viene a continuación. Como recuerda David Buss,  la única manera de que el conflicto intersexual desapareciera una vez embarcados en una relación a largo plazo sería 1) que se evaporaran por completo la posibilidad de infidelidad y de cambio de emparejamiento –quizás por vivir en una isla desierta-, 2) que los miembros de la pareja tuvieran descendencia conjunta, sin interferencias de hijos de sólo uno de los miembros, y 3) que ambos muriesen simultáneamente para evitar que la pareja superviviente derivara los recursos destinados a los hijos comunes hacia los de una nueva pareja. La concurrencia de todas estas circunstancias es improbable -y quizás poco recomendable- así que es previsible que, puesto que el conflicto se mantiene, y no es simétrico en ambas partes, se hayan desarrollado adaptaciones evolutivas en hombres y mujeres para combatirlo.

Embarcados en una relación a largo plazo nuestros ancestros se enfrentaron, en tiempo evolutivo, a algunos desafíos adaptativos. Básicamente la infidelidad (esto para los machos) y la finalización de la relación (esto para ambos aunque con distintos efectos: para la hembra suponía la pérdida de un suministrador de recursos; para el macho la frustración de una inversión). Y los riesgos que podían llevar a alguno de esos desenlaces indeseados eran la ruptura de equilibrio del valor de emparejamiento y la presencia de rivales.

¿Qué es esto del «valor de emparejamiento»? Pues que cada uno acude al «mercado del emparejamiento» con un mayor o menor poder adquisitivo, derivado precisamente de las preferencias de la pareja contraria que, como han podido ver en estas entradas, son en gran parte fruto de la evolución (oh, vamos, me tienen que leer más). A cada uno se le han repartido mejores o peores cartas, podríamos decir: si usted es rico y guapo –en este orden- acude a los lances amorosos como si llevara tres reyes y un pito en el mus, y si es pobre y feúcho debe asumir que lleva la jugada del Tío Perete (es posible que aun así triunfe, y eso dirá mucho en favor de su habilidad con los naipes). Lo recomendable en una relación a largo plazo es que el valor de emparejamiento de los participantes esté equilibrado porque, aunque ninguno sea consciente de ello, en todo momento se encuentran monitorizando la situación. Y circunstancias sobrevenidas pueden alterar el equilibrio hacia un lado u otro: uno puede perder el trabajo y así su capacidad de generar recursos, o ponerse cachas en el gimnasio e incrementar su atractivo físico. El caso es que, cuando se produce el desequilibrio, la posibilidad de infidelidad o cambio de pareja comienza a resultar más atractiva a la pareja con mayor valor de emparejamiento. Piensen en el conocido caso de los políticos que, cuando la riqueza y la fama los alcanza, proceden al recambio de las tres ces: coche, casa y compañera. ¿Es injusto? ¿Hacen el ridículo? La respuesta a ambas preguntas suele ser afirmativa.

Como el peligro es real, y lo que está en juego es importante, se han desarrollado unas peculiaridades psicológicas adaptadas a la gestión de conflictos. Y los celos, considerados antaño patológicos, son la emoción adaptativa más relevante para la vigilancia y retención de pareja. Adaptativo no quiere decir moralmente bueno: los celos son la principal causa de violencia contra la pareja, como veremos. Los celos alertan de posibles rivales y de pistas de una posible infidelidad, proporcionando la motivación para actuar contra las amenazas y previniendo las potencialmente catastróficas consecuencias de una ruptura. Además, aunque no haya rivales a la vista, ni señales de infidelidad, los celos pueden activarse por variaciones en el valor de emparejamiento que comprometen el equilibrio de la relación.

Los costes del abandono o infidelidad no eran simétricos para machos y hembras ancestrales. Dado que no hay certeza de paternidad, el hombre arriesgaba invertir recursos en los hijos de un rival, y esto los genes no lo perdonan. Piensen que un alegre homínido despreocupado ante las infidelidades de su pareja, que seguro que era más simpático que otro más celoso, no ha dejado sus genes; nosotros llevamos los del segundo. Dirán: si la emoción de los celos nace para prevenir una infidelidad que pudiera resultar en que la propia pareja concibiese el hijo de un rival ¿desaparecería si el riesgo desaparece? Unos psicólogos malévolos plantearon esta cuestión a un número de hombres -«¿cómo reaccionaría si su pareja, que lo ama y toma anticonceptivos, tuviera una relación sexual con otra persona sin ulteriores complicaciones sentimentales ni de ningún otro tipo?»- y los entrevistados emitieron humo por las orejas al imaginar tal contingencia. Porque mecanismos psicológicos que fueron adaptativos en el tiempo evolutivo en que se desarrollaron pueden ser inadecuados hoy –contamos con eficaces anticonceptivos- pero no por ello dejan de funcionar. Recuerden siempre que el gusto actual por el azúcar es francamente maladaptativo, pero cuando pasan por la pastelería se les van los ojos.

Por su parte el riesgo principal de las hembras ancestrales estaba en que su pareja se encaprichara de otra más mona y dejara de prestarles asistencia, recursos y seguridad. En consecuencia los psicólogos predicen que se preocuparan más, y tendrán más celos, de la infidelidad emocional –se ha enamorado de otra- que de la sexual: la primera puede ser preludio de un abandono, mientras que el mayor riesgo de la segunda es una enfermedad sexual. Es decir, la infidelidad chincha a los dos, hombres y mujeres, pero de manera diferente. Cuando en un estudio se preguntó a los participantes qué les molestaba más, a) imaginar a su pareja manteniendo relaciones sexuales o b) enamorándose de otro, la mayoría de hombres (60%) respondió a) y la mayoría de mujeres (85%) respondió b). Esta diferencia de perspectivas también afecta a lo que más preocupa en un posible rival: al hombre le molesta que sea más rico, con más estatus o más triunfador, y a la mujer que tenga más atractivo físico.

Entender cómo funcionan los celos es muy importante porque es el principal desencadenante de violencia -y la primera causa de homicidio- de hombres contra mujeres. Es, obviamente, una violencia dirigida contra sus parejas, por lo que el lema «nos matan por ser mujeres (en abstracto)» está perfectamente desorientado. Las teorías de género se empeñan en situar las causas de la violencia en las invisibles relaciones de poder emanadas del patriarcado occidental, que define -según esa teoría- distintos roles para hombres y mujeres, elevando a los primeros a situaciones de dominio y relegando a las mujeres a una posición subordinada. Esta contaminación ideológica hace que pasen por alto las raíces biológicas del problema: sí, estas teorías son negacionistas de la ciencia. Es obvio que también influyen otros factores como la personalidad del agresor, que igualmente ignoran. Y también la cultura: el imprescindible libro de Henrich Las personas más raras del mundo nos ha ayudado a entender cómo funciona la evolución cultural. Pero es que precisamente la cultura a la que el feminismo de género se empeña en atribuir todos los males, la occidental, con su democracia, su capitalismo y su individualismo, es la única que ha conseguido desterrar el machismo y lograr la igualdad jurídica ente sexos. Es decir, la ideología de género ignora la biología, omite la personalidad, y condena la cultura que mejor está funcionando: es difícil equivocarse tanto en tantos niveles. Y para los que este comentario ha activado la señal «atención, machista», les sugiero que sigan leyendo. Precisamente lo que pretendo decir es que, especialmente los hombres, tenemos un lado oscuro en nuestra naturaleza que es preciso conocer y mantener a raya. El tribalismo es otro de estos lados oscuros, pero este afecta tanto a hombres y mujeres, como demuestran, precisamente, las feministas de género.

Una vez activados los celos pueden desembocar en violencia, especialmente en el caso de los hombres. Puede estar dirigida contra los rivales o contra la pareja, como disuasión ante la infidelidad o el abandono. De nuevo que todo esto sea adaptativo no quiere decir que sea moral: a la inmensa mayoría de los hombres nos resulta repugnante, al menos en nuestra sociedad. Como hemos visto, el desequilibrio entre los respectivos valores de emparejamiento, cuando es la mujer la que tiene un valor más alto, es un desencadenante de celos y un factor de riesgo de violencia. Por eso hay evidencias de que aquellos más bajos en valor de emparejamiento muestran un comportamiento más controlador y agresivo hacia sus parejas. Por esa razón, la violencia busca también reducir la autoestima de la pareja, reduciendo así la percepción de su valor de emparejamiento. Los desequilibrios sobrevenidos -por ejemplo, por la pérdida de trabajo y capacidad de generar recursos- incrementan las posibilidades de violencia.

Un hecho especialmente perturbador es que el embarazo aumenta la probabilidad de violencia. Una posible explicación –que evolutivamente tiene sentido, y de hecho se observa en otras especies- es que el agresor sospeche que el hijo no es suyo y pretenda eliminarlo para no detraer recursos en favor del hijo de un rival. Parece sustentar esta hipótesis el hecho de que es frecuente que, en violencia contra embarazadas, los golpes sean dirigidos contra el vientre. Otra explicación es que la paternidad resulte inconveniente al padre, y esté poniendo en marcha sus peculiares procedimientos de aborto. Los hijastros también contribuyen a arrojar luz a la lógica evolutiva de la violencia: la probabilidad de ser abusados o maltratados multiplica la de los hijos naturales, y su mayor causa de muerte no natural es –según Buss- a manos de sus padrastros.

Cuando estos desencadenantes están presentes ¿qué hombres abusan y recurren a la violencia? Un porcentaje muy bajo, afortunadamente. Influye decisivamente la personalidad: aquellos que puntúan alto en la Tríada Oscura –psicopatía, narcisismo y maquiavelismo- son mucho más propensos a recurrir a la violencia. En realidad la concurrencia de circunstancias predictivas de celos y violencia y personalidades de la Tríada Oscura desencadena un coctel explosivo ante el que deben saltar las alertas. También influye – aquí sí- la cultura: determinadas «culturas de honor» no occidentales presentan muchas menos objeciones a la violencia contra las mujeres. También hay mujeres que recurren a la violencia, pero su incidencia es mucho menor y ha estado oscurecida porque contradice la narrativa del patriarcado. Y porque al hombre vapuleado le suele dar vergüenza reconocerlo. Pasen un buen día.

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