«Ningún plan, por bueno que sea, resiste el primer contacto con el enemigo». Helmuth von Moltke.
«Todos tienen un plan hasta que llega la primera hostia». Mike Tyson.
Ahora imaginen que una persona atractiva y desconocida del sexo opuesto se les acerca en la cafetería y les dice que lleva tiempo observándolo/a, que -por improbable que pueda parecer- lo encuentra muy atractivo/a, y que si le apetecería acompañarlo/a su casa para mantener relaciones sexuales sin más compromisos. ¿Qué dirían? En un famoso estudio de Clarke y Hatzfield de 1989 el 100% de las mujeres contestó con un rotundo no; el 75% de los hombres, con un tímido sí. Posteriores experimentos han ido recogiendo distintos porcentajes de mujeres que optaban por el sí, pero siempre se ha mantenido una notable diferencia con las preferencias de los hombres. Obviamente el atractivo importa para ambos sexos: en otro estudio (Schützwohl, 2009) el rango de hombres que consideraron la posibilidad de mantener relaciones sexuales con una desconocida iba del 65% -si era normalilla- hasta el 82% -si era muy atractiva-, mientras que en las mujeres variaba del 5% (desconocido feúcho) al 24% (desconocido muy atractivo): como ven, los hombres suelen ser mucho más democráticas en estas cuestiones, y las mujeres apuntan más bien a la aristocracia. Pero no sólo importa el atractivo: otro experimento (Greitemeyer, 2005) mostró que las mujeres estaban más dispuestas a mantener relaciones sexuales con desconocidos de alto estatus socio económico y atractivo si existía algún tipo de conexión emocional o romántica, y no exclusivamente sexual. En todo caso estas diferencias no sólo son muy grandes, sino universales: se repiten en todas las culturas estudiadas.
En realidad ¿por qué no es el 100% de los hombres el que responde afirmativamente a una súbita oportunidad sexual? Su facilidad para producir espermatozoides, y no tener que criar el embrión en su interior ni alimentar posteriormente al hijo, podría indicar que su mejor estrategia reproductiva sería la variedad y el corto plazo: multiplicar la cópula con distintas compañeras y desdeñar las relaciones estables. Me dirán: oiga, pero es que la gente que sale los viernes no está pensando en estrategias a corto o largo plazo, sino en follar. Y aquellos que acaban formando parejas estables lo hacen, normalmente, movidos por sentimientos de afecto y amor. Les contestaré: sí, sí, pero todo eso ocurre en la superficie. Las «estrategias», que son invisibles e inconscientes, se han desarrollado en la sala de máquinas de la evolución. Y esos simpáticos primates que salen de caza los viernes han heredado los gustos de los que emplearon las estrategias correctas. Entre ellos, claro, el gusto por el placer y el amor, que son algunas de las zanahorias evolutivas que nos guían en la superficie.
La cuestión es que si la estrategia de emparejamiento puntual y sin compromiso representa más ventajas para el hombre que para la mujer en la historia evolutiva, es previsible que se hayan desarrollado diferencias psicológicas entre ambos. Como las reveladas por Clarke y Hatzfield, pero hay más. Experimentos reiterados demuestran que los hombres tienen un mayor deseo de variedad de parejas sexuales que las mujeres. En un masivo estudio de David Schmitt, en el que se preguntaba a hombre y mujeres cuántas parejas sexuales deseaban tener en distintos periodos de tiempo, los hombres contestaron 1,87 para el próximo año y 6 en la siguiente década, y las mujeres 0,78 y 2. Recuerden siempre que hablamos de media aritmética. Obviamente, algunas mujeres tienen mayor deseo de variedad que algunos hombres: visualicen dos campanas de Gauss que se solapan en parte. Y son estudios transculturales: los resultados se repiten tanto en los bosquimanos como entre los daneses, lo que excluye que estas diferencias sean producto de las desigualdades culturales (no es el heteropatriarcado, amics). Fíjense el caso de la muy igualitaria Noruega. A la pregunta «idealmente ¿cuántas parejas sexuales le gustaría tener a lo largo del próximo año» las mujeres noruegas contestaron que 2 y los hombres que 7. (Kennair, 2009) Las diferencias entre sexos biológicos se mantienen independientemente de la orientación sexual: los gays masculinos quieren mucha más variedad que las gays femeninas.
También parece haber diferencias entre hombres y mujeres sobre el número de veces que experimentan deseo sexual a lo largo de la semana (hombres 37 veces; mujeres 9). Y en la frecuencia de las fantasías sexuales: si usted es hombre y está tomando un café con una amiga, es más probable que la imagine en pelotas que a la inversa (disculpen la crudeza de las teorías evolucionistas). Y también hay diferencia en la estimación del tiempo óptimo que debe transcurrir desde el primer encuentro hasta la cópula: en los hombres es considerablemente menor. Además, los hombres están acostumbrados –me temo- a rebajar sus estándares para una cópula casual. Y, por supuesto, todos conocen el «sesgo de la hora de cierre» (Buss), según el cual el atractivo de la mujer va aumentando según se acerca la hora de cierre de la discoteca. Aunque les parezca sorprendente, este efecto se da aunque no se haya producido ingesta previa de alcohol. Y también el «remordimiento sexual», que en hombres se produce más frecuentemente ante las oportunidades perdidas y en mujeres ante las consumadas (recuerden el «walk of shame» de Cómo conocí a vuestra madre). Podríamos añadir a las diferencias que los hombres son los clientes mayoritarios de la prostitución, dicho sea sin entrar ni en justificaciones ni en valoraciones morales.
Pero además existen diferencias de percepción. Los hombres somos víctimas del sesgo del patoso (© Navarth), que se compone en realidad de dos, uno de sobrestimación y otro de subestimación: en cuanto al primero los hombres tendemos a sobreestimar el interés que despertamos en el sexo opuesto, y en general nuestras posibilidades de éxito; en cuanto al segundo, subestimamos sistemáticamente la incomodidad que modestos avances, como mirar libidinosamente o tocar, producen en el sexo opuesto.
¿Cómo se desarrollaron estos sesgos? Porque el que los padecía tenía ventajas competitivas: el patoso, confiando exageradamente en sus posibilidades, tendía a intentarlo más que el que las evaluaba correctamente, y en alguna ocasión le salía bien. En todo caso conocer el funcionamiento de estos sesgos nos puede permitir aplicar rutinariamente factores de corrección con el fin de no hacer mucho el ridículo.
Es decir, hay una serie de claras diferencias psicológicas entre hombres y mujeres, producidas a lo largo de la historia evolutiva por las distintas ventajas obtenidas por ambos en las cópulas casuales: la psicología del hombre parece estar ajustada hacia la variedad. Así que insistamos: ¿por qué no se limitan los hombres a los encuentros esporádicos sin compromiso? La primera respuesta es obvia: porque las mujeres también juegan, y son mucho más selectivas; ya hemos visto que las relaciones estables a largo plazo les ofrecen muchas más ventajas. También a los hombres, como veremos.
Imaginen esta historia: una mujer emparejada establemente –recordemos que los recursos y el estatus pueden haber sido una razón decisiva para ese emparejamiento- se cruza con un hombre muy atractivo –recordemos que la simetría de facciones es indicador de buenos genes- o de imponente apariencia física –la «cualidad de formidable» era un buen indicador de las aptitudes para cazar y proteger de nuestros ancestros- tiene una relación extramatrimonial con él y acaba pasando estos genes más prometedores a sus hijos que los de un marido reducido a la condición de pagafantas -todo este proceso, desde luego, es inconsciente-. Quizás ahora vean con otros ojos los ejemplos de la literatura y el cine. Quizás intuyan, por ejemplo, los ocultos mecanismos que mueven a Cora y llevan al desastre a Nick Papadakis en El cartero siempre llama dos veces. Pasen un buen día.
P.S. Como curiosidad, si fuéramos extraterrestres recién llegados sabríamos que la especie humana no desdeña las relaciones esporádicas a corto plazo por una evidencia algo grosera: el tamaño de las pelotas. Entre los primates este es un indicador fiable: los gorilas, los más austeros de nuestros primos, tienen los huevos más pequeños, y los chimpancés, que son unos guarros, los más grandes. Pero ¿qué tienen que ver los cojones con todo esto? Pues que –el grado de ordinariez va aumentando- unos dídimos grandes son idóneos para la «competición de esperma»: si hay dudas de la promiscuidad de la hembra, una buena estrategia para reproducir los genes propios es emitir un caudal de esperma suficiente para desplazar el de las cópulas previas. Otra evidencia de la «competición de esperma» es esta: cuando el macho humano de una relación estable ha estado alejado de su pareja durante algún tiempo (por ejemplo en un viaje de negocios) aumenta la efusión seminal. Es un mecanismo inconsciente, claro: no es que desconfíe de su pareja. Y no, no, es que el aumento de volumen esté relacionado con el tiempo transcurrido desde la última cópula: se produce aunque se haya producido algún alivio manual previo (a mí que me registren, esto es biología).
Comentarios
Como el sexo tiene mucha relación con la gran política, uno puede joder a muchos, ya estoy viendo al consejo de ministros, todo femenino menos el jefe, y reuniéndose los viernes.
Pero no sé si se está dando cuenta de que está dinamitando la igualdad y la paridad, esos bienes y derechos recientemente descubiertos y adquiridos.
Una pega ya que soy de ciencias. Aparte de coyundas múltiples, con sus variantes de composición orientativa, pueden ser cientos, o homos y ya que se centra en hombres y mujeres resulta que el los apareamientos reglados y no reglados siempre hay un hombre y una mujer. Luego tenemos dos curvas de Gauss distorsionadas. Una ninoría de hombres muy promiscuos y otra minoría de mujeres muy promiscuas. (Si dejamos de lado la prostitución, que eso sí que sería un buen pico. Aunque creo que está prohibida)