Mientras tanto se estaban produciendo cambios en la percepción del problema. Si en los 90 se había abordado de manera bastante racional, a partir de la primera década del XXI comenzó a extenderse una visión apocalíptica. Se asumió tácitamente que se disponía de un tiempo muy limitado para actuar drásticamente, y que en caso de no hacerlo la humanidad corría hacia su extinción. Esta visión, además, era maniquea: por un lado estaban las personas virtuosas esforzándose por salvar el mundo, y por otro los cerriles y codiciosos empeñados en ignorar la magnitud de la amenaza. ¿No merecían estos todo el odio y el desprecio?
Era una espiral que se retroalimentaba. Los empresarios, que saben detectar por dónde van los gustos y las modas, comenzaron a disfrazarse de paladines ecológicos. En su día la Coca-Cola consiguió incluso mercantilizar el movimiento hippie (the real thing!). ¿Por qué no ahora el cambio climático? Y los medios, necesitados de la atención de la audiencia, pusieron su parte ¿Quieren apocalipsis? Pues aquí están las noticias de huracanes, riadas y olas de calor, y aquí los mapas del tiempo en rojo oscuro que demuestran que el fin está cerca. Pero la intervención más relevante fue la de los políticos de izquierda, que detectaron inmediatamente el valor de la mercancía que se ponía súbitamente a su disposición. Podían sustituir los problemas más acuciantes y de difícil solución de la sociedad por una causa declarativa, no sujeta a rendición de cuentas, que además les permitía demonizar al adversario. Un tesoro, sin duda. Las agendas políticas comenzaron a saturarse de cambio climático incluso en los niveles más inesperados, y se extendió una red de observatorios, agencias y chiringuitos. En fin, no debe extrañar la cantidad de neuróticos, aficionados a molestar, guarrear o adherirse a obras de arte, que estas corrientes han generado.
En 2020 Antonio Guterres, a la sazón secretario general de Naciones Unidas, pidió a los gobernantes el establecimiento de un «estado de excepción climático», y los políticos aguzaron aún más sus orejas: ahora el cambio climático les permitiría acentuar el control político sobre la sociedad. Y con todo esto –aquí quería llegar- la tentación totalitaria y el espejismo de la planificación han vuelto a colarse inadvertidamente entre nosotros. Cuando ya habíamos visto la ingenuidad de pretender construir sociedades ideales en el laboratorio de la razón, y nos reíamos de utopías y falansterios. Cuando habíamos entendido cosas elementales como que nuestra capacidad de conocimiento es limitada y que –por ejemplo- el mercado es un sistema de asignación de recursos más eficaz que un funcionario con bigote, volvemos a caer en el espejismo de la planificación centralizada.
De repente volvemos a asumir que es posible predecir y planificar eficazmente la historia, y que todo esto está al alcance de personas tan improbables como los políticos. Este espejismo no sólo pasa por alto que nuestra capacidad de conocimiento es limitada, y que por tanto es recomendable cierta prudencia: nos vuelve a hacer caer en la falacia de la respuesta definitiva. En algún sitio está la respuesta perfecta, en la que todos los problemas se solucionan y todos los valores conviven armoniosamente, y esta respuesta nos la proporcionará la Ciencia. Es un espejismo peligroso, y las palabras de Isaiah Berlin han vuelto a adquirir vigencia: «La posibilidad de una solución definitiva (…) resulta ser una ilusión; y una ilusión muy peligrosa. Pues si realmente creemos que es posible semejante solución, entonces, sin duda, ningún costo será excesivo para alcanzarla: para hacer que la humanidad sea justa, feliz y armoniosa para siempre… ¿qué precio podría ser excesivo?».
«Este enfoque puritano (…) es malo para el clima y abandona a las mujeres respirando el humo peligroso de los combustibles sucios para cocinar. Occidente necesita controlarse y diseñar una estrategia más sensata». La economista Vijaya Ramachandran, especialista en crecimiento económico e infraestructuras de energía, denuncia que el fundamentalismo climático de países como Alemania y Noruega, al prohibir subvencionar tecnologías como las cocinas de GLP (Gas Licuado del Petróleo), corta el paso a una de las soluciones más asequibles para combatir la contaminación en los hogares. Deriva de las emanaciones resultantes de la quema de queroseno, carbón, madera, desechos animales u otras formas de biomasa, afecta a 2.600 millones de personas, y provoca cerca de 3,8 millones de muertes anuales por enfermedades pulmonares. Este ejemplo ilustra que la solución perfecta, única y definitiva no existe: siempre es necesario buscar un compromiso entre los valores en juego.
El cambio climático es un problema real, y necesita una aproximación alejada de fundamentalismos, histerias e intereses espurios. Desconfíen en especial de los aficionados al anatema «negacionista», a los que también es aplicable Berlin: «Puesto que yo conozco el camino único hacia la solución última del problema de la sociedad, sé por dónde guiar a la caravana humana. Y puesto que vosotros sois ignorantes de lo que yo sé, si se quiere alcanzar la meta no se os puede permitir la libertad de elección ni siquiera dentro de los límites más estrechos».
Comentarios
Estás que te sales,Fernando
Además como hacen cosas raras como lo de la agricultura, los regadíos, el abandono de la tierra cultivable a las marsopas, la emigración ilimitada, gratis y subvencionada, mezclas culturales pero no en sus chalets, etc. todo indica que hay lluvia dorada pero de pasta dorada para ellos y líquida para la plebe.
¡El CO2! Menos mal que no la han tomado con el hidrógeno.
No sólo es un sistema para controlar al rebaño propio sino también para arruinar el rebaño ajeno.
Y casi sin coste para los amos del cotarro.
Muchas gracias por sus empeños.
Muchas gracias y un abrazo virtual