En todo caso el rey Guillermo, en tono amable, renuncia a hacer ningún compromiso a tan largo plazo, se despide del embajador, encarga a su edecán que en lo sucesivo trate con él, y se va a tomar sus baños. Pero entonces interviene Bismarck. El Canciller, con su proyecto de unificación a cuestas, se encuentra muy necesitado de un enemigo externo para despertar el fervor patriótico germano, ya de por sí bastante sensible. Así que prepara un telegrama cuidadosamente insultante para los franceses: produce la impresión de que el rey de Prusia ha tratado con altanería a su embajador, y que lo ha derivado a un sirviente que pasaba por allí. Napoleón III reacciona como si se hubiera sentado sobre una avispa, y el 19 de julio de 1870 declara la guerra a Prusia. Para su desgracia no sólo ha valorado incorrectamente el telegrama, sino también la potencia bélica de su adversario. El ejército francés sufre una serie ininterrumpida de derrotas que culmina en la definitiva de Sedán, donde de paso es capturado el propio emperador.
Entre los efectos secundarios de la derrota militar está la anexión de Alsacia y Lorena por Alemania, y culminada la ocupación los más ilustres representantes de la universidad alemana se ponen a la tarea de justificarla. En Alsacia se habla alemán, su cultura es alemana. La anexión, argumentan los intelectuales, no es más que una reintegración de las ovejas perdidas en el rebaño germánico. Mientras tanto los diputados alsacianos de la Asamblea Nacional –a quien los sesudos alemanes no han pensado en consultar- proclaman su lealtad a Francia:
«Proclamamos el derecho de los habitantes de Alsacia-Lorena a seguir siendo miembros de la Patria Francesa, y juramos tanto en nombre propio como en el de nuestros comitentes, nuestros hijos y descendientes, reivindicarlo eternamente y mediante todos los procedimientos, a despecho de todos los usurpadores».
Es momento de grandes palabras, de hablar de la eternidad y de arrogarse la representación de unos descendientes que aún no han tenido oportunidad de otorgársela. En realidad es la primera parte del mensaje, la conservación de un statu quo pacífico, la que les está proporcionando la razón.
En agosto de 1870 el teólogo y escritor David Friedrich Strauss inserta una carta en La gaceta de Augsburgo en la que solicita a Ernest Renan que se manifieste sobre el asunto. ¿Por qué lo hace? Es francés, y no puede sentirse muy satisfecho con el desenlace de la guerra. Quizás porque sabe que en el pasado Renan no ha sido inmune a las teorías racistas: «la raza semítica comparada con la raza indoeuropea significa realmente una combinación inferior de la naturaleza humana»; «la espantosa simplicidad del espíritu semítico, que angosta el cerebro humano cerrándolo a cualquier idea delicada». Pero una cosa es ser racista para exhibir una supuesta superioridad, y otra seguir siéndolo cuando te encuentras en el lado malo; cuando te lo aplican para expulsarte o ser invadido. Ahora Renan se olvida de la raza y descubre súbitamente a la persona. El hombre, emancipado por la Ilustración de la esclavitud del nacimiento, el rango y el estatus, no puede caer ahora bajo el moderno yugo de la raza, el espíritu o la cultura. En septiembre Renan responde a Strauss en el Journal des débats:
«Considero, por lo demás, que puede tener alguna utilidad el que en esta crisis dos hombres que pertenecen a dos naciones rivales, independientes el uno del otro y ajenos a todo espíritu partidista, intercambien sus puntos de vista –sin pasión, pero con plena franqueza – sobre las causas y el alcance de la lucha actual».
Ajenos a todo espíritu partidista, dice. Renan cree ingenuamente que el debate va a discurrir por los cauces de la moderación y la honestidad intelectual, como si ambos pasearan por la Escuela de Atenas. Y eso que ya ha tenido ocasión de contemplar el impacto del tribalismo sobre el intelecto: el austero profesor Theodor Mommsen, famoso por su Historia de Roma, acaba de comparar la literatura francesa con las «aguas cenagosas del Sena», y ha aconsejado al mundo protegerse de ella como si fuera un veneno.
El tono inicial de Renan es obsequioso -«debo a Alemania lo que más aprecio, mi filosofía, casi diría que mi religión (…) Alemania ha producido uno de los más bellos desarrollos intelectuales que haya existido jamás»-, intenta echar la culpa de todo a la cerrazón prusiana, y concluye:
«Vuestros fogosos germanistas alegan que Alsacia es una tierra germánica, injustamente separada del imperio alemán. Observe que todas las nacionalidades son territorios mal delimitados; si se pone uno a razonar sobre la etnografía de cada cantón, se abre la puerta a guerras sin fin».
De nuevo esa es la cuestión: la apropiación de Alsacia es ruptura y destrucción; la estabilidad y el mantenimiento de la pacífica convivencia es un valor que se debe preservar. En resumen, Strauss no ha encontrado simpatía francesa en la desmembración de Francia. Sin incluir la carta de Renan, le dedica un par de comentarios despectivos en la Gaceta de Augsburgo y se desentiende del asunto. Renan se enfada y dirige una segunda carta a Strauss, mucho más interesante que la primera. En ella le reprocha la falta de delicadeza -«el apasionamiento le impide apreciar esos remilgos de gentes aburridas que nosotros llamamos gusto y tacto»- y se burla con elegancia de la causa que obnubila al intelectual teutón:
«En casi todos los sitios donde los fogosos patriotas de Alemania reclaman un derecho germánico, podríamos nosotros reclamar un derecho celta anterior. Y antes del periodo celta existían, se dice, los alófilos, los fineses y los lapones; y antes de los lapones estaban los hombres de las cavernas; y antes de los hombres de las cavernas estaban los orangutanes: con esta filosofía de la historia no habría otra legitimidad en el mundo que el derecho de los orangutanes, injustamente desposeídos por la perfidia de los civilizados».
Renan comprende que la visión del mundo de Strauss es altamente inflamable:
«Alemania (…) se ha subido a un fogoso caballo que la llevará donde no quiere».
«La división demasiado acusada de la humanidad en razas (,…) no puede conducir más que a guerras de exterminio (…) Esto sería el fin de esta mezcla fecunda, compuesta de numerosos elementos todos ellos necesarios, que se llama humanidad».
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En 1882 Renan imparte una conferencia en la Sorbona, en la que recoge alguna de sus conclusiones sobre el conflicto alsaciano. El problema está cuando «se confunde la raza con la nación y se atribuye a grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, una soberanía análoga a la de los pueblos realmente existentes». Renan parece estar distinguiendo –anticipándose a Ignatieff- entre la nación étnica, basada en la raza, la etnia, la lengua, o cualquier otro criterio igualmente intercambiable, y las naciones realmente existentes formadas por mestizaje y sedimentación histórica. Lo del mestizaje es importante frente a la asfixiante unanimidad que impone la visión etnicista:
«Cuando se lleva a la exageración se encierra uno en una cultura determinada tenida por nacional, se limita, se enclaustra. Se abandona el aire libre que se respira en el vasto campo de la humanidad para encerrarse en los conventículos de los compatriotas. Nada peor para el espíritu, nada más lamentable para la civilización».
Pero sobre todo el problema está en que el etnicismo abstracto somete a las personas concretas:
«La raza no lo es todo, como en los roedores o felinos, y no se tiene derecho a ir por el mundo palpando el cráneo de las gentes para después cogerlas por el cuello y decirles: “¡Tú eres de nuestra sangre; tú nos perteneces!”. Más allá de los caracteres antropológicos está la razón, la justicia, lo verdadero, lo bello, que son iguales para todos».
En el caso de Alsacia, una visión racista se impuso a la voluntad de los propios alsacianos:
«Alsacia es alemana por lengua y por raza, pero no desea formar parte del estado alemán; esto zanja la cuestión. Se habla del derecho de Francia, del derecho de Alemania. Estas abstracciones nos afectan mucho menos que el derecho que tienen los alsacianos, seres vivos de carne y hueso, a no obedecer a otro poder que el consentido por ellos».
La existencia de una nación, dice Renan, es «un plebiscito de todos los días». Esto servirá en el futuro a los nacionalistas para defender la secesión, pero se equivocan. Renan está defendiendo la humanidad frente a la compartimentación en tribus; la razón ilustrada frente al fervor irracional de la masa; la variedad frente a la unanimidad; las personas frente a las ensoñaciones colectivas. En suma, las sociedades abiertas frente al nacionalismo. Renan antepone la civilización frente a los bárbaros infectados de nacionalismo que amenazan los países desde fuera. No sentiría ninguna simpatía por los que actualmente los amenazan desde dentro.
Imágenes:
1. Renan
2. Ilustración de Hansi: historia de los latrocinios germanos
3. Prusiano en Alsacia obligando a rotular en catalán.
4. Strauss
5. Choucroute alsaciano
6. Mommsen
7. Ni idea
Comentarios
Es un placer leerle, además uno se documenta de cuestiones históricas tan interesantes y por lo que podemos ver de rabiosa actualidad. En esta polémica vemos también como la historia se repite, el hombre no aprende de los antepasados ni de los sabios, así nos va.
Un placer, le repito
Estimado D. Pfrias, confieso que es la opción 1.
Saludos.
Voy a poner un enlace a este hilo suyo, en Embustero y Bailarín, el blog de Marquésdecubaslibres, que esta temporada está inmerso en Renan, y creo que le interesará.
Espero que no le parezca mal.
Y muchas gracias por el disfrute