Un curioso fenómeno político del siglo XX fue la recuperación por la extrema izquierda de Carl Schmitt, el jurista e ideólogo nazi; agudiza esa peculiaridad el que uno de los principales difusores del antisemita Schmitt en los 70 fuera Jacob Taubes, profesor de judaísmo.
Esta admiración perdura en el populismo de nuestros días. En realidad, que las ideas de Schmitt, enemigo declarado de la democracia liberal, encuentren buena recepción en los populistas no es raro, y se limita a poner de manifiesto que, en épocas convulsas, el tradicional eje izquierda-derecha se encuentra anegado por corrientes más poderosas.
Dos son, creo, las ideas schmittianas que mejor encajan en el populismo actual. La primera es la reducción de la política a la dicotomía amigo-enemigo, que Schmitt se encarga de resaltar obsesivamente en El concepto de lo político. Suele compararse a Schmitt con Hobbes afirmando que ambos entendían que la hostilidad y la guerra son fenómenos naturales en las relaciones entre grupos humanos. Pero mientras Hobbes lo detectaba y pretendía ponerle restricciones, a Schmitt el mecanismo le parecía perfectamente oportuno. Para él las comunidades se definen esencialmente frente a un enemigo, que en el caso de Alemania estaba perfectamente identificado: los judíos. No es difícil percibir tras este pensamiento dicotómico un interruptor tribal activado. La obra de Schmitt es la brillante racionalización de un impulso tribal hiperexcitado, el mismo que se muestra especialmente sensible en nuestra actual época de cambios vertiginosos, y que nuestros populistas pretenden, con sus propios chivos expiatorios, potenciar para llegar al poder.
La otra idea de Schmitt tan querida por los populistas es algo más difícil de explicar, pero su eco resuena en las palabras de Joaquim Torra cuando subordina la ley a la democracia; también en las de Pablo Iglesias cuando define la Constitución como un corsé que pretende limitar la voluntad de “la gente” -es decir, la suya-. Porque para Schmitt las constituciones se limitan a dar forma a lo distintivo de un Pueblo, pero la Voluntad de ese Pueblo – ambos, Pueblo y Voluntad, determinados de manera mística- siempre estarán por encima de aquéllas. Por eso Schmitt acaba defendiendo que las dictaduras temporales, si interpretan más fidedignamente la Voluntad de un Pueblo Unido, son más democráticas que la propia democracia liberal y el parlamentarismo, que gobierna indirectamente a través de procedimientos y élites. En todo caso según esta perspectiva antiliberal el estado de derecho deja de considerarse una barrera al poder, un mecanismo para limitar el arbitrio del gobernante, y un conjunto de reglas que delimitan el campo de juego en el que aceptan coexistir los diferentes: sencillamente la ley –aquella que no conviene a sus intereses- se convierte en un obstáculo para la voluntad soberana del Pueblo. El pensamiento marxista, acostumbrado a considerar la ley mera superestructura, expresión de las relaciones económicas subyacentes, está perfectamente preparado para recibir este concepto.
Para Schmitt la clave del poder político está en la excepcionalidad, en la capacidad de decidir sin límites –incluidos los legales-, y especialmente en decidir quiénes son los enemigos y, en el caso extremo, declararles la guerra interna o externa. Esta teoría suele llamarse decisionismo, y acaba postulando que la característica última del poder es la decisión sobre la vida y la muerte. La idea de la excepcionalidad, pasada a través del filtro soporífero de Giorgio Agamben, llegó a pablo Iglesias que la expuso en un descacharrante comentario sobre Algunos hombres buenos en su libro Maquiavelo en la gran pantalla. Porque, digámoslo de paso, para Iglesias Maquiavelo representa el pretexto para librarse de ataduras y restricciones, exactamente igual que el Schmitt pasado por la Thermomix de Agamben. No es muy tranquilizador.
Y así llegamos a la entrevista que En otra vuelta de Tuerka Pablo Iglesias hace a Jaume Asens, candidato de Podemos a las generales por Barcelona. Observen a partir del minuto 56 como Asens cuenta cómo los crematorios de Auschwitz fueron meramente el estadio final del abandono de los valores humanistas y la mediocridad del "hombre masa". De ahí pasa sin solución de continuidad a la “banalidad del mal”, que identifica con “la parte estúpida”, “la gente que tiene una visión ahistórica del Derecho” y que adoran “el fetiche del derecho”, los “criminales burocráticos”, y así llega ¡ale hop! a afirmar que “Rivera es Eichmann”.
Todo eso del “fetiche del derecho” hay que entenderlo obviamente en el contexto del Procés y en la obstinación de algunos “criminales burocráticos” por mantener el aburrido estado de derecho y aplicar la ley a quienes están embarcados en una aventura tan bonita –para Asens- como la secesión. Por eso continúa diciendo que “Eichmann es un funcionario que aplica la ley” y que por tanto “es el partido popular y Ciudadanos con el conflicto catalán”. Eichmann para Asens es el que sitúa “el principio de legalidad por encima del principio de democracia”, -frase idéntica a la de Joaquim Torra con la que empezábamos-, el funcionario obtuso que entiende “no la ley al servicio de la democracia, sino la democracia al servicio de la ley”.
Hemos empezado con las perplejidades que suponía el redescubrimiento del jurista nazi por la extrema izquierda; acabemos, sí, con una vuelta de tuerca. Con un hombre que advierte de los peligros del abandono de los valores humanistas mientras simpatiza con el nacionalismo tribal; que advierte de los peligros del hombre masa desde un partido cuyo líder pretende continuamente sustituir la democracia representativa por la gestión de una masa airada; que contribuye a la demolición del estado de derecho descalificando a sus defensores como obtusos criminales; y que llama nazis a sus adversarios mediante los mismos argumentos que permitían a Schmitt someter la ley a la voluntad del Führer.
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Muchas gracias, Don Navarth