Tienden algunos a ver el populismo como una respuesta, algo desaforada, a los excesos de una democracia liberal devenida tecnocracia. Una respuesta a un sistema en el que unas élites expertas deciden en ausencia de la voluntad de los ciudadanos -o incluso en contra de ella-, con el consiguiente desencanto de éstos hacia la democracia y su predisposición hacia opciones autoritarias. Según el politólogo Cas Mudde el populismo sería entonces «la respuesta democrática iliberal al liberalismo no democrático». O, dicho menos finamente por Benjamin Arditi, el populismo sería el borracho molesto que dice cosas groseras pero ciertas.
También Ivan Krastev, en su famoso After Europe, entiende que el distanciamiento de las élites, y su suspicacia hacia las decisiones populares en cuestiones relevantes, es uno de los dos problemas que amenazan la pervivencia de la Unión Europea –el otro es la ausencia de respuesta ante la inmigración-. Pone como ejemplo el referéndum que Papandreu anunció en 2011 ante el rescate griego propuesto por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea –la Troika-, rápidamente archivado ante las presiones de Berlín y Bruselas ante la indignación de los griegos. El episodio se repitió en 2015 con Syriza en el poder cuando, en referéndum convocado por Alexis Tsipras, los griegos rechazaron las condiciones de un tercer rescate, sólo para encontrarse con unas condiciones aún más duras. Hay que decir que las reticencias europeas estaban justificadas: era discutible que los griegos tuvieran la última palabra sobre la solución de un problema que ellos mismos habían creado y que afectaba a la estabilidad de toda la eurozona. O, dicho de otro modo, no parecía tener mucho sentido dejar en manos del deudor la decisión de pagar las deudas.
Interesa desmontar esa teoría de que el populismo es una respuesta democrática, aunque iliberal, a los excesos y carencias de la democracia liberal, y Jan-Werner Müller en Qué es populismo empieza por proporcionar una definición:
«El populismo, sugiero, es una particular visión moral de la política, una forma de percibir el mundo político que establece un pueblo moralmente puro y completamente unificado –pero, argumentaré, en última instancia ficticio- contra élites que se consideran corruptas o de alguna otra manera moralmente inferiores».
La definición es buena porque contiene sus dos elementos básicos. El primero, que para el populista sólo una parte de la ciudadanía es el verdadero “pueblo”. O, en términos más familiares para el populismo español, sólo una parte de los ciudadanos son “la gente”:
«Esta es la reivindicación central del populismo: solo algunas de las personas son realmente las personas (…) Para que un actor o movimiento político sea populista, debe afirmar que una parte de la gente es la gente, y que solo el populista identifica y representa auténticamente a esta gente real o verdadera».
No hay populismo sin esta previa sinécdoque en la que la parte se erige en representante legítima y exclusiva del todo. O, en palabras compartidas de Müller y Laclau –veremos más coincidencias entre estos autores que respectivamente describen el populismo desde fuera y desde dentro, la plebs se arroga la representación de todo el populus. Recordemos a Nigel Farage diciendo que el Brexit era “la victoria de la gente real”. O a Trump asegurando "lo único importante es la unificación de la gente, porque la otra gente no significa nada".
¿Y el resto? ¿Y los ciudadanos que, según los populistas, no son gente? Pues de algún modo representan a las élites corruptas, enfrentadas en una lucha a muerte con el pueblo auténtico. Porque el segundo elemento del populismo es un enfoque moral de la política:
«Lo que siempre tendrá que estar presente es una distinción entre las personas moralmente puras y sus oponentes».
Se trata de una visión maniquea que enfrenta a la verdadera gente contra las malvadas élites, que opone el bien contra el mal. Esto tiene inmediatamente una serie de efectos secundarios. El primero, obviamente, que desemboca en una política de confrontación y suma cero, opuesta a la esencia transaccional de la democracia. De esa visión se volatiliza el pluralismo, y el debate se convierte en un formalismo completamente innecesario –ya se sabe de antemano quién tiene razón-. Por eso Viktor Orban se permitió no participar en debates preelectorales en 2010 y 2014 alegando que sus propuestas eran las auténticas y obvias: cuando un árbol cae en una carretera, decía, unos se lanzarán a teorizar; nosotros nos limitaremos a quitarlo.
¿Cómo se procede a la identificación del “verdadero pueblo”? ¿Cómo se segregan del cuerpo social los moralmente puros? Se hace mediante procedimientos misteriosos fuera de los cauces de la democracia representativa:
«Para ellos, "la gente misma" es una entidad ficticia fuera de los procedimientos democráticos existentes, un cuerpo homogéneo y moralmente unificado cuya supuesta voluntad puede competir con los resultados electorales reales en las democracias».
Por eso los populistas no toleran la derrota: si ellos representan al verdadero pueblo, y el veredicto de las urnas resulta ser diferente, el proceso necesariamente tiene que estar viciado. Orban, tras perder las elecciones en 2002, dijo que «el pueblo no puede estar en la oposición». Andrés Manuel López Obrador en 2006 que «la victoria de la derecha es moralmente imposible». Y Pablo Iglesias en 2018, ante la derrota en las elecciones andaluzas procedió a decretar una “alerta antifascista” y a manifestarse –acompañado de los socialistas- delante del parlamento regional.
Es decir, el populismo entiende que hay un único cuerpo social legítimo, que habla con una única voz que es mágicamente interpretada por el líder de turno. Esa voz se antepondrá a los resultados electorales y a las propias leyes, que cuando contradigan aquélla serán vistas como meras emanaciones de las corruptas élites, y por tanto como un corsé antidemocrático. «Por encima de la ley está el bien de la nación» puede decir tranquilamente un diputado de Ley y Justicia de Kaczyński. «La democracia está por encima de cualquier ley» afirma el presidente de la Generalidad Joaquim Torra.
Esta idea de la política como confrontación, y en la que conceptos místicos relacionados con “el pueblo” -como sustancia, espíritu o identidad- son más importantes que la representación democrática real y la ley, recuerda mucho a Carl Schmitt. En palabras de Müller, la obra de Schmitt «sirvió como un puente conceptual de la democracia a la no democracia al sugerir que el fascismo podía realizar más fielmente los ideales democráticos que la democracia misma». Tal vez no sea tan paradójico como pudiera parecer que gurús populistas como Chantal Mouffe manifiestan expresamente su admiración por el jurista del Tercer Reich, y políticos populistas como Pablo Iglesias se ven incapaces de ocultarla.
En resumen, el populismo no se puede identificar con “democracia iliberal”: sencillamente es radicalmente incompatible con la democracia.
Hay un último punto que procede abordar: la infravaloración, en la que tanto Müller como Krastev incurren, del impacto de nuestro sustrato emocional en el populismo. El primero, porque identifica erróneamente los modernos enfoques de la psicología social y evolutiva con la teoría de la modernización, condescendiente y paternalista, de Lipset. El segundo reconoce las aportaciones de Karen Stenner y las de Jonathan Haidt cuando nos previene de que, en determinados momentos de ansiedad, somos muy propensos a la activación del interruptor tribal de los sapiens: «cuando lo presionan, de repente se enfocan intensamente en defender a su grupo, expulsar a los extranjeros y no conformistas, y en eliminar la disidencia dentro del grupo»; sin embargo, no acaba de valorar la importancia de este mecanismo evolutivo en el éxito del populismo.
Esta omisión del factor psicológico impide entender que hay momentos estables y momentos de agitación -especialmente peligrosos para la democracia- en los que determinados factores socioeconómicos generan olas de ansiedad en la sociedad. Esto sucedió en el primer tercio del siglo XX –el momento de Carl Schmitt- y sucede ahora mismo –el momento de los populistas-. En estas épocas turbulentas se desencadenan mecanismos evolutivos tribales particularmente destructivos –o, en palabras de Haidt, el interruptor tribal es activado-. Advertir de esto no es, como opina Müller, paternalista ni antidemocrático, sino sencillamente previsor. En realidad la sospecha de que los ciudadanos devenidos masa no suelen tomar buenas decisiones no solo la tienen los liberales: también la comparten los populistas que, sencillamente están dispuestos a aprovecharlas para alcanzar el poder. En este sentido es muy interesante la lectura del manual populista de Ernesto Laclau –que conoce perfectamente los estudios sobre psicología de las masas de Gustave Le Bon y Gabriel de Tarde- y contemplar las perceptibles dudas y ajustes de disonancia que experimenta ante la sustitución de la democracia representativa por la gestión de una masa airada.
En los momentos de turbulencia es especialmente importante que funcionen correctamente los estabilizadores democráticos –incluido el imperio de la ley-, y entender inmediatamente que cuando alguien pretende vulnerarlos apelando al “pueblo” o la “democracia” estamos ante un populista que pretende destruirla. Esto incluye la prevención ante las invocaciones de una mayor democracia directa o la prescripción de mandatos imperativos. A la luz del Brexit, la respuesta de Burke en 1774 a los electores de Bristol continúa siendo válida.
Comentarios
Aunque yo no vea que Trump sea comparable con Pablo Iglesias. Yo lo compararía más con Jesus Gil, que era bastante impresentable, pero que dió la vuelta a Marbella, cuando Marbella estaba hundida en la corrupción y la droga... ( al menos según lo que recuerdo que me contaban gentes de allí.
Y decir que me encantaría, tras el 28 de abril, verle a usted en el gobierno, de ministro de Sanidad, o de Educación y Cultura. Por encima de alguno que no me gusta nada que esté en las listas.
Y Gracias
Para emitir una opinión, es el derecho de todos los hombres; la de los Constituyentes es una opinión importante y respetable, que un Representante siempre debe alegrarse de escuchar; y que siempre debe considerar seriamente. Pero instrucciones autorizadas; Mandatos emitidos, que el Miembro está obligado ciegamente e implícitamente a obedecer, votar y argumentar, aunque sea contrario a la convicción más clara de su juicio y conciencia; Estas son cosas totalmente desconocidas para las leyes de esta tierra, y que surgen de un error fundamental de todo el orden y tenencia de nuestra Constitución.
El Parlamento no es un Congreso de embajadores de intereses diferentes y hostiles; qué intereses debe mantener cada uno, como Agente y Defensor, contra otros Agentes y Defensores; pero el Parlamento es una asamblea deliberativa de una nación, con un interés, el de la totalidad; donde, no los propósitos locales, no deben guiar los prejuicios locales, sino el bien general, resultante de la razón general del todo. Usted elige un miembro de hecho; pero cuando lo ha elegido, no es miembro de Bristol, pero es miembro del Parlamento. Si el constituyente local debe tener un interés, o debe formarse una opinión apresurada, evidentemente opuesta al bien real del resto de la Comunidad, el Miembro de ese lugar debe estar tan lejos, como cualquier otro, de cualquier esfuerzo para otorgarlo. Efecto.
Creo que se toma demasiado en serio los razonamientos-excusas de los cabezones populistas. Es el pretexto para dirigir a las masas hacia sus chalets. Creo que no se lo creen pero les sirve a sus intereses. Métodos modernos para la conquista del poder.
Así el uso de la palabra democracia. Creo que cuando hacen el amor y llegan a algún sitio no dicen ¡ahh! sino ¡democracia! Y nos convencerán de que la banda de Al Capone era democrática porque todos iban a lo mismo. Y la base de todo eso es la incultura que generan en la educación. Hace poco hablaba con una panda de estudiantes de ingeniería informática del último curso. Que no eran monárquicos. Que no se había votado a Felipe. Que mandaba y gastaba. ¡Que nombraba a los ministros!, confundiendo la toma de posesión con el nombramiento. No me diga que los cabeza populistas no son listos. Son una peste pero no les busquemos raíces kantianas. Son listos cabezas de manadas.
¡Suerte!