Pentecostés de 1347. Los romanos que pasan por delante de la iglesia de Sant'Angelo in Pescheria se ven sobresaltados al brotar de ella, entre fanfarrias y estandartes, un grupo de hombres armados. Su líder, precedido por varios heraldos, lleva reluciente armadura y la cabeza descubierta. Hace unas semanas ha aparecido en las paredes del templo una pintura que anunciaba algo parecido: un ángel saliendo de la iglesia, portando una espada desnuda y decidido a salvar a la siempre atribulada Roma. El ángel resulta ser Cola di Rienzo. Ha pasado toda la noche arrodillado, y ahora el notario, que nunca antes ha manejado un arma, emerge empuñando una espada. La acción es el resultado de semanas de incansables reuniones secretas con comerciantes y miembros de la pequeña nobleza romana, todos ellos hartos de la decadencia de Roma, la inseguridad de sus calles y la rapacidad de los gobernantes.
Los conspiradores saben que la milicia senatorial ha sido enviada fuera de la urbe para escoltar un cargamento de grano, y ahora se dirigen con paso decidido hacia el Capitolio. Junto a Cola di Rienzo se encuentra el obispo Raimundo de Orvieto, cardenal vicario que imprudentemente se ha dejado enredar. Curiosos y zascandiles diversos se van sumando a la procesión según se acerca a las escaleras del Capitolio, congregando una aceptable multitud ante la cual los escasos soldados que permanecen frente al palacio senatorial se esfuman prudentemente. Cola di Rienzo asciende solemnemente y propina un sermón a los asistentes. Esta vez no sólo lanza sus habituales diatribas contra los Colonna y sus secuaces; no sólo emite los consabidos lamentos por la suerte de Roma. Ahora lleva también un conjunto de leyes que ha estado redactando a lo largo de las últimas semanas. Los textos son leídos ante la gente, y si bien su contenido no es cabalmente entendido por todos, abunda en palabras altisonantes. En resumen todo el poder os pertenece a vosotros, los romanos, ¿estáis de acuerdo? Sí, sí, ruge la multitud. Ahora sólo falta decidir a quién encomendar la tarea de ejercer ese poder, siempre en nombre y por el bien del pueblo, claro. La claque repartida estratégicamente entre la muchedumbre empieza a gritar el nombre de Cola di Rienzo. El mimetismo, incentivado por la presencia de hombres armados, hace que toda la muchedumbre acabe repitiendo el nombre. En cuestión de momentos, sin saber muy bien cómo ha ocurrido, los romanos tienen una nueva constitución y un nuevo gobernante. Inmediatamente Cola di Rienzo proclama modestamente que él no quiere ser el único gobernante de Roma. Su amor por Roma, proclama, es sólo comparable a su lealtad hacia el Papa, así que propone que el obispo de Orvieto, traído a tal fin, sea su colega en el mando.
El propio obispo Raimundo se encarga de transmitir, envuelta en protestas de fidelidad, la noticia de los cambios a Clemente VI. El caso es que el Papa guarda buen recuerdo de Cola di Rienzo y, tras refunfuñar ante sus allegados, y expresar una protesta sobre las formas empleadas, acaba nombrando a él y a Raimundo Rectores de Roma. Un nuevo éxito del turbulento notario. Pero cuando, transcurridas unas semanas, el enviado papal llega a Roma con los nombramientos, e incluso regalos para los nuevos gobernantes, las cosas han cambiado notablemente. Uno de los Rectores, el obispo de Orvieto, ha sido ya apartado del mando. Y Cola di Rienzo, que ha optado por un título más adecuado a su dignidad, comienza a firmar cartas, órdenes y edictos como “Nicolaus, por la gracia de nuestro señor Jesucristo el severo y misericordioso, Tribuno de la libertad, la paz y la justicia, libertador de la sagrada república romana”. La cosa ha ocurrido así.
Tras realizar una segunda aparición en el Capitolio el Tribuno, dada la situación de necesidad, y siempre pensando en el pueblo de Roma, ha reclamado para sí poderes ilimitados que una vez más ha obtenido por aclamación. A continuación ha emprendido una ofensiva en tres círculos concéntricos, el primero de los cuales es el control efectivo de Roma. Para empezar, necesita dinero para armar su milicia, contentar a los conspiradores, entretener a la plebe, y satisfacer su propia vanidad. Los primeros blancos de sus exacciones son, como era previsible, los senadores y las grandes familias de Roma. Es hora de que empecéis a devolver todo lo que habéis robado, anuncia. Además les obliga a demoler, a su costa, todas las fortificaciones que mantienen dentro de las murallas y en especial las situadas en los puentes sobre el Tiber, vitales para el control de la ciudad. Stefano Colonna, a pesar de sus ochenta años, ruge de furia y desafía al Tribuno. Inmediatamente es organizada una muchedumbre espontánea que se lanza contra su palacio haciéndole huir a sus posesiones de Palestrina. Los demás nobles podrían aún hacer frente al Tribuno, pero han vivido en crónica discordia y ahora no saben muy bien qué hacer: al final, demuestran ser poco más que bandas de matones. Pronto los Orsini, Anibaldi, Savelli, y finalmente el propio hijo de Stefano Colonna, se ven obligados a jurar lealtad a Cola di Rienzo. Los que aún dudan van a parar a los calabozos por los más diversos motivos, y únicamente Giovanni de Vico, señor de Viterbo, y Niccoló Gaetano, conde de Fondi, presentan una resistencia eficaz.
En un movimiento inesperado Cola di Rienzo nombra comandantes de la milicia a dos miembros del clan Orsini, que ha sabido detectar con especial rapidez por dónde sopla ahora el viento. Vico es prontamente derrotado y llevado a Roma, y un nuevo festejo es programado para celebrar la victoria. Precedido por un estandarte que enfatiza su dignidad, Cola di Rienzo, vestido de blanco con cintas y lazos dorados, cabalga un caballo también blanco. Tras él marchan los miembros de la milicia con armaduras bruñidas y un centenar de músicos que se encargan de poner la banda sonora a la escena; y para asegurarse de que la representación satisface por completo al público, desde la comitiva se le arrojan monedas. El festejo es el primero de otros muchos, pues Roma ha quedado convertida en un gran escenario a mayor gloria de Cola di Rienzo.
Las noticias de las andanzas de Cola di Rienzo, que llegan a Aviñón con el retraso habitual, llenan de entusiasmo a Petrarca, que inmediatamente procede a redactar una extensísima carta en la que celebra la libertad recobrada por los romanos:
«No habrá ni uno que no prefiera vivir libre antes que vivir como esclavo, siempre que una gota de sangre romana aún fluya por sus venas».
«Oh, los más ilustres ciudadanos, habéis vivido como esclavos, vosotros a quien todas las naciones antaño sirvieron. A pesar de que los reyes se arrodillaron a vuestros pies, habéis yacido pasivamente bajo la tiranía de unos pocos. Pero lo que hace rebosar la taza del dolor y la vergüenza es pensar que habéis tenido como tiranos a extranjeros y a señores de linaje extranjero (…) El valle de Spoleto reclama a éste. El Rin o el Ródano, o algún oscuro rincón de mundo nos ha mandado al otro. Aquél que hasta hace poco era conducido en triunfo con las manos atadas a la espalda, de cautivo se ha convertido en ciudadano; no, no sólo un ciudadano sino un tirano».
Porque más que de libertad la carta rebosa otra emoción humana más potente: el impulso de pertenencia, el cierre de filas en un grupo y el señalamiento como enemigo del que queda fuera. Petrarca, Cola di Rienzo y los destinatarios de sus mensajes comparten tácitamente una convicción. Los romanos constituyen un pueblo superior, un pueblo elegido que legítimamente gobernó el mundo y que debe recobrar su posición. Esta visión grandiosa choca frontalmente con la evidente decadencia de Roma, despojada de la sede papal y de toda influencia, y del choque brotan simultáneamente la frustración y la ira. La ira necesita conjurar un enemigo, al que se le atribuirá toda la discordancia entre la visión idealizada y la real: una vez eliminado el enemigo, ambas volverán a coincidir. Por eso, para hacer más visible la pureza de los romanos, Petrarca define a los Colonna y Orsini, las familias más influyentes de Roma desde hace siglos, como extranjeros. Con esto hace referencia a los ancestros germánicos de ambas [8] Roma está en decadencia porque extraños al pueblo, impuros, se han adueñado de sus riendas. ¿Cómo podría ser de otro modo?
«Si al menos hubierais tenido este consuelo en vuestra miseria, que erais esclavos de un solo hombre, fuera conciudadano o rey, y no hubierais estado sojuzgados por muchos ladrones extranjeros a la vez».
Definido el enemigo exterior falta por delimitar el interior, los colaboracionistas: todos aquellos que no compartan su entusiasmo por la aventura de Cola di Rienzo. Para estos el poeta tampoco reserva mucha piedad:
«El pueblo de Roma tendrá gran poder siempre que se mantenga unido. Ciertamente ha tenido lugar un comienzo; el deseo ahora existe. Todo aquel que lo sienta de otro modo no debería ser incluido entre los ciudadanos sino entre los enemigos. El estado debe ser aliviado de estos como el cuerpo debe ser liberado de una excrecencia venenosa. Así el estado, aunque menor en número, será más fuerte y saludable (…) Con gente así, o mejor –por expresar realmente lo que siento- con semejantes bestias salvajes toda severidad es benévola, toda piedad es inhumana».
A continuación Petrarca exalta las virtudes de Cola di Rienzo:
«Hay ahora tres de nombre Bruto celebrados en nuestra historia. El primero exilió al orgulloso Tarquino; el segundo mató a Julio César; el tercero ha traído exilio y muerte a los tiranos de nuestra época (…) Éste es sin embargo más parecido al primer Bruto al disimular su naturaleza y ocultar su propósito (…) Si asumió una apariencia falsa como el otro Bruto fue para así, esperando el momento propicio bajo su falsa máscara, poder finalmente revelarse a sí mismo en su verdadero carácter, el liberador del pueblo de Roma».
Aquí Petrarca demuestra que sabe que Cola di Rienzo hace no mucho aceptaba la invitación a la mesa de los nobles a los que ahora persigue con tanta saña, y que entonces lo consideraban un bufón. Un pensamiento perturbador para el que ahora Petrarca, encuentra una explicación; Cola di Rienzo, como el primer Bruto, estaba astutamente disimulando. Es dudoso sin embargo que Cola di Rienzo no haya sentido cierta inquietud al leer el siguiente párrafo:
«Habrá muchos que crean que han conseguido un gran y noble fin si son saludados en las calles (…) Habrá muchos parásitos asquerosos y muertos de hambre que se sienten a la malvada mesa de sus tiranos y engullan ávidamente todo lo que escape de los esófagos de sus señores».
Ajeno a esto Petrarca concluye:
«Tú, hombre extraordinario, te has abierto camino hacia la inmortalidad. Debes perseverar si deseas alcanzar tu objetivo (…) Pero vosotros ciudadanos, ahora que por primera vez realmente merecéis el nombre de ciudadanos, estad plenamente convencidos de que este hombre os ha sido enviado del cielo. Celebradlo como uno de los raros regalos de dios. Arriesgad vuestras vidas en su defensa, porque él también podría haber escogido vivir su vida en esclavitud con el resto».
Controlada y pacificada Roma el Tribuno puede concentrarse en un segundo nivel de influencia. A tal fin envía mensajeros a las principales ciudades y reinos de la península: a los Visconti en Milán, a los Scala en Verona, a los Este en Ferrara, y a los Gonzaga en Mantua; a Venecia, a Florencia, a las ciudades de Umbria. A todos les pide colaboración y les presenta un proyecto ambicioso: “Italia Una”. Juntos seremos más fuertes; es el momento de restaurar la gloria de la antigua Roma. El programa produce curiosidad en algunas ciudades y aprensión en otras. En especial en Florencia y Todi, poco contentas con la perspectiva de una Roma súbitamente ávida de poder.
En la tarde del 31 de julio una nueva comitiva compuesta por banda de música, doscientos caballeros, quinientas damas, lictores, portaestandartes, portadores de la espada de la justicia y Cola di Rienzo, se dirige a Letrán. En el baptisterio, el mismo en el que según la leyenda fue bautizado el emperador Constantino, se ha preparado un lecho para el Tribuno, que a la mañana siguiente emerge convertido en Caballero del Espíritu Santo. Un miembro de los Orsini y un caballero de Perugia han sido designados para ceñir espuelas de oro al antiguo notario. A continuación el antiguo notario toma una espada y la extiende enérgicamente tres veces frente a sí mientras proclama questo è mio, questo è mio, questo è mio. Y a sus anteriores títulos añade Celator Italiae y Amator Orbis: Vigía de Italia y Amante del Mundo.
Notas
[8] Suele decirse en tiempos de Cola di Rienzo que los Colonna provienen de los bancos del Rin. En realidad su genealogía puede trazarse hasta Alberic, conde de Tusculum. El primer Colonna que empieza a hacerse notar en los asuntos de Roma es un tal Petrus de Columpna, que allá por el año 1100 se opone ferozmente al papa Pascual II. A partir de ahí los Colonna se hacen señores de Palestrina y comienzan a ejercer una enorme influencia en los asuntos romanos. Desde el comienzo son gibelinos, partidarios del Sacro Imperio Romano germánico en sus disputas con el Papa. Los antepasados de los Orsini son más difíciles de trazar. Unos los hacen remontar al valle de Spoleto, en Umbria, y otros de nuevo al Rín. Los Orsini son güelfos, partidarios del papa en sus contiendas con el emperador, y eso explica la constante rivalidad entre ambas familias.
Los conspiradores saben que la milicia senatorial ha sido enviada fuera de la urbe para escoltar un cargamento de grano, y ahora se dirigen con paso decidido hacia el Capitolio. Junto a Cola di Rienzo se encuentra el obispo Raimundo de Orvieto, cardenal vicario que imprudentemente se ha dejado enredar. Curiosos y zascandiles diversos se van sumando a la procesión según se acerca a las escaleras del Capitolio, congregando una aceptable multitud ante la cual los escasos soldados que permanecen frente al palacio senatorial se esfuman prudentemente. Cola di Rienzo asciende solemnemente y propina un sermón a los asistentes. Esta vez no sólo lanza sus habituales diatribas contra los Colonna y sus secuaces; no sólo emite los consabidos lamentos por la suerte de Roma. Ahora lleva también un conjunto de leyes que ha estado redactando a lo largo de las últimas semanas. Los textos son leídos ante la gente, y si bien su contenido no es cabalmente entendido por todos, abunda en palabras altisonantes. En resumen todo el poder os pertenece a vosotros, los romanos, ¿estáis de acuerdo? Sí, sí, ruge la multitud. Ahora sólo falta decidir a quién encomendar la tarea de ejercer ese poder, siempre en nombre y por el bien del pueblo, claro. La claque repartida estratégicamente entre la muchedumbre empieza a gritar el nombre de Cola di Rienzo. El mimetismo, incentivado por la presencia de hombres armados, hace que toda la muchedumbre acabe repitiendo el nombre. En cuestión de momentos, sin saber muy bien cómo ha ocurrido, los romanos tienen una nueva constitución y un nuevo gobernante. Inmediatamente Cola di Rienzo proclama modestamente que él no quiere ser el único gobernante de Roma. Su amor por Roma, proclama, es sólo comparable a su lealtad hacia el Papa, así que propone que el obispo de Orvieto, traído a tal fin, sea su colega en el mando.
El propio obispo Raimundo se encarga de transmitir, envuelta en protestas de fidelidad, la noticia de los cambios a Clemente VI. El caso es que el Papa guarda buen recuerdo de Cola di Rienzo y, tras refunfuñar ante sus allegados, y expresar una protesta sobre las formas empleadas, acaba nombrando a él y a Raimundo Rectores de Roma. Un nuevo éxito del turbulento notario. Pero cuando, transcurridas unas semanas, el enviado papal llega a Roma con los nombramientos, e incluso regalos para los nuevos gobernantes, las cosas han cambiado notablemente. Uno de los Rectores, el obispo de Orvieto, ha sido ya apartado del mando. Y Cola di Rienzo, que ha optado por un título más adecuado a su dignidad, comienza a firmar cartas, órdenes y edictos como “Nicolaus, por la gracia de nuestro señor Jesucristo el severo y misericordioso, Tribuno de la libertad, la paz y la justicia, libertador de la sagrada república romana”. La cosa ha ocurrido así.
Tras realizar una segunda aparición en el Capitolio el Tribuno, dada la situación de necesidad, y siempre pensando en el pueblo de Roma, ha reclamado para sí poderes ilimitados que una vez más ha obtenido por aclamación. A continuación ha emprendido una ofensiva en tres círculos concéntricos, el primero de los cuales es el control efectivo de Roma. Para empezar, necesita dinero para armar su milicia, contentar a los conspiradores, entretener a la plebe, y satisfacer su propia vanidad. Los primeros blancos de sus exacciones son, como era previsible, los senadores y las grandes familias de Roma. Es hora de que empecéis a devolver todo lo que habéis robado, anuncia. Además les obliga a demoler, a su costa, todas las fortificaciones que mantienen dentro de las murallas y en especial las situadas en los puentes sobre el Tiber, vitales para el control de la ciudad. Stefano Colonna, a pesar de sus ochenta años, ruge de furia y desafía al Tribuno. Inmediatamente es organizada una muchedumbre espontánea que se lanza contra su palacio haciéndole huir a sus posesiones de Palestrina. Los demás nobles podrían aún hacer frente al Tribuno, pero han vivido en crónica discordia y ahora no saben muy bien qué hacer: al final, demuestran ser poco más que bandas de matones. Pronto los Orsini, Anibaldi, Savelli, y finalmente el propio hijo de Stefano Colonna, se ven obligados a jurar lealtad a Cola di Rienzo. Los que aún dudan van a parar a los calabozos por los más diversos motivos, y únicamente Giovanni de Vico, señor de Viterbo, y Niccoló Gaetano, conde de Fondi, presentan una resistencia eficaz.
En un movimiento inesperado Cola di Rienzo nombra comandantes de la milicia a dos miembros del clan Orsini, que ha sabido detectar con especial rapidez por dónde sopla ahora el viento. Vico es prontamente derrotado y llevado a Roma, y un nuevo festejo es programado para celebrar la victoria. Precedido por un estandarte que enfatiza su dignidad, Cola di Rienzo, vestido de blanco con cintas y lazos dorados, cabalga un caballo también blanco. Tras él marchan los miembros de la milicia con armaduras bruñidas y un centenar de músicos que se encargan de poner la banda sonora a la escena; y para asegurarse de que la representación satisface por completo al público, desde la comitiva se le arrojan monedas. El festejo es el primero de otros muchos, pues Roma ha quedado convertida en un gran escenario a mayor gloria de Cola di Rienzo.
Las noticias de las andanzas de Cola di Rienzo, que llegan a Aviñón con el retraso habitual, llenan de entusiasmo a Petrarca, que inmediatamente procede a redactar una extensísima carta en la que celebra la libertad recobrada por los romanos:
«No habrá ni uno que no prefiera vivir libre antes que vivir como esclavo, siempre que una gota de sangre romana aún fluya por sus venas».
«Oh, los más ilustres ciudadanos, habéis vivido como esclavos, vosotros a quien todas las naciones antaño sirvieron. A pesar de que los reyes se arrodillaron a vuestros pies, habéis yacido pasivamente bajo la tiranía de unos pocos. Pero lo que hace rebosar la taza del dolor y la vergüenza es pensar que habéis tenido como tiranos a extranjeros y a señores de linaje extranjero (…) El valle de Spoleto reclama a éste. El Rin o el Ródano, o algún oscuro rincón de mundo nos ha mandado al otro. Aquél que hasta hace poco era conducido en triunfo con las manos atadas a la espalda, de cautivo se ha convertido en ciudadano; no, no sólo un ciudadano sino un tirano».
Porque más que de libertad la carta rebosa otra emoción humana más potente: el impulso de pertenencia, el cierre de filas en un grupo y el señalamiento como enemigo del que queda fuera. Petrarca, Cola di Rienzo y los destinatarios de sus mensajes comparten tácitamente una convicción. Los romanos constituyen un pueblo superior, un pueblo elegido que legítimamente gobernó el mundo y que debe recobrar su posición. Esta visión grandiosa choca frontalmente con la evidente decadencia de Roma, despojada de la sede papal y de toda influencia, y del choque brotan simultáneamente la frustración y la ira. La ira necesita conjurar un enemigo, al que se le atribuirá toda la discordancia entre la visión idealizada y la real: una vez eliminado el enemigo, ambas volverán a coincidir. Por eso, para hacer más visible la pureza de los romanos, Petrarca define a los Colonna y Orsini, las familias más influyentes de Roma desde hace siglos, como extranjeros. Con esto hace referencia a los ancestros germánicos de ambas [8] Roma está en decadencia porque extraños al pueblo, impuros, se han adueñado de sus riendas. ¿Cómo podría ser de otro modo?
«Si al menos hubierais tenido este consuelo en vuestra miseria, que erais esclavos de un solo hombre, fuera conciudadano o rey, y no hubierais estado sojuzgados por muchos ladrones extranjeros a la vez».
Definido el enemigo exterior falta por delimitar el interior, los colaboracionistas: todos aquellos que no compartan su entusiasmo por la aventura de Cola di Rienzo. Para estos el poeta tampoco reserva mucha piedad:
«El pueblo de Roma tendrá gran poder siempre que se mantenga unido. Ciertamente ha tenido lugar un comienzo; el deseo ahora existe. Todo aquel que lo sienta de otro modo no debería ser incluido entre los ciudadanos sino entre los enemigos. El estado debe ser aliviado de estos como el cuerpo debe ser liberado de una excrecencia venenosa. Así el estado, aunque menor en número, será más fuerte y saludable (…) Con gente así, o mejor –por expresar realmente lo que siento- con semejantes bestias salvajes toda severidad es benévola, toda piedad es inhumana».
A continuación Petrarca exalta las virtudes de Cola di Rienzo:
«Hay ahora tres de nombre Bruto celebrados en nuestra historia. El primero exilió al orgulloso Tarquino; el segundo mató a Julio César; el tercero ha traído exilio y muerte a los tiranos de nuestra época (…) Éste es sin embargo más parecido al primer Bruto al disimular su naturaleza y ocultar su propósito (…) Si asumió una apariencia falsa como el otro Bruto fue para así, esperando el momento propicio bajo su falsa máscara, poder finalmente revelarse a sí mismo en su verdadero carácter, el liberador del pueblo de Roma».
Aquí Petrarca demuestra que sabe que Cola di Rienzo hace no mucho aceptaba la invitación a la mesa de los nobles a los que ahora persigue con tanta saña, y que entonces lo consideraban un bufón. Un pensamiento perturbador para el que ahora Petrarca, encuentra una explicación; Cola di Rienzo, como el primer Bruto, estaba astutamente disimulando. Es dudoso sin embargo que Cola di Rienzo no haya sentido cierta inquietud al leer el siguiente párrafo:
«Habrá muchos que crean que han conseguido un gran y noble fin si son saludados en las calles (…) Habrá muchos parásitos asquerosos y muertos de hambre que se sienten a la malvada mesa de sus tiranos y engullan ávidamente todo lo que escape de los esófagos de sus señores».
Ajeno a esto Petrarca concluye:
«Tú, hombre extraordinario, te has abierto camino hacia la inmortalidad. Debes perseverar si deseas alcanzar tu objetivo (…) Pero vosotros ciudadanos, ahora que por primera vez realmente merecéis el nombre de ciudadanos, estad plenamente convencidos de que este hombre os ha sido enviado del cielo. Celebradlo como uno de los raros regalos de dios. Arriesgad vuestras vidas en su defensa, porque él también podría haber escogido vivir su vida en esclavitud con el resto».
Controlada y pacificada Roma el Tribuno puede concentrarse en un segundo nivel de influencia. A tal fin envía mensajeros a las principales ciudades y reinos de la península: a los Visconti en Milán, a los Scala en Verona, a los Este en Ferrara, y a los Gonzaga en Mantua; a Venecia, a Florencia, a las ciudades de Umbria. A todos les pide colaboración y les presenta un proyecto ambicioso: “Italia Una”. Juntos seremos más fuertes; es el momento de restaurar la gloria de la antigua Roma. El programa produce curiosidad en algunas ciudades y aprensión en otras. En especial en Florencia y Todi, poco contentas con la perspectiva de una Roma súbitamente ávida de poder.
En la tarde del 31 de julio una nueva comitiva compuesta por banda de música, doscientos caballeros, quinientas damas, lictores, portaestandartes, portadores de la espada de la justicia y Cola di Rienzo, se dirige a Letrán. En el baptisterio, el mismo en el que según la leyenda fue bautizado el emperador Constantino, se ha preparado un lecho para el Tribuno, que a la mañana siguiente emerge convertido en Caballero del Espíritu Santo. Un miembro de los Orsini y un caballero de Perugia han sido designados para ceñir espuelas de oro al antiguo notario. A continuación el antiguo notario toma una espada y la extiende enérgicamente tres veces frente a sí mientras proclama questo è mio, questo è mio, questo è mio. Y a sus anteriores títulos añade Celator Italiae y Amator Orbis: Vigía de Italia y Amante del Mundo.
Notas
[8] Suele decirse en tiempos de Cola di Rienzo que los Colonna provienen de los bancos del Rin. En realidad su genealogía puede trazarse hasta Alberic, conde de Tusculum. El primer Colonna que empieza a hacerse notar en los asuntos de Roma es un tal Petrus de Columpna, que allá por el año 1100 se opone ferozmente al papa Pascual II. A partir de ahí los Colonna se hacen señores de Palestrina y comienzan a ejercer una enorme influencia en los asuntos romanos. Desde el comienzo son gibelinos, partidarios del Sacro Imperio Romano germánico en sus disputas con el Papa. Los antepasados de los Orsini son más difíciles de trazar. Unos los hacen remontar al valle de Spoleto, en Umbria, y otros de nuevo al Rín. Los Orsini son güelfos, partidarios del papa en sus contiendas con el emperador, y eso explica la constante rivalidad entre ambas familias.
Comentarios
Me resultan interesantes dos cosas: la clase social del caudillo demagógico, porque las más de las veces proviene de los círculos subalternos de las élites y no de los menesterosos cuyos sufrimientos inflaman su discurso −lo que podríamos llamar la legitimidad de los buenos sentimientos− y donde el resentimiento desempeña un papel no pequeño; y sobre todo la adhesión entusiástica del intelectual que pone su prestigio al servicio de la legitimación del arribista; no falla, siempre hay un primavera mejor o peor intencionado.
Muy interesante; esperaré al desenlace. Don Navarth, muchas gracias.
Estoy completamente fascinada, y esperando los nuevos capítulos con verdadera impaciencia. Y yendo a la Wikipedia a ver si me entero de lo que va a ocurrir en la siguiente entrega.
Y, por supuesto, haciendo paralelismos con el panorama actual.
Un abrazo, y Gracias de nuevo