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CINE DE VERANO: CRIATURAS ADORABLES


¿Es compatible la maldad con la infancia? Veamos algunas versiones del asunto. En El pueblo de los condenados unos niños rubitos e inocentes se comportan de forma extraña, se dedican a hacer faenas a los adultos, e incluso a ocasionarles la muerte. El desasosiego que experimenta el espectador proviene de contrastar la maldad que despliegan los niños en la pantalla con su propia visión de la infancia como epítome de la inocencia, la bondad, y la ausencia de malicia. En este caso, sin embargo, todo tiene una explicación -por llamarlo de alguna manera-. Resulta que el pueblo ha sido infectado de la manera más peregrina por una entidad extraterrestre, que ha dejado inconscientes a todos sus habitantes y ha fecundado, de manera no convencional, a todas sus hembras en edad de merecer, fueran casadas, solteras, o viudas -las explicaciones que se ven obligadas a dar, las pobres, cuando comprueban su gravidez constituyen los mejores momentos de esta película que, por lo demás, es bastante mala-. ¡Ah bueno!, dice al final el espectador, eran malos pero es que eran extraterrestres. La normalidad se restablece, y la infancia vuelve a ser situada en el edén. Este mismo esquema -inconcebible maldad infantil, ocasionalmente provocada por la irrupción de una influencia negativa en el maravilloso mundo de la infancia- es el mismo que se produce en Los chicos del maíz, en el que unos niños de estética amish se dedican a sacrificar a los adultos a un improbable ser demoníaco, «el que camina más allá de los surcos».

En El buen hijo Macaulay Culkin es, decididamente, malísimo, y no tiene el atenuante de ser extraterrestre. Es un psicópata que ha descubierto que las reglas de la moral sólo te afectan cuando las acatas íntimamente, pero que cuando decides prescindir de ellas lo único importante es que no te pillen. El buen hijo (de puta) no resulta del todo convincente: tiene sencillamente el comportamiento de un malo adulto metido en el cuerpo de un niño con aspecto angelical. Tampoco aquí se entra a discutir la supuesta Arcadia de la infancia.

El que realmente se mete en faena es Alexander Mackendrick en Viento en las velas. Mackendrick es, en los 40 y 50 del siglo XX, el director estrella de los estudios londinenses Ealing, a los que aporta algunas de sus mejores películas: Whisky a go-go, El hombre del traje blanco, o El quinteto de la muerte. Mackendrick abandona esa visión tácita según la cual los niños son seres angelicales, aún no corrompidos por la civilización. Para él son inocentes en el sentido de que aún no se enteran cabalmente de la realidad, pero es precisamente la civilización la que los va amaestrando. En realidad, si los juzgamos con los parámetros adultos, los niños pueden llegar a ser bastante cabrones. No es la civilización la que corrompe al buen salvaje, sino la que lo convierte en persona.


En Viento en las velas, los protagonistas son los hijos de una pareja de ingleses afincados en Jamaica. Los niños viven como salvajes, y los padres deciden que ha llegado el momento de enviarlos a Inglaterra (la civilización) para que sean convenientemente adiestrados. Pero por el camino son involuntariamente secuestrados por un grupo de piratas dirigidos por Chávez (Anthony Quinn) y su segundo Zac (James Coburn). Piratas y niños interactuarán de forma deficiente. Los niños no se enteran de nada. Y los piratas son adultos, pero extraordinariamente supersticiosos. Éstos no sólo no se enteran de que los niños no se enteran, sino que atribuyen a sus juegos una sabiduría oculta, llena de funestos presagios y malos augurios -obsérvese, por cierto, que el que ha diseñado el cartel de la película, que parece el de un vodevil, tampoco se ha enterado de nada-. Chávez, por su parte, se sentirá atraído por Emily, la niña mayor de los ingleses, pero afortunadamente se contendrá. Chávez es pirata, pero tiene restricciones morales. No así los niños.

¡Ojo! A partir de aquí esta entrada se convierte en un spoiler -que en cristiano quiere decir que les voy a destripar la película-, así que, si no la han visto, no sigan leyendo. Los piratas tratan bien a los niños, pero Emily acaba matando a un capitán holandés que ha sido hecho prisionero por los piratas. Capturados y juzgados por los ingleses, la niña descarga su responsabilidad en Chávez, lo que llevará a toda la tripulación a la horca. El capitán pirata, que no contradice el testimonio de Emily, se lo toma con filosofía:

– Bueno, tenían que ahorcar a alguien.
– Pero yo no quiero morir siendo inocente (protesta Zac).
– Bueno Zac, pero de algo serás culpable (y se ríe).

El final de la película presenta a los niños jugando alegremente en un parque, en la más convencional de las visiones idealizadas de la infancia. Una imagen por cuya preservación ha aceptado morir Chávez. La niña se interrumpe para contemplar una goleta de juguete en un estanque cercano. Es evidente que está pensando en el barco en el que ha pasado las últimas semanas. Y cabe sospechar, también, que no distingue bien los límites entre el juguete contemplado y la realidad vivida. Por su parte, los piratas que se encaminan a la horca por la acción de la niña, los distinguen perfectamente.

James Coburn está especialmente desgarbado en esta película, pero Anthony Quinn está genial. Les recomiendo que la vean en v.o. subtitulada, porque la tripulación pirata es hispanoparlante, y Quinn –obviamente- habla español estupendamente.

Esta entrada se publicó en una nave amiga

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