Con los meses los detalles fueron enriqueciéndose notablemente. Un niño de 10 años testificó que, además del sospechoso principal, había participado un notorio abogado de Los Ángeles que, de paso, había degollado cientos de animales en extraños rituales. Habló también de misteriosos túneles por los que eran extraídos de la guardería, pero las excavaciones no encontraron nada más que un caparazón de galápago, posiblemente sacrificado. Otro niño contó que también había sido violado por curas y monjas ancianas a lo largo de una docena de orgías satánicas, una de las cuales había acabado en una tienda de alimentos saludables donde obligaron a comer a los niños «pimientos y otras cosas crudas».
No era el único caso truculento que aquejaba a Estados Unidos en esa época. Desde 1982 se estaba investigando en el condado de Kern (California) un caso en el que dos niñas afirmaban haber sido molestadas conjuntamente por su padre y su padrastro, que las habían colgado de ganchos, flagelado, filmado y cedido a extraños en un motel de la zona. En realidad, contaban las niñas, muchos otros niños del condado habían pasado por similar ordalía, y en el juicio subsiguiente los padres de la niña original obtendrían una pena acumulada de exactamente 1.000 años.
En Malden (Massachusetts) el propietario de una guardería y sus dos hijos estaban siendo juzgados por haber abusado de 40 niños a los que llevaban a un lugar llamado «el cuarto mágico». En Niles, Michigan, el hijo del dueño de otra guardería fue condenado a 75 años por abusos; los niños afirmaban que habían sido drogados, obligados a desenterrar cadáveres y a sacrificar animales en misteriosas ceremonias. En Chicago el conserje de otro centro estaba siendo acusado de haber hervido e ingerido un niño. En los Ángeles, unos niños acusaron a un profesor de haber descuartizado un caballo con un machete. El psiquiatra Ronald Summit describió estos episodios como «la mayor amenaza para nuestros niños y nuestra sociedad que deberemos afrontar en nuestras vidas». No es de extrañar que en la Comisión de Justicia del Senado en 1984 se afirmara que «el abuso infantil ha alcanzado niveles de epidemia». Más tarde se conocería como el pánico de los abusos rituales satánicos.
El pánico y la suspensión de la incredulidad fueron graduales -en 1969 Anton LaVey había publicado su Biblia Satánica; en 1973 había triunfado El exorcista- pero sin duda uno de sus hitos fue la publicación, en 1980, de Michelle remembers por el psiquiatra Michael Pazder. El libro, un relato biográfico de una de sus pacientes, alcanzó una gran popularidad y reportó enormes beneficios a su autor, algo notable si se tiene en cuenta que, no sólo incluía la violación en orgías satánicas de Michelle, su profanación con excrementos y el asesinato ritual de otro niño, sino también que doctores miembros de la secta le habían implantado quirúrgicamente unos cuernos y un rabo para un ritual en el que había participado Satán en persona –si tal calificación es correcta-, lo que había finalmente provocado la intervención conjunta de Jesucristo, la virgen María y el arcángel Gabriel, que habían restablecido la normalidad y devuelto a la infortunada Michelle a su situación previa. Al principio me preguntaba si se lo estaba inventando todo, comentó Pazder, pero si se trataba de un fraude habría sido el fraude más asombroso de la historia. Tenía razón.
El caso es que la superestrella Pazder se dedicó a viajar por el país formando a profesionales de la salud y fuerzas de seguridad de cómo afrontar correctamente la amenaza satanista. En una presentación a la Asociación Americana de Psiquiatría introdujo el término «abuso ritual», porque inventar términos es esencial al establecer las reglas de un nuevo juego. Los psicólogos y psiquiatras que eran formados en los arcanos del abuso ritual se convertían a su vez en formadores, lo que les proporcionaba a su vez tangibles beneficios. El dogma básico era «Believe the children» que se basaba en un planteamiento virtuoso: no agravemos el trauma sufrido poniendo en duda lo que dicen. De acuerdo con Summit, cuanto más ilógico e increíble el testimonio del niño, más probable era que fuera cierto. Resume Will Storr en The status game:
«Adhiriéndose a la regla sagrada de Hay que creer a los niños, ninguna declaración resultó suficientemente inverosímil. Los niños contaron que les habían grapado los párpados, que habían sido enterrados en ataúdes sin aire, y que habían visto a un abogado matar a cientos de animales. Otros habían sido: abusados sexualmente por un rebaño de monjas ancianas; arrojados de barcos a bancos de tiburones; arrojados por inodoros hasta cámaras subterráneas donde abusaban de ellos; llevados a cementerios para matar tigres bebés; encerrados en sótanos llenos de leones rugientes. También vieron ataúdes desenterrados y sus cadáveres extraídos y apuñalados; pasaron por túneles secretos, aviones, gimnasios, mansiones, lavaderos de coches y globos aerostáticos. Todos estos abusos ocurrieron de alguna manera mientras los niños estaban en la guardería, siendo devueltos elegantemente a sus padres al final de cada día sin mostrar signos de los horrores que habían sufrido».
El caso es que, aunque las barreras de la incredulidad hubieran sido volatilizadas, los investigadores encontraban difícil continuar con sus pesquisas. Es cierto que los abusos son muy difíciles de probar -las caricias y tocamientos pueden no dejar rastro físico- pero aparentemente se habían producido penetraciones vaginales y anales. ¿Dónde estaban las heridas o los restos orgánicos? Y, ya puestos ¿dónde estaban las películas pornográficas, los túneles, los altares satánicos, los cadáveres mutilados, los cachorros de tigre muertos, o los pimientos y las tiendas saludables? No había nada más que la palabra de los niños, y los trabajadores sociales habían desarrollado peculiares métodos de interrogatorio. En principio el niño estaría poco predispuesto a confesar los abusos al temer las consecuencias y posibles amenazas, así que había que dirigir el interrogatorio. Cuando -a través de ese interrogatorio perfectamente dirigido- el niño admitía los hechos estaba obviamente diciendo la verdad. Y si posteriormente se retractaba no hacía más que confirmar la existencia del abuso y el temor: había que ignorarlo. De modo que el testimonio del niño, único elemento sobre el que se basaban las investigaciones y las eventuales condenas, era encaminado a la confirmación del abuso por los asistentes sociales, y en ese momento se hacía intocable.
En cuanto a la ausencia de señales físicas, los expertos desarrollaron el concepto de «microtraumas». Mediante colposcopios encontraron en los cuerpos de las niñas señales que actualmente se consideran perfectamente irrelevantes. Las de los niños eran más pintorescas: aplicaban una torunda en las cercanías del ano, y si este mostraba disposición a abrirse delataba el abuso sufrido.
En toda la marejada la presunción de inocencia se debilitó notablemente, pero era por un buen fin. ¿Es que nadie va a pensar en los niños?, que diría la señora Flanders. Con frecuencia el desplazamiento era sutil. En el programa «El secreto mejor guardado» de la cadena 20/20 un reportero afirmó que los acusados eran inocentes hasta que se probase lo contrario… e inmediatamente se contradijo dando por ciertos los abusos -¿cuán profundamente marcados han quedado estos niños? ¿se recobrarán algún día?-. Los acusados comenzaron a comprar la fiebre inquisitorial que padecían con los juicios de Salem y posterior quema de brujas, y la comparación era bastante precisa.
¿Cómo ocurrió? Tendemos a simplificar la realidad en un relato, una gigantesca película. Y de todos los guiones disponibles escogeremos aquél que nos proporcione los mejores papeles, es decir, los mejor remunerados -con ello conseguiremos mayores posibilidades de supervivencia y reproducción- y los más emocionantes -con ello daremos sentido a nuestra vida-. Cuando un número suficiente de agentes consigue imponer el guion que más les interesa estamos ante lo que Gramsci llama hegemonía, y Will Storr «el juego del estatus».
Una lucha contra las misteriosas fuerzas del mal es, sin duda, un guion muy emocionante, y en él se estaban repartiendo papeles muy bien pagados: los «expertos» en abuso ritual satánico -psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales, investigadores… Súbitamente muy valorados, prestaban sus servicios, asesoraban y formaban a otros expertos. Como es natural, cuando estos retornaban a sus lugares de origen conseguían destapar numerosos casos de abuso hasta entonces indetectados: el cazador de brujas necesita seguir encontrándolas para mantener su estatus. Pueden ver un ejemplo del conocimiento que se manejaba en este fragmento del vídeo The Law Enforcement Guide to Satanic Cults (Guía sobre sectas satánicas para las fuerzas del orden):
Si lo encuentran tronchante -lo es-, rían y luego piensen que actualmente el woke -el guion hegemónico de la película de nuestra época- se está encargando de proporcionar abundante material hilarante para los que nos contemplen en el futuro.
Así se fue desarrollando la historia de los abusos rituales satánicos. A veces se llama «pánico moral» a esta cadena de episodios, pero no creo que sea una denominación correcta. Con frecuencia los que propagaron la epidemia no estaban guiados por el pánico, ni -aunque la protección de los niños fuera continuamente enarbolada- por la moral, sino por sus propios intereses en el juego. Y no sólo los expertos estaban interesados en el triunfo del guion satánico, por muy deficiente que fuera. El fiscal del condado de Kern usó los casos de abusos rituales para lanzar su carrera… sobre las condenas de personas que años más tarde serían exoneradas. También participaron los políticos, como lo hacen siempre que contemplan una mercancía que interesa a los votantes. Y por supuesto los ciudadanos de a pie. Algunos por credulidad; otros, sencillamente, porque entendieron rápidamente que, cuando los inquisidores se ponen en movimiento, conviene estar en el extremo correcto de la antorcha.
(Más sobre esto en We believe the children. Richard Beck)
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