En una perturbadora escena de Lo que queda del día -la magnífica película de James Ivory sobre el libro de Ishiguro- los invitados filonazis de Lord Darlington defienden lo absurdo del sufragio universal. ¿Cómo puede darse el voto a quien no conoce en profundidad los temas sobre los que se decide? Para demostrarlo someten a un humillante test al mayordomo Anthony Hopkins, que se ve incapaz de responder sobre complicados asuntos económicos y de política internacional.
Según la visión convencional de la democracia, son los votantes los que deciden cuáles son las políticas que consideran más convenientes, y escogen a continuación a aquellos que consideran más adecuados para llevarlas a cabo. Los partidos que gobernarán, por tanto, serán aquellos cuyas políticas encajen mejor en las preferencias de un mayor número de votantes. Entonces la secuencia sería esta: primero está la voluntad de los votantes; luego los partidos que la ejecutan en representación de aquellos.
La evidencia científica, que Christopher Achen y Larry Bartels recogen en Democracy for Realists: Why Elections Do Not Produce Responsive Government, demuestra que las cosas no son exactamente así. Desde los años 50 y 60 numerosos estudios muestran sistemáticamente a un votante pobremente informado, incapaz de identificar las cuestiones más básicas de las políticas de los partidos. Más aún, el votante, por lo general, no sólo es incapaz de identificar las políticas que defiende o practica un determinado partido: tampoco tiene una clara preferencia sobre esas políticas. En realidad, el votante no suele abandonar a su partido aunque éste altere dramáticamente su posición. En cuanto a los votantes más “preparados” –como los amigos de Lord Darlington- la cosa no es mucho mejor: por lo general repiten las consignas de la opción política a la que se han adherido, aunque sus racionalizaciones son más sofisticadas.
Ni siquiera parece cierto –otra de las asunciones de la teoría clásica- que el votante juzgue el desempeño de los gobernantes a la hora de decidir, premiándolos si ha sido bueno, y penalizándolos en caso contrario. Los estudios demuestran que los votantes tenemos una visión miope que nos lleva a valorar exclusivamente la situación económica en el momento de la elección; esto lo saben bien los políticos, que acostumbran a disparar el gasto en periodo preelectoral. Tenemos, además, una acusada tendencia a penalizar al gobernante por cualquier acontecimiento adverso, independientemente de que estuviera por completo fuera de su control: en 1916 Woodrow Wilson perdió muchos votos en las zonas costeras por los ataques mortales de un tiburón blanco en New Jersey.
¿Qué es lo que queda entonces? ¿Por qué deciden los electores? Básicamente por cuestiones identitarias de grupo: no escogemos a los partidos porque defienden las políticas que queremos, sino porque entendemos que representan lo que somos. Cómo decidimos esto último es algo que merece un análisis aparte, aunque posiblemente no sea muy diferente a lo que nos lleva a identificarnos con un equipo de fútbol –según el "ecualizador moral" de Jonathan Haidt, la diferencia de intensidad en un número limitado de intuiciones morales podría explicar la adscripción a derecha o a izquierda-. En todo caso las conclusiones de Achen y Bartels son poco estimulantes:
«Concluimos que las lealtades grupales y partidistas, y no las preferencias políticas o las ideologías, son fundamentales en la política democrática. Por lo tanto, una teoría realista de la democracia debe ser construida, no en la Ilustración francesa, ni en el liberalismo británico, ni en el progresismo americano, con su devoción a la racionalidad humana y el individualismo, sino en las percepciones de los críticos de estas tradiciones, que reconocieron que la vida humana es la vida en grupo».
No nos apresuremos a descartar la Ilustración, ni el liberalismo, ni el magnífico oasis que occidente ha sido capaz de construir. Pero, para preservarlo y mejorarlo, tal vez tengamos que aceptar que el oasis era en parte espejismo: tenemos una serie de problemas ante los que no podemos apartar la mirada.
En primer lugar, si la democracia es una cuestión de relaciones entre grupos/identidades debemos estar permanentemente en guardia ante nuestra predisposición evolutiva a entenderla como una competición de suma-cero entre tribus -o, en los casos más extremos, como una lucha religiosa a muerte entre el bien (nosotros) y el mal (ellos)-. Las presunciones y los dobles raseros son un subproducto de esta visión. Constatemos aquí, por cierto, que hay identidades políticas mucho más beligerantes que otras.
En segundo lugar, tengamos en cuenta que cuando existen identidades entrecruzadas en una sociedad el nivel de conflictividad es menor. Pero si una identidad política consigue reunir además otras identidades beligerantes –raciales, religiosas, ideológicas…- puede crear una mega-identidad hegemónica con vocación de aislar a una parte de la sociedad, lo que a su vez puede provocar una ruptura severa de la convivencia. Lo hemos visto en Cataluña, y lo vemos ahora en el resto de España.
En tercer lugar, puesto que tendemos a seguir a los partidos aunque cambien de opinión, la actuación de líderes poco escrupulosos puede acabar llevando a sus votantes, de manera inadvertida, a posiciones morales poco recomendables. También lo estamos viendo en la actualidad.
Comentarios
Muy de acuerdo con lo que pone. Me imagino que propondrá remedios a la complicidad con los bestias.
Y entonces
¿ Que podemos hacer ?
Hubo una iniciativa para que los votos en blanco y las abstenciones se tuvieran en cuenta, e impidieran que hubiera quorum para poder cambiar según qué leyes fundamentales. Pero de aquello nunca más se supo.
Yo misma, estoy de acuerdo con muchas de las peticiones que hacen los de H.O. , por ejemplo, y les firmo esas peticiones, pero no me atrevo a contribuir económicamente con ellos, porque no se comprometen a utilizar mi dinero exclusivamente para favorecer aquello con lo que estoy de acuerdo, y sé que iba a acabar ayudando a otras iniciativas que no me gustan nada...
Comprendo muy bien a personas como el dueño de ZARA, que regala aparatos y mascarillas, y tests a los hospitales. Y claro, también comprendo la manía que le tienen los de los distintos gobiernos, porque ese dinero va a donde él quiere, en vez de ir a los impuestos, para que ellos se lo gasten como les parezca ; o sea, en subvencionar chiringuitos amigos, en...
Pues eso ; ¿ Que podemos hacer los de a pié ?