Cuenta Simon Leys que la historia del Batavia lo fascinó, que se dedicó a recolectar información sobre el asunto, y que nunca se lanzaba a escribir un libro porque diversas contingencias –la pereza entre ellas- se cruzaban continuamente en su camino. Por eso, cada vez que algo nuevo sobre el buque era publicado acudía a leerlo con aprensión, temiendo que esta vez el autor hubiera acertado con el enfoque y le hubiera pisado la historia. Y así fue ocurriendo, cuenta Leys, hasta que Mike Dash publicó La tumba del Batavia. Leys entonces escribió el suyo, recomendando modestamente a los lectores que acudan al de Dash, mucho más completo, y que utilicen el suyo simplemente como complemento o resumen.
El caso es que nada en el libro de Dash justifica las amables palabras de Leys. La historia -efectivamente apasionante- es sofocada y sepultada bajo una hojarasca de información inútil. Cabe pensar que tal vez Leys leyó el libro, extrajo el cadáver del relato de entre sus interminables páginas, y lo devolvió a la vida en su propio libro.
El Batavia era un navío de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Compuesta por mercaderes dedicados al comercio de las especias, la Compañía, con ejército propio, capacidad para firmar tratados e incluso para acuñar moneda, reunía poderes similares a un estado, y en todo caso puede considerarse la primera multinacional. En 1629 el Batavia, con 320 pasajeros a bordo –hombres, mujeres y niños-, realizaba un trayecto habitual consistente en doblar el cabo de Buena Esperanza, descender hasta encontrar los “cuarenta bramadores”, los fuertes vientos del oeste que circulan por el paralelo 40, para luego ascender con vientos del sureste en dirección a Java. Los viajes eran inciertos en ese momento porque, si bien los marinos sabían localizarse en latitud –la distancia con respecto al ecuador- era extremadamente difícil orientarse en longitud –la distancia con respecto al meridiano base, actualmente Greenwich-. Por esa razón, impulsado por los “cuarenta bramadores” el Batavia avanzó mucho más hacia el este de lo previsto, ascendió al norte en un ágil rumbo largo, y se empotró sin mayores ceremonias contra los arrecifes de Houtman Abrolhos, descubiertos diez años antes por otro buque de la Compañía de manera menos abrupta que el propio Batavia.
Los Houtman Abrolhos son una cadena de islotes inhóspitos -algunos meras rocas-, poblados por arbustos raquíticos abrumados por el viento, y rodeados por barreras de coral y aguas cristalinas que los tripulantes del Batavia no estaban en condiciones de apreciar. Utilizando dos de los botes del barco, más de la mitad de los pasajeros fueron evacuados a un islote cercano. Entretanto marineros de menor rango habían optado por saquear las bodegas y estaban empezando a vaciar sus barriles, y ante el temor de que intentaran apoderarse de las embarcaciones la evacuación se interrumpió. Quedaron en los restos del barco setenta personas, entre ellas el mercader Jeronimus Cornelisz. Previamente farmacéutico en Haarlem, Cornelisz había ingresado en la Compañía por la quiebra de su negocio y la sospecha de estar siendo investigado por opiniones heréticas.
La situación era complicada, y el mercader jefe de la Compañía y el capitán tomaron una decisión. Reuniendo a cincuenta personas, y dejando menguadas provisiones a los supervivientes del islote, partieron en un bote en dirección a Java con el fin de encontrar ayuda para los náufragos o, al menos, salvarse ellos mismos. Mientras tanto las olas estaban desmenuzando al Batavia contra el arrecife. Aterrorizado entre sus restos -no sabía nadar- Cornelisz contemplaba cómo los demás intentaban llegar a los islotes cercanos agarrados a improvisadas balsas. Finalmente las olas acabaron por partir el buque. Cornelisz fue lanzado al mar, consiguió aferrarse a unos restos y milagrosamente llegó hasta el islote, donde sus ocupantes lo acogieron con alegría y lo cuidaron. Visto retrospectivamente, no fue una buena decisión.
Inteligente y dotado de una gran capacidad de persuasión, Cornelisz fue puesto al mando de los náufragos, lo que aplacó momentáneamente su vanidad. Pero, aparte del disfrute de la pompa, las tareas de dirigir y organizar a los supervivientes lo cansaban. Enseguida entendió, además, que había muchos náufragos para tan pocas provisiones. Cornelisz, que ya había intentado provocar un motín antes del naufragio, reanudó las conspiraciones en cuanto pudo ponerse en pie, y en un par de semanas había conseguido convencer a unos 30 de las 182 náufragos del islote. Su desventaja numérica era de 6 a 1, y para corregirla usó la vieja táctica –es asombroso que aún funcione- de dividir las fuerzas del contrario y ocultar las verdaderas intenciones. Comenzó organizando expediciones a los islotes cercanos con el único bote que les había quedado con el proyecto declarado de que buscaran agua y alimentos, y con la intención oculta de abandonarlos para que murieran de inanición. A continuación, comenzó a practicar asesinatos disimulados. Para cuándo ya no hubo manera de disimular, continuó asesinando abiertamente a través de sus sicarios. A las mujeres más jóvenes les perdonó la vida para entregarlas a sus hombres; a las otras, no. Instauró así en su islote un régimen de poder absoluto y terror indiscriminado.
Sin duda en el combinado emocional de Cornelisz convivían glotonería de poder con una indiferencia absoluta por las personas. También frustración y resentimiento por lo que debía de entender un reconocimiento insuficiente de sus méritos por parte de la vida. Pero es más interesante intentar ahondar en las racionalizaciones de sus actos, las que permitían que perpetrara sus actos sin sufrir el incómodo aguijonazo de la conciencia. Dos son los aspectos que pueden aquí ser tenidos en cuenta.
Los padres de Cornelisz eran anabaptistas. En su versión holandesa, a través de las prédicas de Melchor Hoffmann y Jan Matthys –éste último de Haarlem como el propio Cornelisz-, el anabaptismo había derivado rápidamente al milenarismo; se había convertido así en un cauce virtuoso para evacuar el resentimiento y la violencia. Además, Cornelisz había entablado estrechas relaciones con el pintor Torrentius, que relativizaba los conceptos del bien y del mal y sostenía que el diablo le ayudaba a pintar sus cuadros.
Recuerda Leys que una sociedad civilizada no es aquella en la que no hay elementos malignos, sino aquella en la que éstos no pueden desarrollar sus inclinaciones. Los sicarios de Cornelisz no habían manifestado sus tendencias criminales en la civilización, pero Cornelisz creó el ecosistema adecuado. Que también, por cierto, permitió que brotara el héroe de esta historia: un tal Wiebbe Hayes, hasta ese momento soldado insignificante. Hayes había formado parte de una de las expediciones-deportaciones de Cornelisz a otros islotes, y no sólo se las había arreglado para mantener con vida a sus compañeros, sino que había acabado encontrando pozos de agua y reservas de comida. Cornelisz, dictador en su islote, mandó una expedición para acabar con Hayes que resultó en su captura –la de Cornelisz- y la eliminación de sus secuaces más sanguinarios. Una segunda expedición estuvo a punto de acabar con Hayes, pero en ese momento una vela en el horizonte –pues toda esta historia parece diseñada por un guionista de Hollywood- los salvó: era el mercader jefe, que había conseguido llegar a Java y volvía con ayuda. La cosa, felizmente, terminó mal para Cornelisz.
The wreck of the Batavia. Simon Leys
Imagen: Naturaleza muerta con brida, de Torrentius
Comentarios
Un pero, fíjate cómo es nuestra fascinación por el mal que has contado la historia como una tragedia, desde el punto de vista del malvado incapaz de transformación moral alguna, cuando el verdadero protagonista es Wiebbe Hayes. Ya sabemos mucho sobre el mal y sus motivaciones, pero ¿por qué surge el bien personificado en Hayes? ¿Qué le motivaba? Es inaplicable a él la lógica de Maslow y, sin embargo, tiene una motivación triunfante. El bien es mucho más difícil de explicar. Y hacerlo sin caer en la cursilería, casi un imposible.