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EL REINO DE LOS MUERTOS


La Ilustración abrió la puerta a la ciencia y la razón, pero con ellas entraron también cuestiones perturbadoras. Desacreditadas las religiones que se reconocían como tales, se abrió paso a la posibilidad de la muerte definitiva, es decir, a las desapariciones sucesivas de la consciencia individual, de la propia especie humana, y aún del cosmos. Se formularon preguntas sobre el sentido de la vida en un mundo con fecha de caducidad, y de la posibilidad de moral en un universo sin Dios. Era inevitable que, ante la sobrevenida zozobra, surgiera una búsqueda de evidencias de la continuidad de la vida después de la muerte, pero adaptada a las exigencias de la nueva época racional. Así nació en ¬1882 la Sociedad para la Investigación Psíquica (Society for Psychical Research, SPR)

El propósito de la Sociedad era analizar aquellas áreas menos atendidas por la ciencia oficial como el hipnotismo, la telepatía, el espiritismo y las apariciones en casas encantadas, todo ello «desde un enfoque científico y sin prejuicios». Uno de sus principales miembros fue Frederic Myers (1843-1901) , antiguo estudiante en el Trinity College de Cambridge; su mentor allí había sido el filósofo utilitarista Henry Sidgwick, también miembro de la SPR. Como muchos de sus colegas, Myers tenía razones personales para buscar indicios de vida tras la muerte. A pesar de estar felizmente casado, y de ser padre de tres robustos hijos, había amado durante tres años a una mujer –una tal Phyllis- hasta que su suicidio interrumpió abruptamente la relación. Myers, traductor de Freud, comprendió enseguida que nuestro consciente es una parte bastante pequeña de lo que nos mueve a actuar, y decidió que la mejor manera de aflorar la parte sumergida del iceberg era la escritura automática. En este sentido, es precursor del surrealismo.


Mediante la escritura automática -en la cual el sujeto se sienta ante un papel en blanco, pretende haber vaciado su mente, y pone expresión ausente para demostrarlo- se intentaba sacar a la luz los misterios de nuestra parte oculta. Y, ya puestos, también podía ser el lugar idóneo para ponerse en contacto con ese elusivo mundo sobrenatural por el que las almas podían estar intentando afanosamente comunicarse con los vivos. Con este método Myers, que llevaba tiempo tratando de contactar con Phyllis, decidió que finalmente había alcanzado el éxito.

A la muerte de Myers el procedimiento de la escritura automática fue perfeccionado con el de «correspondencia cruzada», mediante el cual dos médiums escribían simultáneamente en lugares separados y posteriormente confrontaban lo escrito. La teoría era que los espíritus -entre ellos los miembros de la SPR que se iban incorporando por fallecimiento- ya habrían entendido los problemas de comunicación entre ambos mundos, y habrían desarrollado soluciones, tanto para superarlos, como para demostrar fehacientemente su existencia: esto lo conseguirían al mandar el mismo mensaje a dos personas separadas. Por lo general, los resultados no eran tan impactantes como lo imaginativo de sus interpretaciones, pero algunos médiums comenzaron a afirmar haber recibido mensajes del propio Myers.


Inadvertidamente los investigadores de la SPR no buscaban un trasmundo cualquiera: esperaban encontrar de nuevo el paraíso. Pensaban demostrar que más allá de la muerte había un ecosistema benévolo donde los muertos pervivían como una versión mejorada de los vivos, libres de las inquietudes y las fealdades de la existencia previa. Parecían dar por sentado que el hallazgo de pruebas de una existencia más allá de la muerte sería una respuesta definitiva que alejaría toda incertidumbre, pero ¿por qué asumir eso? Para empezar, nada indicaría que ese mundo sobrenatural, en caso de existir, no estuviera también condenado a la extinción, de modo que uno podría morirse, continuar su existencia en otro mundo más inmaterial, y descubrir, para su consternación, que esa vida tampoco sería eterna. Por otra parte el más allá tampoco tendría que ser necesariamente más comprensible que el más acá: pudiera ser que ultratumba fuera igual de misteriosa e inaccesible al entendimiento que el mundo de los vivos, y que por ella las consciencias vagaran tan ausentes de respuestas como en este.

Un aspecto especialmente delicado era la propia continuidad de la consciencia. Si se asume que la persona es algo único e inmutable desde el comienzo hasta su muerte, es comprensible anhelar una proyección de ese ser más allá. Pero ¿y si fuéramos una sucesión de avatares, gobernados por un gestor de recuerdos y relatos, que cambian imperceptiblemente transcurrido un número de años? ¿Y si las identidades prescriben? Si esos avatares tienen una duración determinada, si pequeñas discontinuidades van alterando gradualmente la personalidad –y la muerte parece una discontinuidad bastante relevante- no puede hablarse de una única consciencia personal, o del espíritu de la persona en singular. En ese caso, en una especie de lotería cósmica, sólo se salvaría de la extinción el último afortunado avatar existente en el momento de la muerte, pero no todos los precedentes –ni los que podrían llegar a ser, como diría el filósofo William Munny-. Tengo para mí que el verdadero asunto que el SPR obviaba era que somos seres en movimiento, y que nuestras vivencias no son almacenables salvo por congelación, que no es muy estimulante. El problema parece ser, por tanto, nuestra deficiente gestión de la fugacidad, y la eventual inmortalidad no haría más que posponer indefinidamente la atención a este asunto.


Henry Sidgwick estaba especialmente preocupado por el problema de la moral. Para él, en un mundo sin dios no hay ningún estímulo para comportarse moralmente y no ceder a los deseos más inmediatos. Así lo dejó escrito, aunque posteriormente -entre otras cosas porque contradecía su filosofía utilitarista-lo suavizó diciendo que se trataba de «una cuestión controvertida y profundamente difícil». En realidad aquí hay de nuevo asunciones implícitas: la creencia en que dios no sólo existe, sino que aprecia a los hombres y los valores morales. Pero ya Hume apuntó burlonamente la posibilidad de que no seamos más que la obra de un dios chapucero o primerizo, avergonzado posteriormente de su creación. Tampoco es necesario que dios, en caso de existir, deba ser justo: el alma errabunda podría acabar despertando en un mundo más injusto y arbitrario que este. En este sentido renacer en otro mundo podría ser, no deseable, sino algo a evitar, y aquí comenzamos a vislumbrar las pesadillas con las que en la actualidad nos desasosiega Black Mirror. Sidgwick, con ese mal formulado anhelo de almacenaje, llegó a apuntar la posibilidad de una especie de registro cósmico donde todos los hechos y vivencias quedarían registrados, como el Arca perdida al final de la película. Pero ¿para qué?

Es síntoma de la turbulencia emocional de la época que el austero filosofo utilitarista compartiera su camino durante un tiempo con Madame Blavatsky, antigua amazona circense, empresaria frustrada –fundó una fábrica de tinta y otra de flores artificiales-, informante ocasional de la policía zarista, cantante de nightclub, y finalmente médium y fundadora de la Sociedad Teosófica: su libro Isis Revelado, la biblia de la teosofía, se convirtió en el libro canónico del ocultismo. Sidgwick considero a Blavatsky «una persona genuina, con una naturaleza vigorosa tanto intelectual como emocionalmente, y un deseo real de conseguir el bien de la humanidad». A pesar de que ella pretendía haber obtenido su sabiduría de misteriosos lamas tibetanos, después de una exhaustiva investigación de la SPR llegó Sidgwick a admitir que Blavatsky era una charlatana y una impostora.


Otro conspicuo miembro de la SPR sería el Primer Ministro Arthur Balfour, que compartía con Sidgwick el horror a un universo sin dios. Balfour no era precisamente una persona apasionada -«nada importa mucho, y la mayoría no importa nada en absoluto», decía-, pero también él sufría por la pérdida de una mujer, Mary Lyttleton, a la que había amado platónicamente. En octubre de 1929, cuando Arthur Balfour estaba muriendo, fue visitado inopinadamente por la sufragista y nacionalista Winifred Coombe Tennant, más conocida en el mundo espiritista como “Mrs. Willett”. En la habitación del moribundo Mrs. Willett procedió a entrar en trance y a reportarle un mensaje final de Mary Lyttleton: «dígale que me proporciona alegría». Los presentes dijeron que Balfour había quedado profundamente impactado, aunque su biógrafo R. J. Q. Adams precisaría «si fue porque creyó el mensaje o simplemente porque lo impresionó la interpretación, no lo sabremos nunca».


Mrs. Willett había sido protagonista de uno de los más intrépidos planes espiritistas para mejorar la humanidad: la producción de un Mesías destinado a guiarla. La idea había surgido en el más allá, y había sido transmitida al mundo de los vivos mediante correspondencia cruzada. El Plan, mitad espiritismo y mitad eugenesia, pretendía crear un ser para «rescatar a la humanidad del caos» mediante ingeniería genética dirigida desde ultratumba. El Mesías Augustus Henry Coombe Tennant, fue concebido -por métodos convencionales- entre Mrs Willet y el diputado Gerald Balfour -hermano de Arthur-, y llegó a esta parte del mundo en 1913. ¿Lo rescato del caos? No, pero llevó una vida interesante. Educado en Eton y –cómo no- en el Trinity College de Cambridge, combatió en la Segunda Guerra Mundial con la Guardia Galesa. Fue hecho prisionero e internado en un campo, desde donde protagonizó una sorprendente fuga que lo llevó a recorrer media Europa ocupada vestido con uniforme inglés. Posteriormente trabajó con el MI6, se convirtió al catolicismo y se hizo monje. No es este, por cierto, el único caso de mesianismo espiritista. El reputado gurú de la revolución espiritual Jiddu Krishnamurti empezó su carrera siendo adoptado por los miembros de la Sociedad Teosófica de Blavatsky como futuro salvador del mundo. Tampoco en su caso se cumplieron las expectativas.



Si esto les ha interesado, lean La comisión para la inmortalización. John Gray, 2014.

Fotos. 1) Emblema de la SPR; 2) Frederic Myers; 3) Henry Sidgwick; 4) Madame Blavatsky; 5) Arthur Balfour: 6) Mrs. Willett; 7) Jiddu Krishnamurti.

Comentarios

viejecita ha dicho que…
Querido Don Navarth

Como nadie ha escrito nada en estos días , pues vengo yo, y le pongo un enlace ( que no sé si saldrá) al Y.T. "Who wants to live forever", de Highlander, cantado por mi añorado Freddie Mercury.

Y, por si no lo dije en la entrada anterior
¡Feliz Año !

https://www.youtube.com/watch?v=6c75cOL0G8I

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