“Despierte señor conde. Tiene muchas cosas importantes que hacer”
Esta es la fórmula con la que el joven Claude Henri de Rouvroy de Saint-Simon ha instruido a sus criados para que lo despierten. Ha nacido en París en 1760, proclama con orgullo su descendencia de Carlomagno, y en todo caso es pariente del Duque de Saint-Simon, famoso cronista de la corte de Luís XIV. El joven Saint-Simon es imaginativo, inquieto y rebelde, y su padre se ve obligado a encerrarlo en ocasiones para refrenar su conducta. Recibe formación militar en la prestigiosa academia de Mezières, a los diecisiete años es oficial, y en 1779 zarpa desde Bretaña con el regimiento Touraine para luchar por la independencia americana. Participa en una serie de escaramuzas en las Antillas, y en 1781 el regimiento se une a las fuerzas de Washington ante la batalla de Yorktown en la que Saint-Simon desempeña un buen papel al mando de una sección de artillería.
De nuevo en las Antillas participa en la batalla de Saint Kitts, y más adelante en la de Les Saintes a bordo del Ciudad de París, el buque insignia del almirante De Grasse. Herido de un cañonazo es hecho prisionero e internado en Jamaica. Tras su liberación marcha a Méjico y presenta al virrey de Méjico su primer gran proyecto de obra pública: un canal para unir el Caribe y el Pacífico a través del Gran Lago de Nicaragua.
De vuelta en Francia Saint-Simon va ascendiendo en la escala militar, pero se aburre y abandona el ejército. Reaparece en 1786 en Holanda, empeñado en organizar una expedición conjunta de franceses y holandeses para echar a los ingleses de la India. Hay que decir que, a pesar de haberlos combatido a conciencia, Saint-Simon admirará toda su vida a los ingleses: En 1787 Saint-Simón viaja a España, donde promueve el proyecto del canal de Guadarrama [1], diseñado dos años antes por el ingeniero Carlos Lemaur. La obra pretende unir Madrid con el Atlántico contactando a través de canales y esclusas el Manzanares, el Guadarrama, el Tajo y el Guadalquivir:
“El gobierno español había emprendido la realización de una canal que debería establecer la comunicación de Madrid con el mar; aquella empresa languidecía porque aquel gobierno carecía de obreros y de dinero; me puse en contacto con el señor Conde de Cabarrús, actual ministro de Hacienda y conjuntamente presentamos al gobierno el siguiente proyecto. El señor conde de Cabarrús proponía en nombre de la Banca San Carlos, de la cual era director, suministrar al gobierno los fondos necesarios para la ejecución del canal si el rey accedía al abandono de los derechos de peaje a favor del citado establecimiento”[2].
Saint-Simon permanece dos años en Madrid, y durante su estancia conoce a Segismond Ehrenreich, conde de Redern, el inicio de una turbulenta amistad que marcará su vida. Regresa a Francia durante los primeros meses de la revolución, y adopta una actitud ambigua:
“Cuando regresé a Francia la Revolución ya estaba iniciada; no quise mezclarme en ella, pues si por un lado estaba convencido de que el antiguo régimen no podía continuar, por el otro siempre he sentido a versión hacia la destrucción, y allí no cabían términos medios”.
En estas circunstancias Saint-Simon se dedica a mantener un delicado equilibrio: por una parte actúa ostentosamente como estandarte de la Revolución en Falvy, Marchélepot, Cambrai, y Péronne, pueblos situados en las cercanías de sus posesiones familiares, donde preside asambleas populares, emite discursos revolucionarios, y dirige la guardia nacional en momentos de crisis; por otra, con el dinero que le presta el conde Redern, se dedica a los negocios inmobiliarios. Hay que decir que, con su desenvoltura habitual, desdeñará en el futuro disimular estas actividades:
“Mi actividad se inclinó por el lado de las especulaciones financieras (…) Deseaba la fortuna únicamente como un medio, porque las verdaderas metas de mi ambición eran: organizar un gran establecimiento industrial, fundar una escuela científica de perfeccionamiento, contribuir, en una palabra, al progreso de los conocimientos y a la mejora de la suerte de la humanidad”.
No es insincero en esto. Durante un tiempo continúa practicando con éxito su doble juego. Cuando la marea jacobina está alta, muda su nombre de Saint-Simon a Bonhomme, y se dedica a exhibir su virtud republicana proporcionando asistencia a ancianos y alimento a campesinos necesitados, lo que le granjea el aprecio de los revolucionarios. Mientras tanto, en París, continúa invirtiendo el dinero de Redern en la compra a bajo precio de palacios expropiados a nobles guillotinados o escapados a tiempo; se rumorea incluso que ha llegado a pujar por Nôtre Dame. Vive en las inmediaciones del Palais-Royal frecuentando un dudoso grupo de vividores, espías, banqueros, Dantonistas y Hebertistas. El ciudadano Bonhomme, contarán más tarde, “vivía con la cínica licencia de un gran señor sans-culotte, dividiendo su tiempo entre el placer y los negocios”. Pero son tiempos inestables, y en noviembre de 1793 es arrestado e internado en el Palacio de Luxemburgo, convertido en prisión durante el Terror. A la sombra de la guillotina, Saint-Simon evita cuidadosamente involucrarse en las conjuras que se fraguan contra Robespierre.
Es liberado tras la revolución de Thermidor, reanuda sus actividades y llega a convertirse en uno de los más notables financieros de París, con negocios tan variados que van desde la manufactura del lino hasta la producción de naipes con motivos republicanos. Consigue así acumular una gran fortuna. En 1797 se pelea con Redern:
“Me había equivocado al juzgar a mi socio. Lo creí lanzado por el mismo camino que yo, pero las rutas que seguíamos eran muy distintas. Porque él se dirigía a los fangosos pantanos en medio de los cuales la fortuna eleva su templo, mientras yo escalaba la montaña árida y escarpada que tiene en su cima los altares de la gloria”.
Hasta ese momento los fangosos pantanos y la montaña escarpada se han parecido notablemente, pero Saint-Simon tiene reservado un destino para su fortuna: “Concebí el proyecto de abrir una nueva carrera a la inteligencia humana: la carrera psico-política (…) Aquella empresa requería unos trabajos preliminares; tuve que empezar por estudiar las ciencias físicas, a fin de comprobar su estado actual”.
Saint-Simon no es el primer miembro de su familia en manifestar una vocación científica. Por ejemplo su abuela materna, química aficionada, encontró la muerte en su laboratorio en compañía de su asistente y amante, mientras buscaba (sobre esto no hay acuerdo) o bien la piedra filosofal o bien la manera de producir alimentos baratos para los pobres. La formación técnica de Saint-Simon se limita a la recibida en la academia militar de Mezières, pero la empresa no lo arredra:
“Para adquirir estos conocimientos no me rompí la cabeza en búsquedas de biblioteca (…) Utilicé mi dinero en la adquisición de ciencia; buenas comilonas, mejor vino, grandes atenciones con los profesores, para quienes mi bolsa estaba abierta, me procuraron todas las facilidades deseables”.
En efecto, su salón se convierte en uno de los más animados de París. Más tarde escribirá:
“El único medio para realizar progresos positivos en filosofía es el de realizar experiencias. Las más capitales de entre las experiencias filosóficas son aquellas que nos conducen a acciones nuevas o sobre nuevas series de acciones. Toda acción nueva no puede ser clasificada más que tras las observaciones realizadas sobre los resultados; de este modo el hombre que se entrega a las investigaciones de alta filosofía debe, durante el transcurso de sus experiencias, cometer muchos actos que pueden ser llamados locuras”.
El hombre debe vivir intensamente y acumular experiencias, y debe reservar la vejez para recopilar sus vivencias, reflexionar sobre ellas y extraer así sabiduría. Saint-Simon se comporta como un libertino, sí, pero lo hace por el bien de la humanidad:
“El hombre que ha observado esta conducta es aquel a quien la humanidad debe conceder más alta estima; es aquél a quien debe tener como el más virtuoso, porque él ha sido quien ha trabajado más metódicamente para el progreso de la ciencia, única y verdadera fuente de sabiduría”.
Y para que no quede la menor duda añade:
“Si veo a un hombre que no va lanzado por la carrera de la ciencia general frecuentar las casas de juego y libertinaje (…) diré: he aquí un hombre que se pierde; es un desgraciado (…) Pero si este hombre se halla en la dirección de la filosofía teórica (…) entonces diré: este hombre recorre la carrera del vicio en una dirección que lo conducirá necesariamente a la más alta virtud”.
Es imposible no ver sabiduría en esto.
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Esta es la fórmula con la que el joven Claude Henri de Rouvroy de Saint-Simon ha instruido a sus criados para que lo despierten. Ha nacido en París en 1760, proclama con orgullo su descendencia de Carlomagno, y en todo caso es pariente del Duque de Saint-Simon, famoso cronista de la corte de Luís XIV. El joven Saint-Simon es imaginativo, inquieto y rebelde, y su padre se ve obligado a encerrarlo en ocasiones para refrenar su conducta. Recibe formación militar en la prestigiosa academia de Mezières, a los diecisiete años es oficial, y en 1779 zarpa desde Bretaña con el regimiento Touraine para luchar por la independencia americana. Participa en una serie de escaramuzas en las Antillas, y en 1781 el regimiento se une a las fuerzas de Washington ante la batalla de Yorktown en la que Saint-Simon desempeña un buen papel al mando de una sección de artillería.
De nuevo en las Antillas participa en la batalla de Saint Kitts, y más adelante en la de Les Saintes a bordo del Ciudad de París, el buque insignia del almirante De Grasse. Herido de un cañonazo es hecho prisionero e internado en Jamaica. Tras su liberación marcha a Méjico y presenta al virrey de Méjico su primer gran proyecto de obra pública: un canal para unir el Caribe y el Pacífico a través del Gran Lago de Nicaragua.
De vuelta en Francia Saint-Simon va ascendiendo en la escala militar, pero se aburre y abandona el ejército. Reaparece en 1786 en Holanda, empeñado en organizar una expedición conjunta de franceses y holandeses para echar a los ingleses de la India. Hay que decir que, a pesar de haberlos combatido a conciencia, Saint-Simon admirará toda su vida a los ingleses: En 1787 Saint-Simón viaja a España, donde promueve el proyecto del canal de Guadarrama [1], diseñado dos años antes por el ingeniero Carlos Lemaur. La obra pretende unir Madrid con el Atlántico contactando a través de canales y esclusas el Manzanares, el Guadarrama, el Tajo y el Guadalquivir:
“El gobierno español había emprendido la realización de una canal que debería establecer la comunicación de Madrid con el mar; aquella empresa languidecía porque aquel gobierno carecía de obreros y de dinero; me puse en contacto con el señor Conde de Cabarrús, actual ministro de Hacienda y conjuntamente presentamos al gobierno el siguiente proyecto. El señor conde de Cabarrús proponía en nombre de la Banca San Carlos, de la cual era director, suministrar al gobierno los fondos necesarios para la ejecución del canal si el rey accedía al abandono de los derechos de peaje a favor del citado establecimiento”[2].
Saint-Simon permanece dos años en Madrid, y durante su estancia conoce a Segismond Ehrenreich, conde de Redern, el inicio de una turbulenta amistad que marcará su vida. Regresa a Francia durante los primeros meses de la revolución, y adopta una actitud ambigua:
“Cuando regresé a Francia la Revolución ya estaba iniciada; no quise mezclarme en ella, pues si por un lado estaba convencido de que el antiguo régimen no podía continuar, por el otro siempre he sentido a versión hacia la destrucción, y allí no cabían términos medios”.
En estas circunstancias Saint-Simon se dedica a mantener un delicado equilibrio: por una parte actúa ostentosamente como estandarte de la Revolución en Falvy, Marchélepot, Cambrai, y Péronne, pueblos situados en las cercanías de sus posesiones familiares, donde preside asambleas populares, emite discursos revolucionarios, y dirige la guardia nacional en momentos de crisis; por otra, con el dinero que le presta el conde Redern, se dedica a los negocios inmobiliarios. Hay que decir que, con su desenvoltura habitual, desdeñará en el futuro disimular estas actividades:
“Mi actividad se inclinó por el lado de las especulaciones financieras (…) Deseaba la fortuna únicamente como un medio, porque las verdaderas metas de mi ambición eran: organizar un gran establecimiento industrial, fundar una escuela científica de perfeccionamiento, contribuir, en una palabra, al progreso de los conocimientos y a la mejora de la suerte de la humanidad”.
No es insincero en esto. Durante un tiempo continúa practicando con éxito su doble juego. Cuando la marea jacobina está alta, muda su nombre de Saint-Simon a Bonhomme, y se dedica a exhibir su virtud republicana proporcionando asistencia a ancianos y alimento a campesinos necesitados, lo que le granjea el aprecio de los revolucionarios. Mientras tanto, en París, continúa invirtiendo el dinero de Redern en la compra a bajo precio de palacios expropiados a nobles guillotinados o escapados a tiempo; se rumorea incluso que ha llegado a pujar por Nôtre Dame. Vive en las inmediaciones del Palais-Royal frecuentando un dudoso grupo de vividores, espías, banqueros, Dantonistas y Hebertistas. El ciudadano Bonhomme, contarán más tarde, “vivía con la cínica licencia de un gran señor sans-culotte, dividiendo su tiempo entre el placer y los negocios”. Pero son tiempos inestables, y en noviembre de 1793 es arrestado e internado en el Palacio de Luxemburgo, convertido en prisión durante el Terror. A la sombra de la guillotina, Saint-Simon evita cuidadosamente involucrarse en las conjuras que se fraguan contra Robespierre.
Es liberado tras la revolución de Thermidor, reanuda sus actividades y llega a convertirse en uno de los más notables financieros de París, con negocios tan variados que van desde la manufactura del lino hasta la producción de naipes con motivos republicanos. Consigue así acumular una gran fortuna. En 1797 se pelea con Redern:
“Me había equivocado al juzgar a mi socio. Lo creí lanzado por el mismo camino que yo, pero las rutas que seguíamos eran muy distintas. Porque él se dirigía a los fangosos pantanos en medio de los cuales la fortuna eleva su templo, mientras yo escalaba la montaña árida y escarpada que tiene en su cima los altares de la gloria”.
Hasta ese momento los fangosos pantanos y la montaña escarpada se han parecido notablemente, pero Saint-Simon tiene reservado un destino para su fortuna: “Concebí el proyecto de abrir una nueva carrera a la inteligencia humana: la carrera psico-política (…) Aquella empresa requería unos trabajos preliminares; tuve que empezar por estudiar las ciencias físicas, a fin de comprobar su estado actual”.
Saint-Simon no es el primer miembro de su familia en manifestar una vocación científica. Por ejemplo su abuela materna, química aficionada, encontró la muerte en su laboratorio en compañía de su asistente y amante, mientras buscaba (sobre esto no hay acuerdo) o bien la piedra filosofal o bien la manera de producir alimentos baratos para los pobres. La formación técnica de Saint-Simon se limita a la recibida en la academia militar de Mezières, pero la empresa no lo arredra:
“Para adquirir estos conocimientos no me rompí la cabeza en búsquedas de biblioteca (…) Utilicé mi dinero en la adquisición de ciencia; buenas comilonas, mejor vino, grandes atenciones con los profesores, para quienes mi bolsa estaba abierta, me procuraron todas las facilidades deseables”.
En efecto, su salón se convierte en uno de los más animados de París. Más tarde escribirá:
“El único medio para realizar progresos positivos en filosofía es el de realizar experiencias. Las más capitales de entre las experiencias filosóficas son aquellas que nos conducen a acciones nuevas o sobre nuevas series de acciones. Toda acción nueva no puede ser clasificada más que tras las observaciones realizadas sobre los resultados; de este modo el hombre que se entrega a las investigaciones de alta filosofía debe, durante el transcurso de sus experiencias, cometer muchos actos que pueden ser llamados locuras”.
El hombre debe vivir intensamente y acumular experiencias, y debe reservar la vejez para recopilar sus vivencias, reflexionar sobre ellas y extraer así sabiduría. Saint-Simon se comporta como un libertino, sí, pero lo hace por el bien de la humanidad:
“El hombre que ha observado esta conducta es aquel a quien la humanidad debe conceder más alta estima; es aquél a quien debe tener como el más virtuoso, porque él ha sido quien ha trabajado más metódicamente para el progreso de la ciencia, única y verdadera fuente de sabiduría”.
Y para que no quede la menor duda añade:
“Si veo a un hombre que no va lanzado por la carrera de la ciencia general frecuentar las casas de juego y libertinaje (…) diré: he aquí un hombre que se pierde; es un desgraciado (…) Pero si este hombre se halla en la dirección de la filosofía teórica (…) entonces diré: este hombre recorre la carrera del vicio en una dirección que lo conducirá necesariamente a la más alta virtud”.
Es imposible no ver sabiduría en esto.
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Notas: [1] No confundir con el Canal de Castilla, proyectado en
tiempos del Marqués de la Ensenada para unir Castilla con Santander, cuyas
obras habían comenzado en 1753.
[2] Ésta y el resto
de notas autobiográficas están tomadas de Vida de Saint-Simon contada
por él mismo.
Imágenes: 1.- Retrato de Saint-Simon. 2.- Uniforme del
regimiento Tourain (a la derecha). 3.- Batalla de Les Saintes. 4.- Ejecución de
Robespierre. 5.- El Palais-Royal y sus alrededores.
Comentarios
Una recomendación: Modernidad y Holocausto - Zygmunt Bauman
Parece escrito para ti.
¿Escrito para mí? ¡Qué curiosidad! Ya lo he encargado, muchas gracias. Abrazos.
Me está cayendo muy bien por el momento. Ya veremos cuando nos cuente más cosas.
Pero hay algo que me gustaría resaltar:
El que hiciera una fortuna , una vez pasado el terror, comprando a bajo precio los palacios de los aristócratas guillotinados o huídos a tiempo.
Porque con la Revolución rusa ocurrió lo mismo. Que el Régimen expropió los palacios, las tierras, las joyas, y las obras de arte de los aristócratas y los burgueses. Y cuando se terminó la dictadura comunista, nadie devolvió nada a los expropiados, y que los "nuevos ricos" se forraron con las cosas expropiadas que compraron a precio de saldo, gracias a sus enchufes.
En cambio, con las expropiaciones hechas por los nazis, se les están devolviendo sus bienes a los que pudieran probar que habían sido de ellos.
Y esos certificados de ventas a precios bajos, que realizaron para reunir dinero para un salvoconducto , un pasaje a América o a Israel, etc, no se están considerando válidos, y muchos museos que compraron obras de arte con toda clase de certificaciones legales, las están teniendo que devolver a los herederos de los dueños originales...
A mí esto último me parecería bien, si también se devolvieran los huevos de Fabergé y las joyas , obras de arte, y palacios personales a los descendientes de los Romanoff, de los Galitzine, de los Potoski en Polonia... Si es que eran de ellos, claro, no si hubieran sido patrimonio nacional.
El caso es que me parece que hay distintas formas de actuar según el color de la dictadura que expropiara originalmente, y según quienes fuesen los expropiados. Y no me parece justo.
Saint-Simon: Saint-Culotte.
Sobre el distinto comportamiento de los diferentes regímenes en la devolución de lo expoliado me gustaría apuntarle una circunstancia más, la mayor o menor decencia de los regímenes que las practican, también es posible que el corazón de contable de los nazis alemanes sea útil para las pesquisas sobre la titularidad.
Reciba un saludo afectuoso.
ADENDA:
me gustaría hablarle de un asunto que he mencionado en alguna ocasión en el blog de D Santiago pero no ha merecido la atención de nadie, a pesar de que yo lo tengo por muy interesante.
navarthdeeridu@yahoo.es