Observo entre los que expresan su opinión sobre el manifiesto una diferencia esencial: entre los que están a favor, abundan los se apoyan en una lógica diáfana (véase a Félix de Azúa, Fernando García de Cortazar o, recientemente, Iker Casillas), mientras que entre los que están en contra predominan las vaguedades poéticas. Especialmente cursi en este sentido es Joan Margerit, que exalta la belleza de los lenguajes humildes frente a la falocracia implícita en la adhesión a los grandes, o algo parecido. Otro recurso empleado por los críticos es el de evitar la argumentación sulfurándose y diciendo que todo el asunto del manifiesto es una pérdida de tiempo, y que “hay cosas más importantes que hacer” (Calixto Bieito, Javier Sábada), aunque luego no dicen cuales son. Especialmente despistado está Caballero Bonald a quien el manifiesto le recuerda “aquellas indignas proclamas franquistas exigiendo a los catalanes, a los vascos y a los gallegos que hablaran la lengua del Imperio”, y al que con gusto mandaría el programa del “macroconcierto por la lengua” que mañana se celebrará donde vivo para que comprobara dónde se encuentran realmente esas indignas proclamas.
Un caso especial, como de costumbre, es Suso. Suso siempre dice lo que piensa, pero no porque sea especialmente honesto, sino porque sólo percibe una fracción de la realidad que distinguen las personas con una inteligencia media, y entre lo que se queda fuera está la etiqueta social. En ese sentido su opinión siempre es útil, porque expresa lo que muchos otros sólo se atreven a pensar. Suso, en unos vaivenes dialécticos que evocan a Gollum, comienza descalificando ad personam a los firmantes del manifiesto, para luego asegurar que respeta profundamente sus posturas, y continuar afirmando que son unos franquistas que lo que quieren, en realidad, es eliminar físicamente a todos los que no son castellano parlantes. Les recomiendo su lectura.
El mayor problema, desde luego continúa siendo el enfoque de la cuestión. Y a pesar de que algunos se encargan de dejar perfectamente que se trata de la defensa de derechos individuales frente a la imposición del poder político, otros continúan amparándose en una etérea defensa de la cultura para aceptar la discriminación positiva (aunque sólo el director del Reina Sofía se manifiesta explícitamente en este sentido). Y este enfoque no sólo es completamente erróneo, sino que a estas alturas resulta muy cargante, porque para los nacionalistas la lengua es, sencillamente, la herramienta definitiva, y les trae sin cuidado la cultura como demuestra el hecho de estar empeñados en sacrificar el español para favorecer sus proyectos políticos.
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