“Hay grietas profundas que están desgarrando el tejido de nuestras
sociedades. Están provocando nuevas ansiedades e iras en la gente, y nuevas
pasiones en política. Las bases sociales de esas ansiedades son geográficas,
educativas y morales […] La
frustración ha proporcionado un enérgico impulso a dos especies de político que
esperaban al acecho: los populistas y los ideólogos. La última vez que el
capitalismo descarriló, en la década de 1930, sucedió lo mismo”.
En El futuro del capitalismo
Paul Collier describe una doble grieta, territorial y educativa, abierta en las
sociedades occidentales. La primera se refiere a las desigualdades entre
metrópolis y periferia, un proceso provocado por las ventajas económicas de la
concentración en las primeras, y el desgaste de polos industriales
tradicionales por la competencia global. La educativa, relacionada con la
anterior, habla de las radicales diferencias de oportunidades entre los que
tienen estudios suficientes y los que carecen de ellos. Entre –en terminología
de Ivan Krastev– los anywheres,
aquellos que pueden trabajar en cualquier parte, con identidades transportables
derivadas de la formación y el trabajo, y los somewheres, los vinculados inexorablemente a sus trabajos y
geografías, siempre amenazados por la globalización; son estos últimos quienes
están en la desdichada trompa del elefante de Branko Milanovic. ¿Y qué quiere
decir Collier cuando habla de “bases morales” de la ansiedad? Básicamente, se
refiere al debilitamiento de las obligaciones recíprocas en tres niveles:
nacional, familiar y empresarial.
Ante la crisis de la
democracia liberal varios autores están coincidiendo en poner el foco en la
fragilidad de los valores. El diagnóstico coincidente parece ser que, por
distintas razones, hemos desembocado en una especie de egocracia, una
hiperinflación del individualismo a costa de la virtual desaparición de las
obligaciones y lazos comunitarios. Collier culpa al utilitarismo y al
rawlsismo, pero las conexiones no se acaban de ver bien. En cambio, pasa por
alto el impacto de la revolución adolescente, esa combinación de prosperidad y
juventud que desde los 50 ha venido dictando la moda política; de ella proviene
esa peculiar afección occidental que consiste en detestar la sociedad en la que
uno vive, aunque sin animarse nunca a abandonarla.
Es muy interesante su
análisis de la brecha abierta entre élites educadas y población con menor
formación que, para empezar, ha acentuado el debilitamiento de la identidad
nacional: los anywheres tienden al
cosmopolitismo y a una mayor afinidad ante elites educadas de otros países que
los somewheres. Pero entonces ¿el
cosmopolitismo es malo? ¿No aspiramos a una ciudadanía universal? ¿Nos hemos
hartado de denunciar el tribalismo y el nacionalismo para acabar reivindicando
la identidad nacional? Me temo que tendremos que recuperar un patriotismo
inclusivo cuidadosamente separado del nacionalismo tribal: conseguir este
complicado equilibrio será la clave del éxito. Por cierto, Collier detecta muy
bien lo receptivas que son estas élites educadas a la nueva religión de la
justicia social:
“Incluso han desarrollado una moralidad distintiva, al elevar
características como la pertenencia a una minoría étnica y la orientación
sexual a identidades grupales identificadas como víctimas. Sobre la base de su
preocupación singular por los grupos de víctimas, se atribuyen una superioridad
moral frente a quienes tienen menos estudios […] ahora quienes tienen menos titulaciones están en crisis, tanto en la
metrópolis como a escala nacional, y se les ha estigmatizado como la ‘clase
blanca trabajadora’”. Esto completa la triple crisis educativa, geográfica
y moral que explica tan bien el ascenso de Trump y el Brexit.
Collier se define como
pragmático –fue asesor de Tony Blair para África y escribió El club de la
miseria, un texto esencial para entenderla– y se anima a dar muchas soluciones
prácticas que previsiblemente molestarán a todos. La derecha alzará las cejas
ante la exigencia de una empresa ética, y la izquierda se removerá inquieta
cuando oiga hablar de la recuperación de la familia tradicional.
Al final el elemento
decisivo, y el mayor factor de desigualdad en la sociedad, es la educación.
Parece que esta debería ser la prioridad absoluta en cualquier gobierno
decente, pero estos no abundan: se vive mucho mejor en la polarización, donde
la rendición de cuentas se sustituye por el señalamiento del enemigo. Contra
esto, concluye Collier, la única receta válida es una masa crítica de ciudadanos
éticos.
Publicado en Letras Libres
Comentarios
Llevaba un tiempo demasiado deprimida para entrar en internet, y, cuando he venido hoy, me ha costado reconocer su blog. Espero que vuelvan a aparecer los hilos antiguos, que yo, como buena vejestoria, disfruto muchísimo volviendo una y otra vez a mis favoritos.
Y tendré que buscar lo que tengan de Collier en formato Kindle, antes de que los de la nueva censura lo dejen inutilizado. Pero tiene buena pinta.
Muchas Gracias