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HAIDT Y LAS IDENTIDADES TRIBALES

Primavera de 2015. La Universidad de Brown anuncia un debate entre las autoras feministas Wendy McElroy y Jessica Valenti. Esta última sostiene la existencia de una “cultura de violación” en la sociedad occidental producto de una misoginia estructural; McElroy lo niega y señala a países como Afganistán donde esta cultura existe efectivamente: la violación es endémica, las mujeres son casadas contra su voluntad, y ocasionalmente son asesinadas en nombre del honor de la familia. El debate se presume interesante pero una alumna presenta una objeción: ¿y si hay alumnas de Brown que creen firmemente en la existencia de la “cultura de violación”? ¿Y si alguna de ellas ha sufrido realmente una violación? ¿Tiene derecho McElroy a cuestionar sus creencias y causarles daño? Otros estudiantes intentan sin éxito impedir la visita, pero la presidenta de Brown acaba emprendiendo dos acciones. Primero, organiza una charla simultánea al debate en la que se explicará, sin posibilidad de réplica, que Estados Unidos es una cultura de violación. Segundo, para los estudiantes que a pesar de todo elijan el debate se prepara un novedoso “espacio seguro”: una habitación en la que los perturbados por las opiniones de McElroy puedan recuperarse. La habitación se prepara con almohadones, música relajante, galletitas, cuadernos para colorear, plastilina y un vídeo de perritos juguetones.


Otoño de 2015. El Campus de Yale se encuentra inmerso en disturbios raciales. En el centro de una masa de indignados estudiantes el profesor Nicholas Christakis intenta inútilmente razonar (aquí el vídeo). Los estudiantes, en actitudes crecientemente agresivas, lo increpan, le niegan la capacidad de entender lo que está ocurriendo, chasquean los dedos al unísono como si se hubieran transformado en ultracuerpos; ocasionalmente alguno rompe a llorar desconsoladamente y es inmediatamente consolado por el resto entre miradas reprobatorias al profesor. ¿Cuál es el gravísimo hecho que los ha enfurecido? Sencillamente, la mujer de Christakis, también profesora, ha cuestionado públicamente los consejos emitidos previamente por Yale para que en Halloween, con el fin de prevenir ofensas, se eviten los disfraces que puedan ser considerados “apropiación cultural” –digamos, ir con sombrero mejicano, o vestirse de Pocahontas-.

Dos ejemplos en prestigiosas universidades de la Ivy League. El caso es que en muchos campus norteamericanos se vive un fenómeno singular. Conceptos como “trauma”, “daño” o “agresión” se han ido deslizando, ampliando progresivamente su significado hasta quedar irreconocibles. Y otros nuevos, con implicaciones sutiles pero decisivas, se han popularizado y se aceptan sin apenas discusión. Este es el caso, por ejemplo, de las “microagresiones”: ofensas sutiles, frecuentemente involuntarias, a identidades tradicionalmente marginadas por parte de personas ajenas a ellas. Los supuestos microagresores se encuentran en una situación peculiar: no solo su intención es irrelevante, sino que incluso le es negada -por no pertenecer a la identidad en cuestión- la capacidad de entender el daño causado. Quedan así privados de la posibilidad de defenderse, y son los microagredidos los que deciden, mediante presunción que no admite prueba en contrario, si se ha producido agresión.


La cosa se complica cuando hay personas que pertenecen simultáneamente a distintos colectivos vulnerables. Se entiende entonces que el riesgo de daño se incrementa por la “interseccionalidad”, lo que permite mayores sutilezas en la detección de agravios que sólo los interseccionados están legitimados para percibir –curiosamente se suelen incluir entre ellos a los incultos y a los feos-. El concepto de heteropatriarcado proviene directamente de aquí: como existe una clara interseccionalidad en la mujer gay/transexual negra, es inmediato encasillar al hombre blanco heterosexual –a cualquiera de ellos- como un sospechoso habitual.

Esto encaja bien con el enfoque marxista de las relaciones de poder, popularizado en las universidades americanas por Marcuse -los campus norteamericanos demostraron ser particulares vulnerables a los devastadores efectos sobre la razón del marcusismo, el postestructuralismo y el deconstructivismo-. El heteropatriarcado, con su dominación no consciente, es producto de una determinada estructura socio-cultural del mismo modo en que, según el materialismo histórico marxista, la cultura, las leyes y el propio pensamiento son productos no conscientes de la estructura económica de la sociedad. En este sentido la lucha de sexos es nostálgica heredera de la lucha de clases, esa visión de la sociedad como lucha a muerte entre grupos opuestos.

Con estos mimbres se favorece la segregación de las sociedades en islas hostiles de incomprensión: paradójicamente en nombre de aquellos colectivos por los que, a lo largo de muchos años, se ha luchado por rescatar de la segregación. Nuevos conceptos, como la “apropiación cultural” aparecen, y con ellos nuevos quejas. Porque los colectivos comienzan a valorar y a atesorar celosamente agravios que, no sólo les permiten reivindicar diferencias de trato, sino descargar satisfactoriamente su indignación.

Es fácil seguir por ese camino y entender que determinados tipos de discurso ofensivo para las identidades agraviadas es una forma de violencia: «Si las palabras pueden causar estrés, y si un estrés prolongado puede producir daño físico, entonces parece que el discurso –o al menos ciertos tipos de discurso- pueden ser una forma de violencia».

Esto justifica inmediatamente la proscripción de la libertad de expresión y del debate. Y también puede acabar justificando la violencia real, que es presentada como legítima defensa a pesar de no haber existido agresión previa. La obsesión por la ortodoxia y la legitimación de la violencia hacen nacer una nueva Inquisición, unos nuevos cazadores de brujas revestidos -como siempre ocurre- de una máscara virtuosa.

En El regreso liberal: Más allá de la política de la identidad Mark Lilla ha detectado esa fragmentación del concepto universal de la ciudadanía en identidades indignadas. Jonathan Haidt, en The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure, intenta explicar sus causas evolutivas, psicológicas y sociales. En realidad, estos dos libros deberían leerse simultáneamente.

Haidt insiste en dos ideas absolutamente básicas que nos ayudan a entender muchas cosas. La primera, que nuestros actos están mayoritariamente guiados por nuestras emociones no conscientes, y estás son a su vez fruto de la selección evolutiva. Entonces ¿no somos racionales? En la mayoría de los casos somos más bien racionalizadores, capaces de construir inmediatamente –pero a posteriori- sofisticadas explicaciones de las acciones a las que nos han conducido emociones que, con frecuencia, ignoramos por completo. Esta es la famosa alegoría del elefante de Haidt.

El problema es que cuando ignoramos el papel de las emociones asumimos inadvertidamente una gran cantidad de distorsiones cognitivas. Además, como con frecuencia estas emociones ocultas son poco recomendables, si ignoramos que estamos siendo guiados por ellas –y además las racionalizamos- podemos acabar convirtiéndonos en algo bastante desagradable. De hecho –y esta es la segunda idea fundamental de Haidt- evolutivamente somos animales xenófobos. Somos los herederos de aquellos más propensos a disolvernos en un grupo y a desconfiar, temer y eventualmente destruir al de fuera:

«Como resultado de nuestra larga evolución en competición tribal, la mente humana realiza de forma inmediata pensamiento dicotómico nosotros-contra-ellos. Si queremos crear comunidades acogedoras e inclusivas deberíamos estar haciendo todo lo posible para rechazar el tribalismo y fomentar el sentido de común humanidad, Por el contrario algunos enfoques teóricos usados actualmente en las universidades pueden hiperactivar nuestras ancestrales tendencias tribales».

Integrados en la tribu «dejamos de pensar por nosotros mismos», continúa. Esta es la paradoja actual: movimientos que nacieron de las mejores intenciones –la lucha contra la discriminación- pueden acabar actuando “en modos que amplifican nuestro ancestral tribalismo y congregan a la gente en grupos basados en el odio compartido a otro grupo que sirve como el enemigo común unificador”. Se trata del chivo expiatorio de toda la vida. Como dice Eric Hoffer «Los movimientos de masas de caza de brujas pueden surgir y expandirse sin creer en un dios, pero nunca sin creer en un diablo». En resumen, nobles causas mal enfocadas activan nuestro interruptor tribal, y en lugar de conseguir comunidades inclusivas las parcelan en identidades tribales beligerantes.

Haidt analiza además otras razones que han llevado a esta poco recomendable situación. Entre ellas la sobreprotección de la infancia. Haidt, que desarrolla el concepto de “antifragilidad” –los humanos, del mismo modo en que necesitamos la exposición a patógenos para desarrollar anticuerpos, necesitamos la confrontación para desarrollarnos física e intelectualmente-, advierte de la llegada a las universidades de una generación sobreprotegida y por ello propensa a la ansiedad. También de las recetas para combatirlo. En marzo el libro sale a la luz traducido por Verónica Puertollano con el título, acordado por el propio Haidt, de La transformación de la mente moderna. Son ustedes afortunados por no haberlo leído aún.

Comentarios

viejecita ha dicho que…
Pues yo ya he comprado inmediatamente "The coddling of the American mind..." y ya lo tengo en mi kindle. Lo leeré en uanto termine "Sagesse" de Michel Onfray, un libro defendiendo la "filosofía " concreta y utilitaria de los romanos , frente a la teórica y especulativa de los griegos, que me está encantando.

Y gracias por el dato. Que me preocupa el futuro de mis nietos ( nosotros al menos creíamos en América como salida de emergencia, y estas ñoñeces de las universidades Useñas me asustaban bastante ), y que salgan libros así, y que la gente los compre, me tranquiliza bastante.

Muchas gracias pues.
Unknown ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown ha dicho que…
Estupenda entrada, D. Navarth.

He visto el video entero de los estudiantes de Yale y da miedo. Este hombre solo ante el peligro, que soporta que le insulte un atajo de niñatos malcriados mientre intenta razonar con ellos es digno de admiración por la paciencia que demuestra. Es indignante que le acusen de promover la violencia y herir sus sentimientos los mismos que están claramente dispuestos a lincharlo. Le acusan de no escuchar pero no paran de interrumpirle. Una se pone a llorar porque el profesor no conoce su nombre, y cuando el hombre le dice que lo siente pero qud tiene quinientos alumnos y uno de sus fallos es que le cuesta aprenderse nombres le responden que es su obligación saberse el nombre de cada alumno. No criaturitas, esa es la obligación de vuestro padre si es que lo conoceis. Al final creo que esa es la clave, estos niños tienen problemas con la autoridad, con la figura paterna, y desfogan con este santo varón porque saben que sale gratis.
Bruno ha dicho que…
¿Puede artículos como éste inducir a la violencia? Nos estamos volviendo tarumbas cambiando nuestra naturaleza. ¿No se les ocurre anestesiarnos para anular los roces de la convivencia?
benjamingrullo ha dicho que…
Fantastica entrada. Mi reino por pasar un rato con una cámara oculta en ese "espacio seguro". Es una creacion cumbre del postmodernismo, odio disfrazado de bondad cursi, mermelada siniestra, orinocos de lágrimas... fascinante.

*Me da que abusamos al etiquetar como emociones o irracionalidad muchas acciones para no entrar a analizar su funcionamiento. ¿Cómo funciona la irracionalidad? ¿De qué emociones concretas estamos hablando? ¿Qué las cataliza?

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