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EL LIBERALISMO SEGUN EDMUND FAWCETT


«Los liberales querían un orden ético sin apelar a la autoridad divina, la tradición establecida o costumbres estrechas. Querían un orden social sin jerarquías fijadas legalmente o clases privilegiadas. Querían un orden económico libre de interferencias estatales o regias, de privilegios monopolísticos y de obstáculos locales para los mercados nacionales. Querían un orden internacional en el que el comercio prevaleciera sobre la guerra y el tratado sobre la fuerza. Querían, por último, un orden político sin autoridades absolutas ni poderes irrestrictos, que todos los ciudadanos pudieran entender y aceptar, bajo disposiciones legales que respetaran y promovieran todos esos anhelos. La pesadilla liberal consistía en un mundo en caos (…) El liberalismo, tal y como lo veo, sintetizó sueño y pesadilla en una imagen de la sociedad como un lugar poco fraternal y sin armonía natural del cual los intereses contrapuestos y las creencias discordantes jamás podrían ser eliminados, pero en el que, con suerte y acertadas leyes, el conflicto incesante podría derivar felizmente en innovación, argumentación e intercambio. La imagen del conflicto canalizado en pacifica competición conseguía convertir una sociedad desconcertante, fluida y permanentemente sorprendente en algo inteligible para los liberales, y de este modo en cierto sentido justificable o aceptable».

En resumen los liberales buscaban orden en un mundo vuelto del revés tras las revoluciones francesa y americana y el naciente capitalismo industrial. Edmund Fawcett emprende así un recorrido por el liberalismo, como teoría política y como práctica, a través de cuatro fases. La primera abarca desde 1830 a 1880 -lo que convierte en protoliberales a Locke, Kant, Madison y Constant-. La segunda desde 1880 hasta la Segunda Guerra Mundial. La tercera, desde 1945 hasta la caída del comunismo, un momento en que parecía que su triunfo era definitivo tal y como proclamó Fukuyama; y la última desde entonces hasta la actualidad. Fawcett recuerda que en cada una de ellas el liberalismo ha tenido poderosos rivales: el conservadurismo y el socialismo en el siglo XIX; el comunismo y el fascismo en la primera mitad del XX; el populismo, el nacionalismo, los “autoritarismos competitivos” –en terminología de Steven Levitsky- y la teocracia islamista en la actualidad. Fawcett realiza este viaje enfocándose en cuatro países –Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos- y varias decenas de autores del panteón liberal.


¿Quiénes eran –son- los liberales? La primera dificultad está en que, con excepción del Partido Liberal inglés, y el Partido Nacional Liberal alemán, los liberales no solían llamarse a sí mismos así, y algunos de los que así se llaman actualmente no necesariamente lo son. La segunda, en que cabría pensar que el principal valor del liberalismo es la libertad –en realidad, así es-, pero no nos servirá de mucho para definir a un liberal: se trata de una bandera tan bonita que nadie ha querido renunciar a ella, ni los estados esclavistas del sur de Estados Unidos, ni el comunismo, ni el nacionalsocialismo. En los extremos está claro quién es y no es liberal –Tocqueville, sí; Marx, no-. Esto no sirve de mucho, así que Fawcett intenta afinar un poco más:

«Entiendo el liberalismo como una práctica guiada por cuatro ideas difusas. Las señalo resumidamente como conflicto, resistencia al poder, progreso y respeto».

Pues veámoslas.

1. Dice Fawcett que desde el comienzo los liberales entendieron que el conflicto de intereses, visiones y creencias es algo inevitable en una sociedad, y que la armonía social absoluta es una quimera. Una quimera poco deseable además: la ausencia de conflicto, que sólo se puede lograr mediante la imposición absoluta, equivale a la sofocante unanimidad. La tarea del liberal debería ser, por tanto, evitar que el conflicto supere niveles peligrosos para la sociedad y canalizar las diferencias de manera que la sociedad se vea enriquecida por el debate y la confrontación de ideas. Esta era, por ejemplo, la visión de Mill.

Los rivales del liberalismo en el siglo XIX tenían una visión distinta del conflicto. Tanto conservadores –aquellos que añoraban el Antiguo Régimen previo a las revoluciones- como socialistas -desde los utópicos sin complejos como Fourier, a los utópicos vergonzantes como Marx- creían que el estado natural de la sociedad era la armonía. Pero mientras los primeros intentaban recuperarla restableciendo las jerarquías del pasado, los segundos querían crearla en una fraternidad igualitaria futura. Hay una diferencia adicional: mientras los liberales pensaban que el conflicto es omnipresente y multidimensional, los socialistas pensaban que el conflicto deriva exclusivamente de que una parte de la sociedad explota a la otra –ellos mismos se encargarían de definir a explotadores y explotados-, y que por tanto desaparecería en cuanto se alcanzase la igualdad material. Esta diferencia de visión es decisiva: si todo el conflicto se reduce a una cuestión de opresores y oprimidos, la política se hará sólo para los segundos y consistirá en la eliminación de los primeros: es ésta una visión que se extendió por el siglo XX y que perdura, en algunos partidos, en nuestros días. Por el contrario si se considera que la sociedad armónica y perfecta no puede existir –entre otras cosas, porque no puede haber acuerdo sobre qué es la perfección- se entenderá la política como la necesidad de llegar a acuerdos, compromisos y transacciones que necesariamente no serán perfectos, pero pueden lograr que la sociedad prospere estable y pacíficamente.


2. El poder, para los liberales, es implacable y no se puede confiar en él. Guizot, por ejemplo, afirmaba la «radical ilegitimidad de cualquier poder absoluto», y alertó de la imperiosa necesidad de evitar que cualquier fe, cualquier ideología, o cualquier clase dominase la sociedad. El poder sobre los demás tiende necesariamente a la arbitrariedad y la opresión a no ser que sea cuidadosamente limitado, dividido y contrapesado. Como, además, el poder es fluido y cambiante, la política es la forma de encontrar nuevos equilibrios y balances entre intereses opuestos. Al hablar de poder los liberales no sólo se referían al poder político, del estado sobre el ciudadano, sino también al social: la opresión de las corrientes hegemónicas en una sociedad que pueden asfixiar la diversidad en favor de la ortodoxia. Es el peligro de la tiranía de la mayoría que detectaron Madison, Tocqueville y Mill.

3. Para los liberales y socialistas decimonónicos, ni las personas ni las sociedades son fijas y estables: ambos pueden evolucionar y mejorar. Pero, mientras los socialistas creían en un cambio revolucionario hacia una nueva sociedad, diseñado por una elite en nombre del pueblo en el laboratorio de la razón –e indiferente, por lo general, a los resultados y a la propia realidad-, los liberales creían en el cambio gradual, incremental, basado en la prueba y error, de la sociedad existente.

4. El respeto cívico hace referencia a la necesidad de proteger una esfera individual, privada, en la que la persona es soberana. En ese ámbito el poder político no puede pretender tener ni siquiera autoridad moral, y su único límite admisible es el respeto hacia los demás: en eso consiste el principio del daño del Mills. El respeto cívico se descompone para Fawcett en los principios de no intrusión –en las personas y sus propiedades, no exclusión –principio sólo alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial- y no obstrucción.

En realidad los cuatro mandamientos de Fawcett –esto no lo dice él- se cierran en uno: la creencia en la persona. En su libertad –finalmente la libertad reaparece como rasgo de los liberales- y en su responsabilidad. La persona, entiende el liberal, es el único centro admisible de la política, y merece respeto por sí misma, no porque sea incluida en un agregado determinado como la raza, la clase o la nacionalidad. En terminología kantiana, las personas deben ser consideradas como fines en sí mismas, nunca como medios: esto es una advertencia ante la tentación utilitarista.


Dice Fawcett que el liberalismo es tanto una idea como una práctica, pero quizás sobre todo es un carácter. La creencia en la autonomía de la persona; la oposición a su dilución en agregados; la propensión al compromiso con el adversario; el aborrecimiento de las políticas bipolares nosotros-ellos y de búsqueda de chivos expiatorios; la tendencia a la reforma gradual frente a la destrucción revolucionaria; la aversión al caos. Todos ellos derivan de –o conforman- un carácter especial.

Se acepten o no plenamente los criterios clasificatorios de Fawcett, es indiscutible la necesidad de encontrarlos. Su libro contiene, además, un asombroso caudal de información, y funciona de este modo como manual para entrar en contacto con aquellos pensadores y políticos menos conocidos del panteón liberal.

Edmund Fawcett. Liberalism. The life of an Idea

Comentarios

Kepa Minondas ha dicho que…
Pilas, Plas, Plas...
Kepa Minondas ha dicho que…
Pilas no, obviamente las tienes puestas
Lo malo es que es evidente que un servidor las necesita
viejecita ha dicho que…
Me encanta, Don Navarth. Voy a intentar leer a Fawcett, porque quiero másss.
Pero me parece que se le ha colau una errata :
Fawcett realiza este viaje enfocándose en cuatro países –Francia, Gran Bretaña, Alemania y Reino Unido- Que esos son tres países. Supongo que el que falta es USA ¿ no ?
navarth ha dicho que…
Ups, gracias Viejecita. Corregido. Muchas gracias Don Kepa. A ver si nos vemos.

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