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VIERNES DE SEXO (2)


«No soy yo quien te engendra, son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
son los que un largo dédalo de amores
trazaron desde Adán y los desiertos
de Caín y de Abel, en una aurora
tan antigua que ya es mitología,
y llegan, sangre y médula, a este día
del porvenir, en que te engendro ahora.
Siento su multitud. Somos nosotros
y, entre nosotros, tú y los venideros
hijos que has de engendrar. Los postrimeros
y los del rojo Adán. Soy esos otros,
también. La eternidad está en las cosas
del tiempo, que son formas presurosas».
Jorge Luis Borges. Al hijo.

Nuestros ancestros afrontaban unos retos existenciales acuciantes: alimentarse, protegerse de las inclemencias del tiempo, escapar de las infecciones, evitar ser devorados por depredadores o liquidados por un semejante… Y aún tenían que encontrar tiempo –y encanto- para aparearse. Aquellos que tenían éxito, los que conseguían sobrevivir y reproducirse, transmitían sus genes a la siguiente generación, y encriptadas en ellos algunas de las recetas de su éxito, tanto en la lucha por la supervivencia –esto es selección natural- como en atraer al sexo opuesto –esto es selección sexual-.

A la largo de decenas de miles de generaciones este filtro evolutivo propició que esas recetas se sofisticasen, y así surgieron complejos mecanismos. Piensen, por ejemplo, como se desarrolló gradualmente la emoción del asco como una eficaz manera de prevenir el contacto con las cosas contaminadas o infectadas –luego acabó funcionando también como emoción moral, pero esto es otra historia-. O la emoción de los celos, que cumple una función adaptativa –no necesariamente recomendable ni moralmente buena-, y que no, no es una construcción cultural. O el amor. Ahora bien, la situación de machos y hembras no era simétrica. Y si ambos afrontaban diferentes problemas adaptativos es previsible –de acuerdo con la teoría central de la psicología evolutiva- que actualmente presenten diferencias psicológicas.

En los años 80 del siglo pasado Robert Trivers enunció la teoría de la «inversión parental» según la cual el sexo que más esfuerzo invierte en la descendencia es más selectivo al escoger pareja, y los miembros del sexo menos inversor compiten entre sí por el favor de los miembros del primero. No siempre es la hembra la que hace el mayor esfuerzo –este es el caso del grillo mormón- pero así ocurre en todos los mamíferos. En el caso de los humanos, mientras que al hombre le puede bastar una efusión razonablemente placentera para fertilizar un óvulo, la hembra debe llevarlo en su interior durante 9 meses y alimentarlo, y después amamantar al descendiente y cuidarlo durante un periodo no definido (pero creciente). En todo ese tiempo en que la hembra está ocupada, el hombre ha podido –en teoría- seguir teniendo cópulas para fertilizar otros óvulos. Esto apunta ya a la existencia de dos estrategias de emparejamiento, una de largo plazo y otra de corto plazo. En realidad no es que los hombres actuales sean poco selectivos, pero son más propensos a las relaciones de corta duración y a rebajar la exigencia en éstas.

Para las hembras ancestrales hacer una buena elección podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Aquellas que escogían bien –a parejas con recursos abundantes, disposición a compartirlos, alto estatus en la tribu, habilidades atléticas para cazar y dispensar protección…- tenían más probabilidades de sobrevivir y sacar adelante a su familia A lo largo de generaciones se desarrolló la compleja habilidad de evaluar y ponderar una serie de cualidades relevantes a través de indicadores fiables. Las hembras que no desarrollaron la habilidad de escoger bien, sencillamente no son nuestras antepasadas.

Es decir, las mujeres actuales son el eslabón actual de una larguísima cadena en la que la selección ha ido modelando una serie de preferencias, y ya puedo sentir las cejas que se están alzando en estos momentos. Primera objeción: ¿qué narices tienen que ver los problemas de las hembras ancestrales con las de las actuales, que no tienen que depender de los recursos ni –afortunadamente- de las habilidades cinegéticas del hombre? Poco, en efecto, pero nuestras preferencias actuales son una ventana a nuestro pasado evolutivo; por eso nos dan miedo las arañas en vez de los coches, que son mucho más peligrosos. Y los gustos que se desarrollaron ante ciertas necesidades pueden convertirse en inadecuados cuando las circunstancias cambian, pero no desaparecen de repente. Piensen en el gusto por el azúcar, adaptativo en su momento y fuente de sufrimiento en la actualidad.

Segunda objeción: se están mezclando preferencias inconscientes y racionales. Todos entienden, por ejemplo, que la preferencia estética es muy real -el 100% de las mujeres encontrarán más atractivo a Paul Newman que Marty Feldman- pero no es algo consciente. Aclaremos, por cierto, de dónde viene. Resulta que, como las facciones simétricas son un indicador de buenos genes, las primeras hembras ancestrales dotadas –vaya usted a saber por qué- de este gusto tenían más probabilidades de transmitir buenos genes a sus descendientes que las estéticamente indiferentes, así que hoy ese gusto es generalizado. Ahora bien, la elección de un hombre con recursos es algo racional, de modo que ahora que la mujer ha accedido al mercado laboral lo habrá relativizado. ¿Es así? Pues no.

En un famoso estudio dirigido por Douglas Kenrick en 1990 con estudiantes universitarios resultó que, a la hora de buscar matrimonio, las mujeres situaban el mínimo de recursos aceptable en el percentil 70. Es decir idealmente sólo consideraban aceptables como marido a los situados en el 30% con más recursos. Los hombres, mucho más modestos en este sentido, situaban el mínimo aceptable en el percentil 40, es decir, definían su campo de actuación en el 60% de la población femenina. Desde entonces esta diferencia entre hombres y mujeres sobre la importancia otorgada a los recursos de la pareja –en las relaciones a largo plazo, ojo- se ha repetido de forma consistente en multitud de estudios, en distintos momentos y en todas las culturas, desde los bosquimanos a la muy igualitaria Dinamarca: estas diferencias no provienen del heteropatriarcado, ni del capitalismo consumista. De un enorme estudio de David Buss sobre el valor que daban a ciertas características en una pareja potencial, realizado en 37 culturas de 6 continentes, desde urbanitas a zulús, sociedades monógamas y poligínicas, resultó que, en conjunto, las mujeres valoran los recursos financieros de la pareja el doble que los hombres. Estos resultados se reproducen hoy en los estudios que se extraen de las apps y webs de citas online.

Tercera objeción ¿y los hombres? ¿No tienen nada que decir? Claro, las estrategias de hombres y mujeres evolucionan de forma especular, como las de la simpática Pisaura Mirabilis. Ya lo iremos viendo.

Igual todo esto les está sonando un poco machista, o incluso facha. Siempre que esto ocurra deben recordar que existen dos posibilidades: una, que el autor de estas líneas lo sea efectivamente; otra, que por alguna razón el mainstream los haga navegar escorados, de modo que ahora desde su cubierta contemplan el horizonte de la realidad como si estuviera torcido. Recomiendo, entonces, seguir leyendo para recuperar la verticalidad y evitar el riesgo de caer al agua de forma poco airosa. Pasen un buen viernes y compren un Aston Martin, no sean rácanos. 

Comentarios

Kepa Minondas ha dicho que…
Muy bueno Fernando, as usual
Respecto a la posible adquisición de un Aston Martin yo diría, mintiendo como Sánchez, que no me apetece. La verdad es que mi mujer no me dejaría
No sé si con eso ilustro o no tu excelente y arriesgado artículo. Quizás algo
navarth ha dicho que…
Muchas gracias, Kepa. Nosotros hemos conseguido emparejarnos sin Aston Martin, lo cual tiene un mérito adicional imputable a nuestro atractivo. Un abrazo

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