La «bolsa de caramelos» es el conjunto de dádivas con las que el político pretende camelar a su electorado. No hace falta que tengan verdadero valor: pueden ser tanto baratijas llamativas como sustancias intoxicantes. Es decir, es igual que los collares de cristales de colores y el whiskey con los que los traficantes del lejano oeste camelaban a los incautos indios a cambio de pieles, siendo usted el indio desplumado y las pieles el poder que proporcionan sus votos a los traficantes políticos. La bolsa de caramelos funciona en todos los niveles y desde la Comisión de Fomento del Congreso –una de las más cotizadas para intoxicar pieles rojas- era frecuente ver a los diputados defendiendo vistosas baratijas para vender en su circunscripción: trenes condenados a ir vacíos, aeropuertos huérfanos de aviones, e incluso puentes que no llevaban a ninguna parte. Ya se habrán dado cuenta de la diferencia entre traficantes y diputados: los regalos de estos últimos, no sólo son costosísimos, sino que los paga el propio indio. Que no se dé cuenta de esto último es un prodigio de parcelación del espacio –al elector le parece estupendo que toda España sufrague sus caprichos sin darse cuenta de que el satisfará su parte alícuota de los de toda España- y del tiempo –el político recoge los votos antes de que el indio se dé cuenta de que se ha arruinado tontamente-. Por eso se conoce también este tipo de dádivas como «elefantes blancos», que son los regalos inútiles y costosísimos que el rey de Siam entregaba a los cortesanos a los que quería fastidiar. La geografía española está llena de elefantes blancos que han servido exclusivamente para garantizar el confort de los políticos.
Es obvio que esto no es un fenómeno nuevo: seguramente los votos se han comprado, con dinero o con regalos, desde los comicios centuriados, pero algunas cosas han ido cambiando. En principio eran los propios aspirantes a lo público los que pagaban los sobornos de su bolsillo, pero desde hace tiempo, como he dicho, acaban pagándolos los sobornados. Lo único que hasta ahora se mantenía intacta era una cierta etiqueta, un requerimiento mínimo de disimulo, algo de hipocresía, si quieren. El político que prometía una estación de AVE en un territorio inhóspito no decía que lo hacía para subir en las encuestas, sino para luchar contra la España vaciada o cosas así. Luego resultaba que la infraestructura de alta velocidad contribuía a vaciarla más eficazmente, pero el político ya estaba vendiendo otra cosa, y la etiqueta se mantenía. Incluso un tipo tan marginal como Pedro Sánchez, al aprobar un bono juvenil, no decía explícitamente «quiero vuestros votos a cambio, cabrones», pero la urgencia aritmética derivada de las últimas elecciones ha volatilizado incluso la etiqueta. Me temo que no nos hemos dado cuenta, de tan anestesiados que estamos.
Que la investidura de Sánchez la íbamos a pagar todos los españoles lo teníamos claro, pero Sánchez siempre va más allá. Resulta que el precio de los votos nacionalistas incluye, entre otras, dos exigencias lingüísticas: aparentar que el español no es la lengua común de España, y convertir las lenguas regionales en oficiales en Europa. La primera la pagó ayer Francina Armengol, que inauguró su prometedora presidencia del Congreso pisoteando su Reglamento. En cuanto a la segunda, y ante la reticencia de los representantes europeos –que se han apresurado a marear la perdiz-, Sánchez ha prometido rumboso que esta ronda la pagaría España. ¿España? España no ha dicho nada. Los que votaron a Sánchez no tenían ni idea de que pensaba hacerlo porque el PSOE no lo llevaba en el programa ni jamás había manifestado el menor interés en el asunto. En realidad había votado en contra, precisamente, del uso de las lenguas regionales, no ya en el parlamento europeo, sino en el español –sí, sí, eso que ahora aplaude entusiasmado Pachi López-, y quien impide lo menos impide lo más.
En resumen el presidente –en funciones, por cierto- no habla aquí en nombre e interés de España, sino en nombre e interés de Sánchez: esto es un pago descarado de la investidura que Sánchez –de manera transparente- impone a los españoles. Nunca de manera tan clara se habían visto los hilos la pantomima, ni se evidenciaba el flujo circular de la jeta. Y, oigan, que los juristas decidan, pero -al menos según la RAE- esto es una malversación.
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Buaaaaaa