« No soy yo quien te engendra, son los muertos. Son mi padre, su padre y sus mayores; son los que un largo dédalo de amores trazaron desde Adán y los desiertos de Caín y de Abel, en una aurora tan antigua que ya es mitología, y llegan, sangre y médula, a este día del porvenir, en que te engendro ahora. Siento su multitud. Somos nosotros y, entre nosotros, tú y los venideros hijos que has de engendrar. Los postrimeros y los del rojo Adán. Soy esos otros, también. La eternidad está en las cosas del tiempo, que son formas presurosas ». Jorge Luis Borges. Al hijo. Nuestros ancestros afrontaban unos retos existenciales acuciantes: alimentarse, protegerse de las inclemencias del tiempo, escapar de las infecciones, evitar ser devorados por depredadores o liquidados por un semejante… Y aún tenían que encontrar tiempo –y encanto- para aparearse. Aquellos que tenían éxito, los que conseguían sobrevivir y reproducirse, transmitían sus genes a la siguiente generación, y encriptadas en ellos alguna
Marx había profetizado -y ‘profetizar’ es el verbo exacto- que el capitalismo conduciría inexorablemente a la pauperización de las sociedades: toda la riqueza quedaría concentrada en las manos de unos pocos inmensamente ricos, mientras que la inmensa mayoría quedaría reducida a la indigencia. Dicho de otro modo: unos pocos ricos lo serían a costa del sufrimiento de la práctica totalidad de la población, y así nació inadvertidamente la teoría del «capitalismo suma-cero» , que impregnaría de forma indeleble el marxismo y sus derivados. El caso es que en la segunda década del siglo XX, como los países capitalistas no progresaban y los salarios crecían, Lenin -a la sazón sumo sacerdote marxista- decidió que había que dar una vuelta al asunto. Y así desempolvó las teorías de Hilferding y Hobson sobre el imperialismo para justificar que Marx no se había equivocado: vale, es cierto que la pauperización no se acaba de producir dentro de los países capitalistas, pero es porque los países capi