Las ideas de Gramsci y Lukács serán recogidas en los años 30 por la Escuela de Frankfurt, un think tank marxista provisto con las mentes más profundas y herméticas del momento. Una vez incorporadas las teorías psicoanalistas de Freud, la Escuela dictaminará que el capitalismo se las ha arreglado para crear una falsa conciencia de clase. Ahora los occidentales –excepto la Escuela de Frankfurt- están «alienados», que viene a querer decir que aún no se han tomado la píldora roja de Matrix porque, a pesar de sus sofisticadas formulaciones, la Escuela comparte creencias con los gnósticos. La misión de la Escuela, entonces, será servir de vanguardia iluminada para rescatar a los alienados del espejismo cultural capitalista. Y sucede algo curioso: a pesar de que los preceptos de la Escuela no son unánimemente leídos, influyen en la cultura a través de la moda, que se inclina decididamente hacia la izquierda.
Y entonces, de forma independiente, llega la verdadera revolución cultural a occidente. Es juvenil y banal, pero divertida. Está provocada por el bienestar económico y el consiguiente incremento del coste de oportunidad -en materia de diversión- que supone continuar con un excesivo apego al trabajo, la familia y las obligaciones con la comunidad. No digo que esté mal –soy hijo de esa revolución y he vivido ese maravilloso espejismo individualista e irresponsable- pero sin duda tiene un coste. El caso es que de nuevo, contra todo pronóstico, la Escuela de Frankfurt volverá a adquirir protagonismo en la revolución juerguista a través de uno de sus miembros más soporíferos: Herbert Marcuse. Eros y Civilización, que abunda en conceptos como «represión» y «sexualidad polimórfica pregenital», se convertirá en la biblia de la contracultura. Es obvio que ni beatniks ni hippies lo leen, pero proporciona una confortable aura intelectual y moral a sus exploraciones hedonistas, y a sus intentos de no acabar en las selvas de Vietnam.
Tal y como habrían deseado Gramsci, Lukács y la Escuela, esta primera revolución banal debilitará aún más la religión, pero el capitalismo la absorbe sin problemas–Mad Men nos cuenta como sus proclamas son convertidas en eslóganes de Coca-Cola- y el consumismo, uno de los motores de la «alienación», no se resiente. Con el tiempo los boomers, hijos de la revolución juvenil, colonizarán Wall Street y Silicon Valley. Se descubrirá que el consumo de psicotrópicos no es una buena receta para evitar la alienación, y Tinder demostrará que el sexo continúa siendo un monopolio de un afortunado 20%.
Ahora la religión está en recesión pero no el sentimiento religioso, porque el anhelo de trascendencia y de encontrar sentido a la vida continúan siendo motores primarios. Por eso a la revolución gamberra de los 60 sucede desde comienzos del siglo XXI una revolución religiosa: el wokismo. Está basada en la división del mundo en puros e impuros; en la exquisita satisfacción que proporciona ser parte de los primeros y aplicar la antorcha a los segundos. A la racionalización de este segundo advenimiento ha vuelto a contribuir Marcuse -que en Tolerancia represiva defendió la necesidad de negar derechos básicos a los que defienden opiniones conservadoras- pero sobre todo el más selecto grupo de charlatanes de la intelectualidad occidental: los postestructuralistas. Gracias a ellos la coherencia, la lógica, la realidad y los hechos dejan de ser factores constrictivos para el woke, que pueden concentrarse en administrar un universo moral excluyente y en asignar el estatus moral resultante. De este proceso, por cierto, la lucha de clases se ha esfumado definitivamente.
El caso es que la nueva revolución wokista tiene carácter religioso, tiene capacidad para crear una nueva «cultura», y ciertamente está demoliendo pilares básicos de la democracia liberal. Pero ¿y el capitalismo como sistema económico? Pues sigue indemne, y de hecho Silicon Valley se ha convertido en una nueva Meca. El verdadero problema es que grandes empresas han asumido la nueva fe con entusiasmo y en ocasiones en detrimento de la democracia liberal. Este es el caso de Apple o Disney, que se permiten boicotear legislaciones emanadas de los parlamentos estatales porque en su opinión –que los votantes no han pedido- contravienen los preceptos woke. Quién iba a pensar que el último asalto de la religión al estado lo protagonizaría Mickey Mouse.
p.d. ¿Y la foto? Es el portátil de Monedero que, al no entender cabalmente las cosas, ha tapado el logo de apple con la foto de Gramsci.
Comentarios
Y cuando digo todo es, no el comunismo que dicen, que no funciona sino el totalitarismo lo que puede, o no, funcionar y esos charlatanes, a callar. Pero la situación real del totalitarismo no cambia la naturaleza real de los hombres. El dictador cabal no se debe de descuidar. Situaciones transitorias. Si llueve, uno se moja. Es lo que hay y no lo que dicen los impermeabilizados.
¡Y nos saca a Monedero! ¡Gran hallazgo de la fantasía!¿Se creerá lo que dice? Un negador de la realidad pero que la usa. ¡Mira que utilizar,¡en público!, un artefacto capitalista y tapar, ¡en público!, la marca del artefacto!
Ese no cabalga contradicciones sino a búfalos que ni siquiera ve.
Le deseo lo mejor.