Lo que quiero decir es que por alguna razón la historia tiende a barrer bajo la alfombra lo ridículo. Quizás por creerse ella misma que es un solemne resultado de la planificación humana; quizás porque los historiadores consideran lo cómico poco compatible con sus sesudos escritos; quizás, en el caso de Fourier, por considerarse su ridiculez indigna de sus científicos seguidores. Pero sea por lo que sea esto nos priva de una información muy valiosa: los innumerables seguidores de Fourier no consideraban ridículo algo que -ejem- lo es. No es que nosotros seamos más listos que ellos -no lo somos-, es que ellos estaban sumergidos en su propio Zeitgeist, y este les impedía percibir lo desaforado de la obra de Fourier. Esta es la humilde tesis de este escrito: lo obviamente ridículo es uno de los mejores indicadores de la corriente emocional y cultural de la época. Y como lo emocional es bastante estable en el sapiens, la ridiculez que una época no percibe es el síntoma más fiable de su estado cultural.
Piensen en los nacionalistas catalanes adorando un bolardo. O piensen, que lo tenemos más cerca, en la histeria colectiva desatada por las gamberradas de un colegio mayor en Madrid. Recuerden que el presidente del gobierno -¡el presidente!- convocó una rueda de prensa en mitad de su actividad exterior; recuerden a la aspirante a alcaldesa de Madrid dictaminando que cada palabra soez era una violación; recuerden al líder de la oposición aportando su grano de arena al ridículo. Y recuerden sobre todo a ese chico que acabó perdiendo su beca y declarando por la más grotesca marea cultural que se recuerda.
Comentarios
Ni han estado en un andamio o una zanja.