Étienne Cabet es hoy bastante desconocido, pero en 1847 sus seguidores se contaban por cientos de miles. Había descrito su particular utopía -impecablemente ñoña en su apariencia y férreamente totalitaria en su fondo- en el bestseller Viaje a Icaria. Como los hippies y las ministras de Podemos Cabet partía de un planteamiento roussoniano: si la naturaleza es sabia y disponemos de la luz de la razón ¿cómo es que vemos dolor por todas partes? La continuación del planteamiento suele ser «porque hay mucho cabrón suelto», pero esto no se suele explicitar hasta que la purga comienza o alguien encuentra excesivamente caros los yogures de Mercadona.
El viajero recorre Icaria. Es un estado-masa en el que la individualidad ha desaparecido y rige una perfecta unanimidad. Existe un Parlamento, sí, pero no para debatir porque todos están siempre de acuerdo. En el momento en que llega el viajero está aprobando la «Ley que ordena inscribir una nueva legumbre en la lista de los alimentos; su cultura, y de la manera que se distribuirá», y además «Diez otras leyes referentes a los alimentos, a los vestidos, las habitaciones y al mobiliario»: no me digan que no les resulta familiar. La falta de discrepancia es el resultado de un minucioso programa de adoctrinamiento impuesto desde la infancia –Cabet lo llama educación-, de la abolición de la libertad de imprenta y la de prensa, y de la censura de la producción artística. Un personaje- tal vez una emanación de las dudas del propio Cabet- se atreve a objetar: ¿no criticaríamos esto si lo hiciera una monarquía opresiva? Sí, pero es que nosotros no lo somos. El gobernante de Icaria puede hacer cualquier cosa porque lo hace en bien de la Humanidad; lo que hacen las monarquías opresivas está mal, pero si lo hace el paraíso igualitario de Icaria está bien. Esta valoración según una atribución apriorística de intenciones se impondrá durante mucho tiempo en otros países más allá de Icaria.
Decidido a llevar su utopía a la práctica Cabet firmó un contrato con una compañía americana para la compra de un gigantesco terreno a orillas del río Rojo, Tejas. A principios de 1948 podemos verlo en el puerto de Le Havre, con lágrimas en los ojos, despidiendo al primer contingente de sesenta y nueve icarianos. Dos meses más tarde están en Nueva Orleans descubriendo que han sido estafados: las tierras compradas no se hallan estrictamente en la ribera del río Rojo, sino a cuatrocientos cincuenta kilómetros de ella. Además -quizás por un error en las unidades de medida- su propiedad se limita a la centésima parte de lo que ellos pensaban. Peor aún: las tierras no se encuentran agrupadas en un único punto, sino dispersas por el territorio. A pesar de ello la vanguardia de Cabet se pone en marcha en carretas tiradas por bueyes. En el trayecto todos enferman de paludismo, y el médico pierde la razón. Instalados en su destino los icarianos sobreviven penosamente; transcurrido un tiempo el propio Cabet se incorpora, y con él nuevos adeptos.
En la Icaria utópica reinaba la concordia y la unanimidad; en Icaria-Tejas los habitantes viven inmersos en perpetuas disensiones, enfrascados en interminables discusiones políticas. En lo único que ambas se parecen es en la desaparición de la libertad. Cabet, erigido en dictador por el bien de la Humanidad en abstracto, se dedica a controlar las vidas de sus súbditos concretos. Prohíbe el tabaco y el alcohol, se dedica a supervisar todos los asuntos privados, y hace que los icarianos se espíen y denuncien entre sí. En paralelo al deterioro económico incrementa el control de todos los aspectos públicos y privados de la comunidad, hasta que se produce una rebelión. Cabet, el admirador de la Revolucion, acaba despertando con sus súbditos cantando La Marsellesa bajo el balcón. No hemos emprendido este proyecto para no ser libres, se quejan amargamente, lo que parece indicar que realmente no se habían leído el bestseller. Cabet es destituido y expulsado de su utopía, y muere amargado al poco tiempo en San Luís.
El error de Cabet era triple. El primero, que quería mandar y ordenar todo. El segundo, es que -hijo cercano de la Ilustración, depositaba unas exageradas expectativas en la razón: si la sociedad no funciona perfectamente, se destruye y comenzamos de cero –en esto también se parece a Podemos-. El tercero, derivado del anterior, que ignoraba los ingredientes evolutivos con los que se construyen las sociedades exitosas: respeto a la individualidad, cooperación, liderazgo eficaz y moderada jerarquía. Pero sobre todo esto ya iremos hablando.
P.s. En Socialistas utópicos, del enigmático profesor Navarth, pueden encontrar una descripción más amplia de las andanzas de Cabet. Y de los otros
Comentarios
Después de esta entrada suya, que me ha sabido a poco, me he ido corriendo al pequeño volumen de "Socialistas Utópicos" , primera edición de 2016, para volver a leer sus reseñas sobre Cabet, y también sobre Saint Simon, sobre Owen, sobre Fourier...
Y claro, el libro está en la Colección Minúscula. Y la letra es , en efecto minúscula. Y yo ya, para leerla, aunque es una letra clara, necesito unas gafas especiales, de las de leer la composición de las medicinas, o, las cláusulas en los contratos con bancos y con seguros...
¿ No lo reeditaría usted en más grande ? ¿ Admitiría eso que ahora llaman crowdfunding ? ¡ Por favor !