El argumento es este: los hombres, con el fin de oprimir a las mujeres, esclavizarlas, para expulsarlas del espacio público –recuerden la histeria colectiva de las jeringuillas fake-, o sencillamente porque «les dan miedo sus tetas» han creado un sistema insidioso que anega toda la existencia: el heteropatriarcado. Es invisible. Como estamos sumergidos en él no somos conscientes de su existencia, pero determina todas nuestras actuaciones. Sólo unas pocas elegidas han conseguido sacar la cabeza -¿cómo lo han hecho?-, ingerir la pastilla roja y acceder a la verdad, porque esta creencia está emparentada con el gnosticismo. Ahora ellas contemplan al resto de mortales, marionetas manejadas por los hilos del heteropatriarcado, autómatas movidos por un maligno programador machista, sujetos movidos por un sesgo inconsciente que sólo una adecuada iluminación –la «formación en perspectiva de género»- puede mitigar.
Cuentan que Darwin se obsesionó con el pavo real, que consideraba una afrenta personal a su teoría. ¿Qué hace ese majadero orgulloso con esa cola tan obviamente inadaptada al medio? Pero enseguida se dio cuenta de algo elemental: la supervivencia mediante la adaptación al medio es sólo el primer requisito para conseguir aportar tus genes al acervo; el segundo es tener el suficiente encanto como para aparearte. Y si el presumido del pavo exhibe esa conspicua cola es por una única razón: a las hembras les gusta, y esto lo convierte en una estategia reproductiva exitosa. Los hombres -de modo análogo- no solemos ponernos plumas en la cabeza, pero tenemos una tendencia a rodearnos de los signos de status –como los coches caros- que atraen a las hembras. Si no tuviéramos esa tendencia no estaríamos aquí. Ah, y si las mujeres tiene pechos prominentes no es porque a los hombres les den miedo sino –precisamente- porque les gustan.
Es decir, que para entender lo que somos debemos prestar atención a la selección natural y a la selección sexual, y de hecho hay quienes explican nuestra inteligencia, nuestra capacidad artística e incluso nuestra moral mediante esta última. También hay que entender la evolución social -somos animales autodomesticados- y la cultural –somos, como dice Joseph Heinrich, los más raros del mundo-, y el resultado final es que somos un manojo de sesgos. No somos seres de luz dotados en busca de la verdad del milagroso poder de la razón, sino animales tramposos deseosos de alcanzar un buen sitio en la tribu e impresionar al sexo opuesto.
En fin que las cosas son muy complicadas como para reducirlas al sesgo único de los cansinos inquisidores del heteropatriarcado, ese «machismo» que utilizan como un conjuro en su empeño infantil por dominar la realidad. Pero es que además podemos rastrear el origen del sesgo y de la pintoresca teoría del heteropatriarcado opresor, y no es –por decirlo suavemente- lo más sofisticado del momento. Entonces ¿y si estos nuevos gnósticos no fueran más que unos –discúlpenme- zumbados? ¿Sería lógico que conformáramos toda nuestra existencia a sus delirios? ¿Sería sensato convertir la realidad en Shutter Island? Pues eso está ocurriendo ya. Observen que cuando la Suma Sacerdotisa acusa a los jueces de falta de formación en materia de género –que quiere decir «no os habéis tomado nuestra pastilla roja, chicos»- ellos no responden diciendo que les dejen en paz, sino que ya han hecho los deberes. Y mientras tanto se aprobarán más, muchos más, seminarios para el adoctrinamiento en «perspectiva de género» porque otro de nuestros sesgos –y este es realmente potente- es el del promedio: está muy enfadada, hay que darle algo. Termino recordando que esa ira que Irene Montero exhibe hacia los hombres, si bien comprensible por su experiencia personal, no puede considerarse una estrategia evolutiva estable: una tribu en la que sus sexos están peleados no tienen asegurada la posteridad.
Comentarios
El seso débil
Lo que las, ahora ultramachistas, quieren ya es tener un doble conmutador. Los hombres quietos, adormilados y acenizados, como estado natural, y ellas con el mando de ponerles en marcha o de aquietarlos según les venga en gana.
Como tener un juguete. Muy obediente.
Tener el mando automático.
Otro diría, castrar al macho y tener el repuesto.
Hasta que a los 13 años, me venció la biología, y me di cuenta de que era una chica, sin remedio...
Y empecé a verle la gracia a aquello de ser una chica. Lo de gustarles a los chicos, y que algunos de ellos me gustasen a mí. Y mucho más tarde, el poder gestar y criar hijos.
En general, y con honrosas excepciones, las chicas me caen mal. Incluso ahora que ya soy vieja. Me parecen quejicas y más cursis que un repollo con lazos. Porque si uno lucha por su libertad, y su responsabilidad, si asume el trabajo y los riesgos que le toquen, y, esto es fundamental, si tiene suerte, saldrá a flote igual que si hubiera sido un chico. ( un chico con suerte, claro, que no todo depende de uno, por mucho que se esfuerce.)
Y claro, no me gusta nada eso de que haya cuotas para las mujeres, ni que tengan ventajas legales sólo por ser mujeres.