No vacunarse es una opción, pero no se puede exigir mucha simpatía hacia ella. En algunos casos la decisión parece provenir de movimientos muy politizados y poco contaminados por la ciencia. En otros, de un temor a los efectos secundarios de la vacuna. Pero en este último caso -que implica, en la lucha contra la pandemia, delegar los «riesgos» de vacunarse en otros- estamos ante un caso claro de gorrón social. El
gorrón -o más finamente
free rider- siempre ha planteado un interesante enigma: cómo, a pesar de la tentación gorrona, hemos conseguido evolucionar hasta llegar a ser sociedades altamente cooperativas. Obviamente ser un aprovechado tiene beneficios inmediatos, y el propio Darwin pensó que la explicación está en la evolución grupal: aunque ser un aprovechado sea genéticamente rentable, una tribu de aprovechados perderá en la competición contra otra cuyos miembros acepten ciertos sacrificios por el bien común. Hoy se acepta que existe un factor aún más potente: la censura social. Nuestros alegres antepasados cazadores-recolectores, conscientes del riesgo que el gorrón suponía para un eficaz trabajo en equipo -indispensable a su vez para cazar grandes piezas- se dedicaron a avergonzarlos, aislarlos y, en casos extremos, eliminarlos. Nosotros somos descendientes de lo que parece ser la mezcla idónea: egoístas, pero con destellos virtuosos. Nuestra moral protege nuestra reputación ante la irascible tribu y nos ayuda a encontrar el límite entre nuestra comodidad y lo socialmente aceptable; en ese sentido somos más de Glaucón que de Sócrates. En todo caso, nos fastidian profundamente los aprovechados, como podemos comprobar cada vez que se nos cuela alguien en la cola de salida de la autopista.
Actualmente, la vacunación es voluntaria. ¿Debería ser obligatoria? ¿Deberían tener los gobiernos, ante determinadas amenazas para la salud pública, el poder de obligar a vacunarse a los ciudadanos? Los que lo defienden utilizan, implícitamente o no, criterios utilitaristas: el interés del ciudadano debe ceder ante el beneficio del mayor número. Pero el utilitarismo abre puertas muy peligrosas, y los que están en contra de la obligatoriedad expresan una sanísima desconfianza ante las intromisiones del poder en su autonomía personal; el gorrón, por cierto, se esconde entre ellos. En realidad parece ser una cuestión de grado: nadie se escandalizaría ante la obligatoriedad de vacunarse en una grave epidemia de ébola, pero es mucho más dudoso tolerar una invasión en lo privado en el estado actual de la pandemia.
En medio de la discusión han surgido expertos. ¿En qué? Un prestigioso virólogo ha propuesto que la sanidad pública no cubra el tratamiento por COVID a los no vacunados. Su conocimiento sobre el coronavirus lo legitima, al parecer, para hablar sobre limitaciones de derechos. Se da la circunstancia además de que, en su campo de conocimiento, no estuvo muy acertado al comienzo de la pandemia al considerarla menos preocupante que la gripe. Pero ya me he metido con los antivacunas, con los utilitaristas y con un virólogo, así que será mejor terminar este comentario.
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Y encima quedando estupendamente ante los demás, como habiéndose sacrificado por ellos...