Nuestro mundo era estable. Algunos, incluso, se atrevieron a pronosticar el fin de la historia. Hoy ese sueño se ha desvanecido. Ahora han llegado
«esos breves años en los que todo cambia de golpe. Políticos recién llegados asaltan el escenario. Los votantes claman por políticas que hasta ayer eran impensables. Las tensiones sociales que se habían mantenido durante mucho tiempo bajo la superficie se convierten en aterradoras explosiones. El sistema político, que hasta entonces ha parecido inmutable, da la impresión de poder derrumbarse. Este es el tipo de momento en el que ahora nos encontramos».
La democracia liberal, que parecíamos considerar como un escenario inmutable, ya no puede seguir dándose por sentada. El primer problema ha sido, precisamente, ese: los nacidos en democracia nos hemos acostumbrado a verla como fenómeno natural tan cotidiano como la salida diaria del sol. Ocurre, sin embargo, que la democracia liberal no es natural: es un artefacto diseñado para evitar que un poder sin frenos pueda avasallar a las personas; y para evitar lo que los que la diseñaron llamaban “tiranía de la mayoría”. El desconocimiento por los ciudadanos de los mecanismos imposibilita su defensa y la hace muy vulnerable ante los esfuerzos de los oportunistas para desactivarlos.
La democracia liberal ha sido estable mientras el crecimiento económico ha sido continuado. Durante mucho tiempo las nuevas generaciones tenían la razonable expectativa de vivir mejor que sus progenitores. Esta esperanza ahora ha desaparecido. El famoso elefante de Branko Milanovic demuestra que las clases medias de los países occidentales han sido las perdedoras de la globalización. La crisis financiera de 2008 agudizó el proceso, y con la epidemia COVID-19 las costuras parecen a punto de reventar.
Nuestra respuesta ante la crisis y la inseguridad es siempre la misma: se desencadena nuestra naturaleza tribal –en realidad la democracia liberal es una construcción para mantenerla a raya-. Ahora es el momento de los populistas, gestores del resentimiento y la frustración. Desde una visión dicotómica de amigo-enemigo –no es casual que a todos, de izquierda o derecha, les guste Carl Schmitt- defienden políticas basadas en la búsqueda de chivos expiatorios. Son esencialmente destructivos, y entienden la política como un juego de suma cero. Para ellos los problemas son sencillos, las masas lo entienden mejor que las elites, y el líder entiende a las masas: éstas pasan a ser identificadas con el verdadero pueblo, y el líder se convierte en su caudillo. A partir de ahí los mecanismos limitadores del poder de la democracia liberal pasan a ser un impedimento absurdo y antidemocrático. Puesto que los caudillos encarnan la voluntad del pueblo legítimo, se resisten a dejarse constreñir por la Ley. Contemplan con suspicacia la libertad de opinión y de información, y con decidido odio a las instituciones del estado que contrapesan su propio poder. Desde luego, prefieren la apelación plebiscitaria directa a los cauces de la democracia representativa.
«Pero en la imaginación de los populistas, la voluntad del pueblo no necesita ser intermediada, y cualquier compromiso con las minorías es una forma de corrupción. En ese sentido, los populistas son profundamente democráticos: mucho más fervientemente que los políticos tradicionales, creen que el demos debe gobernar. Pero también son profundamente iliberales: a diferencia de los políticos tradicionales, dicen abiertamente que ni las instituciones independientes ni los derechos individuales deben acallar la voz del pueblo».
La crisis de la democracia liberal también se comporta como una epidemia, y los síntomas se reproducen por todo el mundo con sorprendente regularidad. En Hungría, en Polonia, en Estados Unidos, en Turquía, en la India… y en España. Cuando estos mecanismos son desactivados, la democracia liberal deja de funcionar: sólo queda lo que se llama democracia sin derechos, o “democracia iliberal”.
En fin, yo quería hablarles del libro de Yascha Mounk El pueblo contra la democracia: Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla.
Aparte de las causas económicas de la crisis de la democracia liberal, Mounk propone otras dos. La primera, que vivimos en sociedades progresivamente menos étnicamente uniformes, lo que también contribuye a provocar la respuesta tribal. Para colmo estamos empeñados en parcelar identitariamente la ciudadanía y convertir a la sociedad en campo de batalla de guerritas culturales. Esto al menos, debería ser fácil de corregir porque :
«La única sociedad que puede tratar a todos sus miembros con respeto es aquella en la que cada individuo goza de derechos sobre la base de ser ciudadano, no sobre la base de pertenecer a un grupo particular».
La última causa mencionada por Mounk es la democratización de la información y la volatilización del monopolio de la información por los medios tradicionales: ahora cualquier francotirador en las redes puede esparcir las noticias más disparatadas, y nuestros sesgos cognitivos juegan a favor de su propagación. Mounk propone una serie de recetas para intentar defender la democracia liberal, pero en todo caso debemos tener presente una: no sobrevivirá “naturalmente". Si no hacemos un esfuerzo por defenderla, puede muy bien desaparecer.
Comentarios
La sociedad tiene querencias. Otros las encauzan.+
Don Bruno, las personas lo que tenemos son emociones, que la mayor parte de las veces ignoramos y nos dirigen. Las más potentes son las relacionadas con nuestra herencia tribal, y por eso soy tan pesado insistiendo en ellas.
Saludos.
Saludos y suerte.
(Acabo de leer la Revolución alemana 1918-19 de Sebastián Haffner, no el de la serenata, sino el de Historia de un alemán. Muy interesante y un poquito interesado pero verosímil. Si lo lee ya verá cómo no para de distraerse y pensar en España. ¡Qué fútiles son las cosas!) (Es la primera vez que recomiendo un libro en la red)