Proposición: Sánchez está intentando trasladar a la política nacional los exitosos métodos de los nacionalismos periféricos, imponiendo un discurso único que elimine la discrepancia y, eventualmente, la alternancia.
Resumiendo, el éxito de los nacionalismos periféricos ha consistido en la creación de un pensamiento hegemónico capaz de expulsar del espacio político al discrepante. Invocando la diversidad hacia fuera sofocaron la pluralidad en el interior, permitiendo un único campo legítimo –el del nacionalismo- para la política. Para esto contaron con recursos materiales –el control de los medios y la educación-, mecanismos emocionales -el deseo tribal de pertenencia-, y fenómenos sociales bien conocidos –la espiral de silencio que se desarrolla a partir de la interiorización de lo que se percibe como pensamiento dominante-. En todo caso la unanimidad monolítica sólo se consigue atropellando los derechos y libertades de los discrepantes, y esto, a su vez, necesita envolverse virtuosamente en alguna bella causa. Para los nacionalistas periféricos fue relativamente sencillo: durante mucho tiempo consiguieron vender su visión supremacista y anti-igualitaria disfrazada de democracia y libertad de los pueblos oprimidos. Y el resultado fue la creación de un cauce único para el discurso político legítimo: aquél que se situaba fuera de él, podía ser inmediatamente descalificado. En ese escenario los nacionalistas habían conseguido crear una masa de votantes dóciles, capaces de digerir cualquier mensaje que las terminales mediáticas proporcionaran, con independencia de su verosimilitud, coherencia o directa ridiculez; y al otro lado una mitad silenciada.
¿Qué hacían los partidos nacionales? A las élites socialistas, a pesar de que sus votantes solían ser los más perjudicados por el nacionalismo, no les costaba mucho asimilar el discurso nacionalista: a fin de cuentas España había llegado a identificarse con el franquismo, por lo que todo lo que supusiera atacarla contaba con una presunción de modernidad y democracia. En el caso del partido popular, se trataba básicamente de pertenencia y mimetización. En ambos casos había mero cálculo electoral: el nacionalismo, como cualquier tribalismo, es una mercancía que muchos votantes aprenden a desear cuando se les ofrece. Ambos partidos, además, contaban con un hecho elemental: no existía otra opción política en la que pudieran refugiarse los votantes frustrados, a los que durante mucho tiempo los grandes partidos dejaron huérfanos. Y, dado que necesitaban los votos de los nacionalistas para el gobierno nacional, las cesiones a éstos eran continuas. El nacimiento de partidos como UPyD y Ciudadanos fue, por tanto, una gran noticia, pues venían a romper esa dinámica perversa. Por un lado, daban voz a los votantes huérfanos de los territorios infectados de nacionalismo; por otro, permitían prescindir de los partidos nacionalistas en el gobierno nacional.
Sánchez –en un proceso que comenzó con Zapatero- está trasladando este esquema a la política nacional. La “cataluñización” de España empezó con la invasión ideológica –similar a la de los ultracuerpos- del PSOE por el PSC, lo que explica la facilidad con que posteriormente abandonaría los principios de igualdad y redistribución. Y ahora Sánchez ha experimentado con éxito la marginación y expulsión del adversario en las “guerras culturales” –en el feminismo convertido en “no, bonita”, en el ecologismo gretista, o en el Orgullo excluyente-. En estos campos, que han desplazado cuestiones muy relevantes de la agenda política, la discrepancia se ha convertido en anatema, y el que disiente se señala como un hereje. No es raro, por tanto, que Sánchez intente extender este esquema a toda la política, a la que convierte en un asunto de buenos progresistas contra malvados de la derecha. Sánchez, como los nacionalistas, cuenta con nuestra tendencia tribal a la política amigo-enemigo; y por supuesto cuenta con los medios de comunicación. En resumen, Sánchez ha importado la manera de hacer política de los nacionalismos periféricos, y ahora pretende gobernar contra media España. Obviamente la situación nacional no es exactamente igual a la regional: aquí no hay élites frente a charnegos/maketos, sino una fractura socioeconómicamente mucho más transversal; el potencial de conflicto es enorme.
¿Qué hacer?
Es imprescindible luchar contra esta estrategia divisiva y excluyente, por las mismas razones por las que había que oponerse al avance del discurso nacionalista. En este sentido Ciudadanos debería asumir el papel estelar de romper la polarización; intentar servir de bisagra –sí, bisagra- ilustrada y virtuosa que permitiera un gran acuerdo transversal; las razones cortoplacistas demoscópicas deberían ser dejadas a un lado. Ciudadanos perdió la oportunidad de intentar usar sus 57 diputados para intentar atraer a Sánchez a la centralidad. ¿Qué debe hacer ahora? Debe intentar conseguir grandes acuerdos desde el centro: presentar, simultáneamente a ambos lados, propuestas y medidas concretas que puedan recabar el apoyo inicial de PP y PSOE: sólo se puede empezar a construir a partir del centro. Porque pactar unilateralmente con Sánchez, sin el concurso del PP, estará contribuyendo a blanquear la estrategia y profundizando la marginación de una parte del espectro político. Es decir, se estará comportando a nivel nacional como se comportaba y comporta el PSC en ámbito regional.
Comentarios
¿verá algún ciego?