En 1943 Hiroo Onoda, que tenía 20 años y trabajaba en una compañía comercial, fue reclutado por el ejército japonés. Fue entrenado por la inteligencia naval y en 1944 fue enviado a la isla filipina de Lubang, que por aquel entonces se hallaba a punto de ser reconquistada por las fuerzas aliadas. Su misión consistía en integrarse en un grupo de comandos para realizar operaciones de sabotaje, incluyendo la voladura del campo de aviación y los muelles. En Lubang recibió las últimas instrucciones del Mayor Taniguchi: “Esta misión es muy importante. Puede durar tres, cuatro, cinco años, pero pase lo que pase volveremos a por ti. Mientras te quede un solo hombre tienes que cumplir tu tarea. Puede que tengas que acabar viviendo a base de cocos, pero bajo ningún concepto estás autorizado para suicidarte”.
Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron. Los aliados norteamericanos y filipinos invadieron la isla y en breve todo lo que quedaba de los saboteadores era un grupo integrado por Onoda y tres compañeros, que se vieron obligados a retirarse a las inextricables montañas del interior. A partir de ahí llevaron una existencia más bien lúgubre, y pronto se encontraron, efectivamente, viviendo de los cocos y los plátanos que podían encontrar, que añadían a sus menguantes raciones de arroz. Olvidadas sus ambiciosos objetivos de sabotaje, se contentaban con realizar incursiones esporádicas para matar alguna vaca de los campesinos con la que complementar su dieta.
En octubre de 1945, Onoda encontró una nota prendida en el cadáver de una res, víctima de una incursión precedente. En ella se les notificaba que la guerra había finalizado, que bajaran de las montañas, y que, por favor, dejaran de matar vacas. Considerándolo una trampa, los guerrilleros no dieron crédito al papel. Sin embargo, la noticia del grupo de comandos cuatreros llegó a los aliados, y un par de meses más tarde un B-17 de las fuerzas aéreas norteamericanas se dedicó a lanzar octavillas sobre las cabezas de los guerrilleros. Onoda y sus hombres, que por entonces llevaban ya más de un año en la jungla, las sometieron a un escrutinio riguroso. A pesar de contener una copia de la rendición firmada por el General Yamashita, un par de detalles en la redacción despertaron su recelo. Así que decidieron que se trataba de un nuevo truco de los aliados.
Durante los siguientes meses los comandos soportaron una continua lluvia de octavillas, fotografías, cartas de conocidos y documentos probatorios similares. En realidad, ya era imposible dar un paso por la jungla sin tropezarse con papeles de todo tipo. A esto se añadieron las llamadas, por medio de altavoces, de familiares y amigos, traídos a tal fin a las montañas de Lubang. Sin embargo, Onoda y sus hombres, que a esas alturas habían desarrollado una desconfianza patológica, siempre encontraban detalles sospechosos en los anuncios y comunicados.
Pasaron los años. Onoda y sus hombres se alimentaban como podían y ocasionalmente mataban campesinos, a los que creían aliados disfrazados. Como cada vez que liquidaban a uno aparecían partidas armadas en su busca, pensaban que esto confirmaba sus sospechas. En 1949 uno de los comandos decidió desertar, dejando el grupo reducido a tres miembros. Cuatro años más tarde, uno de ellos fue muerto en una escaramuza. Cuando la policía filipina verificó su identidad de combatiente japonés, y sabiendo que aún quedaban miembros activos del grupo, familiares y conocidos de Onoda volvieron a considerar la posibilidad de que éste continuara con vida. Sin embargo, renovados intentos de ponerse en contacto con él tampoco dieron resultado.
Durante 20 años más Onoda y su único compañero superviviente resistieron en la jungla, persuadidos de que en algún momento el alto mando japonés se pondría en contacto con ellos y les impartiría instrucciones para facilitar la sin duda inminente reconquista japonesa de la isla. En octubre de 1972, después de permanecer escondidos durante 27 años, el compañero de Onoda murió. Ahora Onoda estaba completamente sólo y, como confesó posteriormente, de buen grado habría practicado seppuku, pero recordando las instrucciones de su comandante se abstuvo de hacerlo.
En 1974 un universitario japonés llamado Suzuki salió a recorrer mundo con la jocosa intención de “ver un oso panda, al abominable hombre de las nieves, y al teniente Onoda”, que para entonces se había convertido en una leyenda. De la consecución de los dos primeros objetivos nada se sabe pero, contra todo pronóstico, al llegar a Lubang consiguió contactar con el último. Este escuchó, escéptico pero cortés, las razones de Suzuki, y le explicó que su comandante le había encomendado una misión treinta años atrás y sólo a él escucharía, pues era el único que tenía capacidad para revocarla. De modo que Suzuki volvió a Japón, consiguió contactar con Taniguchi -que por aquel entonces se dedicaba a la venta de libros- y lo llevó a Lubang. El antiguo comandante había engordado notablemente, pero fue inmediatamente reconocido por Onoda. Taniguchi había llevado consigo un papel, algo amarillento, en el que se detallaba la rendición y la orden de cesar de inmediato en todas las actividades de guerra. Mientras Onoda leía el comunicado Suzuki y Taniguchi, con creciente alarma, podían ver como la cólera le iba deformando el rostro, hasta que de repente estalló: “¿De modo que hemos perdido la guerra? ¿Cómo han podido ser tan descuidados?” Onoda relataría más tarde lo que sintió en ese momento: “De repente todo se volvió negro, y una tormenta comenzó a rugir en mi interior. Me sentía como un imbécil por tantas dudas y recelos. Y lo que es peor ¿dónde había ido el tiempo perdido durante todos esos años?” Quedaba el asunto de los campesinos filipinos que había ido matando a lo largo de los años, que en aquel momento sumaban treinta. A esto había que sumar las vacas devoradas. Sin embargo, dadas las extraordinarias circunstancias, el presidente Marcos decidió otorgarle el perdón.
De vuelta en Japón Onoda fue recibido como un héroe, y obligado a participar en un sinnúmero de banquetes y ceremonias. Sin embargo, tantos años en la jungla le habían provocado cierta aversión a las multitudes. Finalmente reunió sus ahorros y se marcho a Brasl, donde compró una granja y se dedicó a la cría de ganado. Allí consiguió ser el líder de la colonia japonesa del país, cuya existencia yo desconocía.
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