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VIERNES DE SEXO (9) OTRO INTERLUDIO


Si usted contempla alguno de esos programas de supervivencia como Aventura en pelotas –y realmente no tiene por qué hacerlo- se dará cuenta de que, súbitamente abandonados a nuestros recursos, estamos mucho más indefensos que el chimpancé más obtuso. Esta es la paradoja: aunque nosotros somos más inteligentes, esa diferencia no justifica la que hay entre una ciudad moderna y un grupo de simios en la jungla. Lo verdaderamente diferencial es nuestra capacidad para transmitir y adquirir un montón de conocimiento. Si usted, lector, es jíbaro conocerá el complicadísimo proceso de elaboración del curare para sus flechas, y si es valenciano sabrá que hay que echar el arroz en cruz en la paella para que la cocción sea uniforme, pero ninguno de los dos habrá llegado a esos conocimientos útiles por sus medios. Nuestra receta como sapiens es que venimos equipados para asimilar la cultura acumulada por los que nos han precedido y, en ocasiones, para enriquecerla. Y la cuestión es esta: si bien la cultura no se transmite genéticamente, es capaz de moldear la psicología de las personas y de condicionar el funcionamiento de sus hormonas. «No hay duda de que la evolución cultural ha encontrado una miríada de rutas biológicas hacia nuestro cerebro y nuestro comportamiento», dice Joseph Heinrich. Hay, entonces, una tercera pata que complementa la selección natural y la sexual: la evolución cultural. El camino para estudiarla promete ser apasionante: mediante ella, el sapiens parece ser la única especie que influye -aunque sea de forma no consciente- en su propia evolución.

La monogamia

«Los señores y principales se quedaban todas las mujeres, de modo que cuando un indio común se quería casar apenas hallaba ninguna». Esta descripción de la sociedad azteca que hace Fray Toribio de Benavente refleja la principal característica de todas las sociedades poligínicas, en las que los machos pueden emparejarse con varias hembras: 1) los machos de alto status acaparan las hembras, y 2) se genera un remanente de machos de bajo estatus con pocas posibilidades de encontrar pareja. El caso es que la poliginia de los aztecas no era rara: los raros somos nosotros y nuestra monogamia. De hecho ningún primate es monógamo, y a juzgar por el comportamiento sexual de chimpancés y bonobos, no parece que el ancestro común que compartimos con ellos –que debía de ser bastante promiscuo- estableciera relaciones estables. Pero desde que divergimos de nuestros primos simios la evolución ha creado una psicología del emparejamiento peculiar, que puede alentar lazos emocionales estables y profundos en la pareja como para estimular, entre otras cosas, que los hombres inviertan en los hijos. Aun así, en el estudio más extenso llevado a cabo sobre el asunto el 90% de las poblaciones de cazadores recolectores contaba con uniones poligínicas. Ojo –como ustedes ya pueden sospechar- la poliginia no es una preferencia exclusiva de los machos: las hembras, si se dispone de esa posibilidad, pueden preferir la poliginia a la monogamia, compartir con otras un macho de alto estatus antes que disfrutar en exclusiva de uno de menor nivel; todo depende del nivel de diferencia. Lo que no se da prácticamente nunca –aunque moleste al feminismo woke- es la poliandria, es decir, varios hombres compartiendo una mujer –organización, clamaba el chiste-.

En resumen, parece existir una fuerte tendencia a la poliginia en el sapiens. Entonces ¿por qué está extendida la monogamia? La explicación está en la exitosa expansión de la Iglesia cristiana, con sus peculiares prescripciones sobre la familia. Según Heinrich, la monogamia genera un abanico de efectos sociales y psicológicos que proporcionan a las sociedades una ventaja competitiva sobre otros grupos. En cierto modo la monogamia explica el éxito de la civilización occidental –ahora en retroceso-, y la subsiguiente expansión de las sociedades europeas por todo el mundo –también-. Esto es evolución cultural.

El problema matemático de la poliginia. 

El problema principal del emparejamiento poligínico es que produce una gran bolsa de hombres solteros de bajo estatus con pocas perspectivas de casarse e incluso acceder a cópulas. Y, en respuesta, su psicología desencadena una fiera competición intragrupal que puede desembocar en violencia. No tienen nada que perder desde el punto de vista evolutivo, y por eso son propensos a estrategias descabelladas.

Vean, en la imagen que encabeza estas líneas, el caso que plantea Heinrich. El bueno de Samu, macho de bajo estatus, tiene una remota probabilidad de un 1% de acceder a cópulas y perpetuar sus genes. Si mata y roba a su rico vecino comerciante incrementará drásticamente sus posibilidades de emparejamiento, pero -la policía del poblado es efectiva- sabe que hay un 90% de probabilidades de que lo cojan y lo ejecuten. ¿Qué hacer? Incluso con una probabilidad tan alta de ser pillado, sus posibilidades de perpetuar sus genes se han multiplicado por 10. La selección natural, me temo, ha afinado la psicología masculina para hacer estos cálculos de forma no consciente; en circunstancias como las previstas los hombres sin posibilidad de emparejamiento tienen una mayor predisposición a lanzar el dado y cometer el crimen. Tremendo ¿eh?

No solo eso. En las sociedades poligínicas los machos de alto estatus como Atila tienen muchos más estímulos para competir y adquirir recursos y estatus adicional para, de este modo, ir acumulando hembras. Lo hacen a costa de invertir menos esfuerzos en la familia original, y por eso la monogamia, aunque también restringe la posibilidad de elección de las mujeres, hace que en promedio ellas y sus hijos tengan más posibilidades de prosperar en el largo plazo.

La cultura altera la psicología, pero también el funcionamiento de las hormonas, y éstas a su vez interfieren en la psicología. Los testículos del hombre producen testosterona, una hormona relacionada con competencia con otros machos y, en general, con la agresividad. Está presente en otros mamíferos, y también en aves. Muchas especies –como el gorrión- forman parejas estables monógamas en cada estación –son monógamos fijos discontinuos, podríamos decir-, defienden el territorio y colaboran con la crianza de los polluelos. El caso es que sus niveles de testosterona responden a las distintas situaciones en cada época del año. En la fase de apareamiento, en que tienen que competir con otros machos, los niveles van subiendo hasta que la hembra comienza a ovular, momento en que la vigilancia debe ser máxima porque está en su momento de mayor fertilidad. Pero en el momento en que la hembra queda embarazada la testosterona se desploma y el macho se prepara para alimentar y cuidar a las crías. De hecho si se manipula al gorrión para que siga produciendo testosterona continúa todo chulito pelando y buscando hembras, a la vez que descuida el cuidado de la prole.

Pues en los machos humanos funciona igual: cuando se casan descienden los niveles de testosterona, y cuando se separan vuelven a ascender. Los padres con un menor nivel de testosterona cuidan más de sus hijos, e incluso están preparados para percibir y soportar sus llantos. Parece como si existiera un tradeoff entre el tiempo que uno dedica a buscar otras hembras y combatir adversarios –como el testosterónico Don Juan en el viernes de sexo nº 7- con el necesario para atender a la familia. Pues bien, las normas de la monogamia EIRD manipulan esos diales. Al casado, le impiden que tenga más hembras: al soltero le posibilitan que las tenga. La política china del hijo único representa otro buen ejemplo de los efectos de la cultura. Como sus familias son patrilineales, y se necesitaban hijos varones para mantenerla, se procedió a la eliminación selectiva de millones de nasciturus femeninos. En 2009 ya había un sobrante de 30 millones de varones, y los índices de criminalidad se dispararon. Porque niveles más altos de testosterona alientan el comportamiento criminal en hombres de bajo estatus.

Es decir la política de la iglesia del matrimonio monógamo contribuyó a domesticar a los hombres haciéndolos menos violentos, menos competitivos y más cooperadores. La evolución cultural domesticó la tendencia natural –aunque esa tendencia no ha desaparecido, claro-. Un tal Herlihy se plantea que fue la primera piedra en el camino a la igualdad, tanto entre los hombres como entre los sexos. Recuerda a un relato de Asimov en el que un agente espacio-temporal cambiaba un pequeño detalle en el pasado provocando tremendas consecuencias en el futuro. Solo que la Iglesia lo hizo sin querer.

Ah, no vean en esta entrada alguna especie de juicio moral hacia el matrimonio monógamo: se trata, en todo caso, de un análisis de evaluación de políticas públicas, deformación profesional derivada de haberme dedicado a ello en el pasado (y sí, para ser un «viernes de sexo» no es de los más estimulantes). Pasen buena tarde.

Comentarios

Teto ha dicho que…
Supongo que el libro del que usted habla es “Las personas más raras del mundo”. Las consideraciones de Heinrich sobre el papel de la Iglesia Católica en la conformación de la familia y la sexualidad occidentales son impagables. A veces me pregunto cuántos de estos libros imprescindibles me estoy perdiendo. Pero su blog ayuda a encontrarlos. Gracias por eso.

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