Publicado en Mallorca Diario 08/12/2023
Lo de las «microagresiones» lo inventó un chino-americano. El vuelo iba vacío, la azafata le pidió amablemente cambiarse de lado para equilibrar el aparato, y al profesor Derald Wing Sue le pareció percibir un tufillo racista. Ante las protestas airadas del picajoso oriental, la azafata jugó mal sus cartas: decidió responder serenamente, en términos estrictamente profesionales, en lugar de invocar su condición de mujer y devolverle la acusación. Porque la «microagresión» es una baza que sólo pueden usar los colectivos a los que previamente se ha asignado la condición de explotados -entre los que están determinadas etnias y las mujeres, pero no el personal de cabina-. En 2014 la Universidad de California ya disponía de una guía con 52 frases triviales que podían ser consideradas «microagresiones», entre las que se incluían «¿de dónde eres?» y «creo que la persona más cualificada debería obtener el trabajo». En todo caso ¿por qué aplicar un término tan fuerte – agresión- a un hecho que se encuentra entre una falta de tacto del que lo ejecuta y un exceso de susceptibilidad del que lo padece? Porque se trataba de poner de manifiesto que, aunque parezcan actos irrelevantes, las «microagresiones» son síntomas de la existencia de una violencia «estructural» en la sociedad occidental, un dogma de la sofocante ideología woke que inundaba los campus. En paralelo se desarrollaron otras innovaciones. En 2015 la Universidad de Brown, ante la inminencia de un debate sobre la «cultura de la violación», preparó un novedoso «espacio seguro», una habitación -con almohadones, música relajante, galletitas, cuadernos para colorear, plastilina y un vídeo de perritos juguetones- en la que alumnos perturbados por las opiniones vertidas pudieran recuperarse. Y la cosa siguió escalando. En otoño de 2015 el campus de Yale se incendió por las protestas de estudiantes afroamericanos. Pretendían que, para el Halloween que se avecinaba, se fijasen reglas que impidiesen la «apropiación cultural»: ponerse un sombrero mejicano sin ser mejicano, o vestirse de Pocahontas sin ser indio -podían, presumiblemente, continuar los disfraces de Drácula al no ser los vampiros transilvanos un colectivo oprimido-. En fin, este era el ambiente neurótico de las universidades norteamericanas; interactuar normalmente en ellas era como pasear por un campo de minas.
La noche del pasado 7 de octubre, treinta grupos de estudiantes de Harvard publicaron una carta abierta afirmando que Israel era «completamente responsable» de la masacre que acababa de sufrir. Antes incluso de que Israel iniciara su respuesta, se expandieron por los campus manifestaciones a favor de la causa palestina en las que se animaba a desatar la Yihad contra los judíos, empujarlos al mar, y acabar con ellos de una vez. En las imágenes puede verse a estudiantes judíos que lloran al ser increpados y acosados, pero estas macroagresiones encontraron una simpatía bastante limitada. Este martes las presidentas de Harvard, Pennsylvania y el MIT tuvieron que acudir a una comisión del Congreso, donde se les hizo la siguiente pregunta: «La llamada al genocidio de judíos ¿viola el código de conducta de su universidad, o sus normas relativas al acoso?». «Depende del contexto», contestaron tranquilamente las presidentas de las hipersensibilizadas universidades. Es obvio que Claudine Gay, presidenta de Harvard, no habría reaccionado con la misma frialdad si el genocidio propuesto hubiera sido de negros o de mujeres, porque ella reúne -de forma «interseccional», en terminología woke- ambas condiciones. Porque lo que las presidentas expresaron el martes fue lo siguiente: los judíos no son un grupo a proteger, así que insultarlos o amenazarlos no es tan grave; en el caso de los judíos, todo depende del contexto. Adiós a los fundamentos de la moral occidental, al imperativo categórico kantiano, y al «velo de la ignorancia» de Rawls.
En resumen, uno puede ser expulsado de las universidades por un piropo inoportuno, o por el uso indebido de pronombres, pero, si se incita al genocidio, dependerá del grupo para el que se recomiende. En fin, que las presidentas de Harvard, Penn y el MIT han sido los canarios en la mina de carbón que han alertado de la toxicidad mortal del wokismo. Esperemos que la comparecencia del martes haya supuesto el principio del fin de esa ideología tribal e insidiosa, que divide de forma maniquea la sociedad entre víctimas y verdugos, explotados y explotadores, y aplica normas morales diferentes para cada grupo.
Comentarios
Perooo...¿Princio del fin, ya? No creo, me parece demasiado optimista
Lo que si creo es que esta pandemia de woke-gilipollez puede empezar a amainar pronto. La masas empiezan a estar hasta el gorro o hasta lo que sirva de cubrecabezas de las masas