Joan Laporta explica que Enríquez Negreira no podía influir en el comportamiento de los árbitros porque lo único que tenía en su mano era la posibilidad de hacerles la vida confortable. Y usted se indigna y piensa «este tío cree que somos idiotas». Bien, ambos tienen razón pero no se indigne: Joan Laporta no se dirige a usted, sino a los adeptos del Barça como Sumo –ah, la polisemia- Sacerdote del club. Y no es que los socios sean estructuralmente idiotas, claro: sencillamente se encuentran en modo secta. Laporta sabe que la disonancia que ha nacido entre las desagradables revelaciones de la corrupción y la enorme inversión emocional en el club se ajusta siempre a costa del elemento más débil, la realidad. Si Laporta les hubiera dicho que Negreira no dirigía a los árbitros sino a una compañía de ballet les habría parecido bien. No a todos, claro, pero los socios contumaces están en una disposición similar a los de la Hermandad de los Siete Rayos recibiendo la información de que si el platillo volante no apareció para rescatarlos fue para poner a prueba su fe.
Ahora piensen en la Ministra Montero, autora directa de la más asombrosa pifia legislativa que se conoce, repitiendo las consignas bobas del «consentimiento en el centro» y el «código de la manada» y echando la culpa a los jueces por aplicar su ley. ¿Es que cree que somos idiotas? De nuevo, no se dirige a usted sino a sus adeptos sectarios que según la demoscopia -y en número menguante- han decidido suspender su incredulidad como si asistieran a una película de Harry Potter. Y ahí están, felices de que su feminismo haya puesto en libertad a más de 100 agresores sexuales y haya aliviado las penas de más de mil. Ni el Baghwan demostró tanto poder sobre sus seguidores.
Piensen en Pedro Sánchez hablando de «no deseados» para referirse a los efectos de una ley que de una manera asombrosamente irresponsable no previó. O en la ministra Alegría llamando antisistema al partido que le está apoyando para arreglar el desaguisado. ¿Piensan que somos idiotas? Pues eso. El sectarismo, mediante el ajuste de disonancia, nos convierte en idiotas. Y en malos, pero esa es otra historia.
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Y que se vaya a la porra el que le haga pensar o le contradiga.