Vehemente. Es Michel Desmurget, doctor en neurociencia y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia. Su exasperación tiene un triple motivo: uno, el uso de dispositivos digitales en menores está disparado; dos, la evidencia científica dice que entorpece el desarrollo de la inteligencia «desde el lenguaje hasta la concentración, pasando por la memoria, el cociente intelectual, la socialización y el control de las emociones»; tres, se asiste con indiferencia olímpica a las dos anteriores. Añadamos que este abuso digital tiene efectos perniciosos sobre la salud: afecta al sueño –que también está implicado en la formación de memoria a largo plazo- y favorece el sedentarismo. Y ni siquiera hace felices a los usuarios, como los crecientes niveles de depresión y la ansiedad en adolescentes indican.
Por partes. Lo del abuso de dispositivos digitales es escasamente discutible:
Tampoco sorprenderá a nadie su impacto destructivo sobre la capacidad de concentración. Esto no es casual: nuestro tiempo de atención es el producto que las empresas tecnológicas venden a los anunciantes. Por eso nos han convertido en adictos con las mismas técnicas -y tranquilidad de conciencia- que Olds y Milner empleaban con ratas en los 50 –juego de palabras prescindible: unas palancas volvían yonquis a las ratas; un ratón a nosotros-. Con el fin de «convertir nuestra distracción en dinero» las grandes tecnológicas explotan vulnerabilidades evolutivas. Por ejemplo hemos heredado de nuestros antepasados, que tenían que decidir rápidamente si el movimiento de unas ramas delataba a un depredador, la tendencia a monitorizar en todo momento los cambios en el entorno. Ahora nuestro cerebro…
«(…) está genéticamente programado para obtener información y recibir a cambio una “recompensa”, en forma de pequeño chute de dopamina (…) Si consultamos de un modo tan frenético nuestros dispositivos móviles incluso en situaciones en las que no tenemos ninguna necesidad objetiva de hacerlo es, por una parte, porque sentimos (inconscientemente) miedo de perdernos algún dato vital, y, por otra, porque cumplir ese proceso de comprobación nos brinda un pequeño chute de dopamina muy agradable (y adictivo). A este doble mecanismo se le suele conocer como “FoMO”, acrónimo de Fear of Missing Out (“miedo a perderse algo”)».
Esto incluye a las redes sociales –los usuarios conocemos bien las dosis de dopamina que liberan los likes-, a las aplicaciones de correo electrónico, o a los buscadores de internet. Pero la adicción digital no sólo pulveriza la concentración y genera zombis despistados. En 2010 Nicholas Carr describió en Superficiales las alteraciones que inadvertidamente está provocando Internet en nuestras mentes. Como consecuencia de la plasticidad cerebral los cambios en las herramientas de transmisión de conocimiento acaban cambiando las estructuras neuronales del cerebro y nuestra propia manera de conocer. Ocurrió con la invención del alfabeto, con el tránsito de una cultura oral a otra escrita, con la expansión de la lectura y la escritura provocada por la imprenta, y está pasando ahora. Como recuerda Michael Merzenich «cuando la cultura opera cambios en el modo en que ocupamos nuestro cerebro, el resultado es un cerebro DIFERENTE» (mayúsculas suyas). Pues bien, estos cambios conllevan pérdidas y ganancias:
«Pareciera que hemos llegado, como anticipó McLuhan, a un momento crucial en nuestra historia intelectual y cultural, una fase de transición entre dos formas muy diferentes de pensamiento. Lo que estamos entregando a cambio de las riquezas de Internet —y sólo un burro se negaría a ver esa riqueza— es lo que Karp llama “nuestro viejo proceso lineal de pensamiento”. Calmada, concentrada, sin distracciones, la mente lineal está siendo desplazada por una nueva clase de mente que quiere y necesita recibir y diseminar información en estallidos cortos, descoordinados, frecuentemente solapados —cuanto más rápido, mejor—».
Esta mente lineal -producto de la cultura escrita- es la que procede secuencialmente, formando cadenas de argumentos en las que cada eslabón enlaza lógicamente con el precedente, sometida de este modo a las reglas de la coherencia. Es la asociada a «la adquisición consciente de conocimiento, el análisis inductivo, el pensamiento crítico, la imaginación y la reflexión». Es la mente racional de la Ilustración, y la mente científica de la Revolución Industrial, y es posible que la estemos perdiendo a cambio de una mente multitarea más adaptada para navegar –en superficie- por el océano de internet.
Desmurget, de nuevo vehemente, lo resume en que los estudios mayoritarios dicen que «la juventud actual es, a todas luces, la generación “más estúpida”; que la actual “locura digital [es] un veneno para los niños”; que las pantallas resultan “nocivas para el desarrollo del cerebro”; que “las nuevas tecnologías nos contaminan” y “colocan al cerebro en una situación permanente de multitarea para la que no está diseñado”». ¿Cómo es posible entonces que todo esto esté pasando bastante desapercibido? Porque existe una maniobra deliberada de ocultación por parte de las tecnológicas, similar a la de la industria tabaquera que durante mucho tiempo consiguió oscurecer la abrumadora evidencia de riesgo para los fumadores. Este proceso Desmurget también parece conocerlo bien:
«El protocolo sigue prácticamente la misma secuencia en todos los casos: primero, se niega la mayor; más tarde, cuando continuar con esta estrategia es ya verdaderamente demasiado difícil, se minimizan los datos, se lanza la voz de alarma contra la culpabilización que se está haciendo de los usuarios, se apela a la libertad de los consumidores, se ensalza el sentido común (ese supuesto muro de contención que nos salva del reduccionismo científico), se denuncia el carácter exagerado, alarmista, reaccionario, moralizante o totalitario de las campañas y, sobre todo, y en último término, se suscitan dudas sobre la validez, la honestidad y la coherencia de los resultados molestos».
En este proceso de desinformación el «experto» a sueldo es una pieza esencial. Recuerda bastante a ciertos politólogos.
La fábrica de cretinos digitales. Michel Desmurget
Comentarios
Y no veo la manera de poder hacerle frente a este problema. Esperemos al menos que se empiece a hablar de ello. Gracias por tanto por este artículo.
Estallidos, flashes, multitarea, fragmentación de la atención y del discurso, píldoras... La confianza en el emisor será clave.
También la distinción tajante entre señal y ruido para poder sobrevivir.
¡Disfrute!
Me siento culpable, porque su abuelo y yo, les regalamos a nuestros "marcianitos " ( nietos ) , un i pad y un lápiz especial para el i pad, a cada uno, por su 10º cumpleaños, para que se independizasen un poco de sus padres. Que parecían viejos prematuros, recitando consignas políticas que no eran propias de su edad, hablando de Trump, del Calentamiento Global , yendo a museos ...
Y ahora , pienso ¿ les habremos ayudado a salir de Málaga para acabar en Malagón ?
Me he llevado la grata sorpresa de ver por aquí a tu tocayo de nombre y primer apellido. Entre ambos podríais escribir un buen libro de ciencias sociales... Quizás con el pseudónimo de "Carmen Molamás"
Un abrazo.