El mecanismo sicológico del promedio consiste en pensar que, ante dos posiciones enfrentadas, la verdad se encuentra siempre en un punto intermedio entre ambas. Puede estar más cerca de uno u otro extremo, pero no en uno de ellos. Y esto funciona así aunque una de las posiciones sea perfectamente razonable y la otra evidentemente descabellada, estúpida, o maligna. El caso es que, a la hora de ponderar, nunca damos valor cero a estas posiciones disparatadas, de modo que, poco a poco, a través de sucesivos promedios, la repetición de situaciones perversas va desplazando hacia ellas la percepción de normalidad. Así enferman las sociedades.
El corolario es que una posición firmemente argumentada, si se resiste a ceder ante cualquier estupidez o inmoralidad que se le oponga, es inmediatamente vista como radical.
El corolario es que una posición firmemente argumentada, si se resiste a ceder ante cualquier estupidez o inmoralidad que se le oponga, es inmediatamente vista como radical.
Comentarios
Incluso los “promedios” son identitarios, dependen de cómo se percibe la identidad mayoritaria, cuál es el Nosotros articulador del espacio en el que tenemos que movernos. La opinión, los sonidos con los que nos adornamos no son más que un marcador identitario más, y uno de los más frágiles. Los signos externos banales son mucho más determinantes a la hora de que nuestro instinto de pertenencia detecte el Nosotros. Un aita, un garikoitz, un eructo, un jersey lanudo… son signos que acreditan nuestra identidad bastante mejor y con bastante más peso que el argumento más elaborado. Los pensamientos no se ven. Tienen poca influencia identitaria, no sirven para condicionar el entorno. Nos olvidamos que la primera función de todo sistema de signos es acreditarnos como miembros de un Nosotros. Esa es la primera información que busca nuestro instinto, no las sutilezas del lenguaje.