No es casual que en nuestra época se haya incorporado a los diccionarios el término “posverdad”, ese discurso “en el que los políticos no solo mienten -siempre lo han hecho-, sino que parecen deleitarse en deshacerse de las sombrías restricciones de la coherencia”. ¿Y por qué surge la posverdad en este momento? Tal vez porque ahora la vida es más compleja; quien nacía hace 200 años tenía un horizonte mucho más limitado por sus condiciones culturales y económicas, y ahora en cambio las posibilidades parecen infinitas -no lo son; es un espejismo, como la gran variedad de posturas del Kamasutra-. O tal vez lo que ocurre es que ahora se lee mucho menos, y junto a la lectura se ha evaporado la capacidad de reflexionar y detectar la incoherencia. El caso es que hoy la realidad es más confusa, exige mucho tiempo para su interpretación -y el coste de ese tiempo es mayor, por lo de la diversidad de posibilidades-, y eso la hace vulnerable a los charlatanes. Esa es la tarea de los fabricantes de relatos: proporcionar explicaciones sencillas de la realidad que hagan coincidir los gustos de un número suficiente de gente y los intereses del aventurero de turno. Aunque el relato de la realidad no tenga nada que ver con la realidad.
En resumen nuestro presidente no aspira -volviendo a Platón- a un particular anillo de Giges que le proporcione la invisibilidad de sus acciones, sino a otro que le permita ser un caradura destructivo a plena luz. Y en esta moderna posverdad, en esta sofisticada sustitución de la realidad por un relato, el elemento básico es bastante rupestre: la designación de un enemigo hacia el que derivar la culpa y el resentimiento. En el relato sanchista los enemigos clásicos son el franquismo y la derecha , pero están un poco desgastados y ha habido que tirar de conspiraciones de poderes ocultos fumando puros lo cual, si se piensa, es un poco contradictorio.
En todo caso aunque el relato se imponga la realidad no desaparece, del mismo modo que sólo nos creemos a Superman mientras dura la proyección. Sánchez lo sabe, pero también le da igual. En primer lugar, porque el relato le permite disfrutar de la realidad del poder. Y en segundo porque cuando haya que ponerse a reparar lo destruido -si es que se puede- él estará a otra cosa y tendrá un montón de fotos disfrazado de estadista, que parece hacerle mucha ilusión.
Comentarios
(Qué juego de palabras más malo. Ya me iba)