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LA PARADOJA DE LA BONDAD


¿Rousseau o Hobbes? ¿Somos animales naturalmente pacíficos y tolerantes, o más bien peligrosas criaturas que hacen su vida «solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve»? Puede que, finalmente, los dos tuvieran razón:

«Nuestra tolerancia social y nuestra agresividad no son los opuestos que inicialmente parecen ser, porque los dos comportamientos implican diferentes tipos de agresión. Nuestra tolerancia social proviene de que tenemos una tendencia relativamente baja a la agresión reactiva, mientras que la violencia que hace mortales a los humanos es la agresión proactiva (…) La agresión -es decir, un comportamiento destinado a causar daño físico o mental- se divide en dos tipos principales, tan distintos en su función y biología que desde un punto de vista evolutivo necesitan ser considerados por separado».

La agresión reactiva es la agresión defensiva, impulsiva, y en caliente; deriva de impulsos de ira o miedo, y se relaciona con la pérdida de control. La agresión proactiva es ofensiva, premeditada y fría, no relacionada con la eliminación de un estímulo adverso sino con la consecución de una recompensa positiva.

«Puntuamos bajo en la escala de uno de los tipos de (agresión reactiva) y alto en el otro (agresión proactiva) (…) Las tendencias globales son claras: en comparación con otros primates mantenemos niveles excepcionalmente bajos de la violencia en nuestras vidas cotidiana, sin embargo alcanzamos tasas excepcionalmente altas de la muerte violenta en nuestras guerras. Esa discrepancia es la paradoja de la bondad».

Parece que tendemos simultáneamente a la bondad y a la maldad, y que la línea que separa ambas pasa por nuestro interior. Lo relevante es entender que ambos tipos de agresión han seguido caminos evolutivo-adaptativos diferentes. Entonces ¿cuáles han sido? ¿Cómo hemos llegado a esto? La historia que nos cuenta Richard Wrangham en The Goodness Paradox es interesante. Empecemos por el bajo nivel del sapiens en agresión reactivas.

«Nuestra baja tendencia a la agresión reactiva nos proporciona nuestra relativa docilidad y tolerancia. La tolerancia es un fenómeno raro en los animales salvajes, al menos en la forma extrema que muestran los humanos. Se encuentra, sin embargo, entre las especies domesticadas (…) un número creciente de científicos creen que los seres humanos deben ser considerados como una versión domesticada de un antepasado homínido anterior».

El debate sobre la domesticación de los humanos viene de lejos, encuadrado desde entonces en dos grupos. Unos, empezando por Teofrasto, han considerado que, en efecto, los humanos estamos domesticados. Otros, empezando por Aristóteles, han tendido a identificar domesticación con civilización, y han llegado a la conclusión de que algunas sociedades están domesticadas-civilizadas y otras no. El debate se retomó en el siglo XIX con el naturalista Johann Blumenbach en el relevo de Teofrasto, y nada menos que Darwin en el de Aristóteles. Las implicaciones eran grandes, porque al identificar domesticación con civilización, y afirmar la domesticación selectiva, se podía afirmar la superioridad de unas sociedades –o razas, o etnias, o culturas- sobre otras. A los nazis, desde luego, esto les venía bien, y esto es interesante porque la domesticación encaja mal con la visión del superhombre nietzscheano más allá del bien y del mal. No es de extrañar, por tanto que autores como Konrad Lorenz adoptaran la teoría de la domesticación selectiva pero al revés: identificándola como la fuente de la degeneración de la raza y negándola para los arios.

Los experimentos con zorros del genetista Dmitri Belyaev demostraron la existencia del “síndrome de domesticación”: la reducción de la agresividad reactiva conlleva la aparición de características fisiológicas tales como manchas blancas en el pelaje, orejas colgantes, cuerpos más gráciles con huesos más finos, caras menos proyectadas hacia adelante, dientes y mandíbulas menores o reducción de las diferencias corporales entre machos y hembras. Estas características, que derivan al parecer del desarrollo de la corteza neural, no son adaptativas –no ofrecen ventajas evolutivas- sino que son efectos secundarios de la reducción de la agresividad reactiva: son una señal de que la especie ha experimentado un proceso de domesticación. Pues bien, al igual que lo que ocurre con perros, gatos y caballos, comparados con nuestros parientes neandertales, el síndrome de domesticación es observable en el sapiens.

«Las diferencias entre los humanos modernos y nuestros antepasados presentan un patrón claro. Se parecen a las diferencias entre un perro y un lobo».

Estamos domesticados. La intuición de Blumenbach era correcta, pero la explicación que proporcionó no tanto: «debe de haber existido en el mundo primitivo una clase de existencias superiores, para quien el hombre actuó como una especie de animal doméstico». Algo así como la especie superinteligente que imaginó Arthur Clarke sembrando de monolitos la galaxia. Sin embargo los bonobos nos han demostrado que no es preciso recurrir a instancias superiores: las especies pueden experimentar un proceso de autodomesticación. En el caso de los bonobos, considerablemente menos agresivos que sus primos chimpancés, la autodomesticación parece estar relacionada con la ausencia de gorilas en su territorio –rivales en la competición por el alimento- y la acción correctora de las hembras sobre los machos más agresivos –sí, amigos-.

Y a falta de gorilas explicativos ¿cuál ha podido ser la causa de la domesticación humana? La explicación tradicional es que la reducción de la agresividad reactiva permite la cooperación intragrupal, y ésta ha asegurado nuestro triunfo como especie. El mayor peligro para la cooperación está en el gorrón, el aprovechado, por lo que el grupo tiende a marginarlo. Por eso hay quien relaciona la autodomesticación con la aparición del lenguaje, el desarrollo del cotilleo, y la preocupación por la reputación. Sin embargo Wrangham propone una hipótesis complementaria:

«Hay una explicación explícita, que podemos llamar hipótesis de la ejecución. La hipótesis de la ejecución es puramente una explicación científica, sin implicaciones éticas: no pretende sugerir que la pena capital sea hoy un bien social. Sin embargo, su afirmación básica es algo desconcertante. Propone que la selección contra la agresividad y en favor de una mayor docilidad proviene de la ejecución de los individuos más antisociales (…) La idea de la hipótesis de la ejecución es que, durante miles de generaciones prehistóricas, las víctimas de la pena capital fueron sobre todo aquellas con una alta propensión a la agresión reactiva. Se supone que el asesinato o la represión de tales individuos ha ocurrido tan a menudo que nuestra especie desarrolló un temperamento más tranquilo y menos agresivo».

«En este modelo de autodomesticación, el lenguaje fue la característica clave del Homo sapiens que permitió muchas herramientas de control social, desde chismes hasta asesinatos».

Desde Durkheim sabemos que el grupo controla a sus miembros mediante el señalamiento y el ostracismo del que manifiesta comportamientos desviados; la ejecución sería la medida definitiva para penalizar al disidente. La hipótesis de la ejecución contribuye a explicar nuestros fortísimos impulsos de pertenencia grupal: el rechazo del grupo podía costarnos la vida. El control social, por cierto, no se canaliza exclusivamente por el lenguaje: los sapiens que ahora estamos aquí somos los que hemos desarrollado unas antenas más finas para detectar los estados de ánimo del grupo.

En todo caso, si la hipótesis de la ejecución es correcta, la clave de la reducción del nivel de nuestra agresividad reactiva ha estado, precisamente, en nuestra agresividad proactiva: en nuestra capacidad para conspirar para asesinar a los que peor encajaban en el grupo. Es decir, nuestra tendencia evolutiva hacia la reducción de la agresión reactiva no ha ido acompañada de una presión evolutiva similar contra la agresión proactiva. Más bien lo contrario, porque la agresión proactiva no se limitaba a eliminar disidentes dentro del grupo: se canalizaba especialmente hacia los ajenos a él, lo que también proporcionaba ventajas competitivas. El estudio de las sociedades más primitivas que subsisten en la actualidad han revelado este doble rasero: cooperación en el interior del grupo; guerra con los ajenos. Nuestra tendencia al pensamiento dicotómico nosotros-ellos refleja esta realidad: nuestro nivel de agresión intragrupal –reactiva- es muy bajo, pero el nivel de agresión intergrupal –proactiva- es muy alto.

En resumen, parece que nuestro triunfo como especie se compuso de dos ingredientes: cooperación intragrupal –conseguida por la eliminación, mediante agresión proactiva, de los más reactivamente agresivos - y triunfo en la competición intergrupal, para la que la agresión proactiva también resultaba beneficiosa. Somos rousseaunianos con los de nuestro grupo –al menos, con los que se integran dócilmente en él-, y hobbesianos con los de fuera. Está dinámica debe romperse: «va siendo hora de entender la identidad y nuestro ridículo y sublime mimetismo para crear un tribalismo moral, un nosotros sin ellos a partir de nuestra humanidad básica, lo único que nos une a todos». [1]


[1] Benjamíngrullo dixit.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Interesantísimo artículo, gracias por compartirlo.
navarth ha dicho que…
Un placer. Próximamente más en Extremo Centro
Bruno ha dicho que…
Se podría argumentar que la humanidad prospera a base de que grupos agresivos se coman a grupos débiles reactivos. Lo que no lleva a un equilibrio de todos sino a la supremacía de los "fuertes"
Teresa Forjas ha dicho que…
Al domésticarnos perdemos nuestra libertad. Y siempre ganan los más malos podiamos decir , los sujetos más equilibrados se dejan ganar.
Bruno ha dicho que…
Otra derivada de ese razonamiento es la ética. No nos hagamos daño.
viejecita ha dicho que…
¡ Qué bueno, Don Navarth !
Muchas gracias
Belosticalle ha dicho que…
Lo mismo que a la ‘Poética’ de Aristóteles le falta (o eso parece) un libro II, así a la Historia verdadera de Luciano de Samosata le faltarían por lo menos los libros III y IV. Pero si el último ejemplar completo de la ‘Poética’ se perdió en la quema de la Biblioteca del ‘Nombre de la Rosa’, con la ‘Historia verdadera’ tenemos la suerte de haberla continuado hasta el final su traductor francés Nicolas Perrot d’Ablancourt (1606-1664).
Aquí interesa el libro III, sobre la República de los Animales, con reflexiones sobre silvestrismo y domesticación, instintos y capacidades, violencia y apaciguamiento. Todo ello en clave de humor, ironía y mucha coña sobre las especulaciones al respecto, antiguas y modernas. Vale la pena. Uso la edición de la colección de Voyages imaginaires, tomo 13 (Amsterdam/Paris, 1787, páginas 56-83:

«Al caer la tarde, los que había salido de exploración notificaron que el país estaba cultivado y poblado de toda suerte de animales, muchos de ellos desconocidos, pero que no habían visto seres humanos. Lo más sorprendente era haber visto corderos paciendo entre lobos, así como halcones volando en compañía de palomas. Aquí, cisnes jugueteando con serpientes; allí, peces nadando tranquilamente entre castores y nutrias.
«A todo esto, que llegan unos monos vestidos a la griega, con orden del rey para que fuésemos en su busca. Cada uno de ellos traía en el puño un loro que les servía de intérprete y hablaba bien el briego, sin lo cual no habrían podido entender palabra de la jerga de dichos embajadores…
«De camino hacia la corte, nos enteramos por ellos de que estábamos en la Isla de los Animales, dependencia del vasto Imperio de las Fábulas. La cual estaba rodeada por la isla de los Gigantes, la de los Magos, los Pigmeos y otras semejantes, todas ellas bajo jurisdicción de la Isla de los Poetas, bastante próxima. Este imperio estaba repartido en Siete Condados, gobernados por otros tantos condes, a saber: los ‘Cuentos de Reír’, los ‘Cuentos de la Cigüeña’, los ‘Cuentos Amarillos’, los ‘Cuentos Violeta’, los ‘Cuentos Tuertos’, los ‘Cuentos para Dormir de Pie’ y los ‘Cuentos de Viejas’, sin hablar de otros muchos cuentecillos de menor cuantía, comprendidos todos bajo el título de ‘Cuentos del Otro Mundo’. Supimos también que en todos estos pueblo el mayor delito era repetir dos veces la misma cosa; que a ningún sitio podía nadie entrar sin dejar la razón a la puerta, con permiso de recobrarla a la salida, si bien casi siempre se la encontraba perdida o estropeada.
«Se nos dijo igualmente que aquella república animal estaba gobernada por el ave Fénix, y que la entonces reinante tenía curiosidad de vernos, porque acababa de nacer y nunca había visto seres humanos. De no haber sido así, no se nos habría permitido permanecer en la isla, porque su legislador les tenía prohibido terminantemente cualquier comercio con los de nuestra especie, so pena de recaer en su servidumbre primitiva.
«El tal legislador era un hombrecillo contrahecho, en nada diferente por su aspecto de un mono; por lo demás, de un saber y conocimiento admirables. Él les había establecido, domesticado y reunido de todas las partidas del mundo, enseñándoles a amarse y entenderse mutuamente. Con todo, jamás consiguió enseñarles a hablar, alvo a los loros y algunas otras aves.
«En cuanto a los monos, ingeniosos como son y diestros en imitar lo que ven, traían aprendido el arte de vestirse y algo más de lo que habían visto hacer a los hombres. Ellos habían construido el palacio que íbamos a ver, con ayuda de las golondrinas. Cultivaban así mismo la tierra por medio de puercos y de topos, que tienen el instinto de removerla, y la cosecha la hacían valiéndose de las hormigas, que en menos de nada vaciaban de grano un campo y lo encerraban en graneros a disposición cuando hacía falta...»
benjamingrullo ha dicho que…

Aunque no he entendido la intervención de don Belosti, como habla de imitación, me he acordado de esta escena. Es interesante. (Me gusta mucho la diferenciación entre imitación y mimetismo) Es del libro de Judith Harris, El Mito de la Educación.


1


Hoy en día, «naturaleza y crianza» se usan para señalar las diferencias entre nosotros. Pero en los primeros tiempos de la psicología del desarrollo, la atención se centraba preferentemente en las semejanzas. Hacia 1930, los psicólogos del desarrollo no solían hacer distinciones precisas entre el entorno de un niño y el de otro, y usaban esas distinciones para explicar por qué el primero se diferenciaba del segundo. Estaban interesados en estudiar los universales del desarrollo humano, tales como la adquisición del lenguaje. Si los humanos jóvenes adquieren un lenguaje y los monos no (esto fue bastante antes de que se le ocurriera a nadie intentar enseñar a un mono el lenguaje de signos), ¿ello se debe a que el lenguaje es parte de la naturaleza humana, pero no de la del mono? ¿O se debe a que los hombres crecen en un entorno humano y los monos en un entorno de primates?

Lo que los primeros estudiosos del desarrollo querían saber era si los niños adquirirían las habilidades que consideramos característicamente humanas si no fueran criados en un entorno humano. Pero incluso en aquellos tiempos, cuando los investigadores podían hacer experimentos por los que hoy serían despedidos antes de que sus labios pudieran llegar a pronunciar la palabra «posesión», no era fácil conseguir una docena de niños saludables con los que poder experimentar.[*] En consecuencia, Winthrop Kellogg, un profesor de psicología de la Universidad de Indiana, se inventó un experimento más modesto: propuso criar un mono en un entorno humano. Con la cooperación de su esposa Luella, criaría a un niño y a un chimpancé juntos, tratándolos a los dos como niños, para ver si un chimpancé, criado bajo ciertas condiciones, sería capaz de desarrollar habilidades humanas.

El experimento y los resultados figuran en un libro publicado en 1933, The Ape and the Child. El nombre de Luella figura inmediatamente después del de su marido en la portada del libro. Pero el profesor de psicología era Winthrop, y gracias a él se hizo el experimento. Lo que no me explico es cómo pudo convencer a Luella para prestarse al experimento. Me pregunto si sabía en lo que se metía. ¿Se dio cuenta de que Gua, el chimpancé, no sería el único sujeto del experimento, que el otro sería su propio hijo Donald?
benjamingrullo ha dicho que…
2 -


Donald tenía diez meses y Gua siete y medio cuando esta vino a vivir con los Kellogg en 1931. Desde el primer momento fue tratada como un bebé humano, es decir, del modo como se trataba a los bebés en los años treinta. Los Kellogg la vistieron y le pusieron los zapatos rígidos que llevaban los bebés en aquellos días. No fue enjaulada ni atada, lo que significaba que había que vigilarla a cada instante excepto cuando estaba dormida (pero lo mismo servía para Donald). Se le enseñó a usar el orinal. Se le cepillaron los dientes. Comía lo mismo que Donald y tenía los mismos baberos y pijamas. Hay una fotografía en el álbum de los Kellogg en la que Donald y Gua están sentados juntos, y vestidos con pijamas con peúcos. Donald tiene el ceño fruncido; los labios de Gua están curvados hacia arriba en lo que parece una tímida sonrisa. Están cogidos de la mano.
Al margen de la diferencia de carácter recogida en esa foto reveladora, los dos constituían una pareja bien avenida. Los chimpancés se desarrollan más rápidamente que los humanos en la infancia, pero Donald tenía dos años y medio más y eso ayudó a equilibrar las cosas. Jugaban juntos como hermanos, se perseguían el uno al otro por entre los muebles, riendo y chillando. Donald tenía un andador, grande y pesado, y uno de sus deportes favoritos, según sus padres, era «lanzarse sobre la mona con ese camión de gran tonelaje y reírse mientras ella intentaba escaparse de ser arrollada, muy a menudo sin éxito». Pero Gua no le guardaba rencor y disfrutaba con ese juego de atropellos. En efecto, los dos se llevaban mejor que la mayoría de los hermanos. Si uno de los dos lloraba, el otro lo consolaba con golpecitos en la espalda. Si Gua se levantaba antes que Donald de la siesta, «era difícil apartarlo de la puerta de la habitación del niño».
Gua era más divertida que un barril lleno de Donalds. Cuando los Kellogg le hacían cosquillas o la columpiaban, se reía como un bebé humano. Si hacían lo mismo con Donald, este se ponía a llorar. Gua era más expresiva y afectuosa (demostraba su afecto con abrazos y con besos) y cooperaba más. Mientras se la vestía, la mona —pero no el chico— metía los brazos por las mangas e inclinaba la cabeza para dejar que le colocaran el babero. Si hacía algo malo y se le regañaba por ello, emitía unos gritos de queja, como disculpándose, y se arrojaba a los brazos de quien la regañaba, ofreciendo un «beso de reconciliación», y emitía un suspiro de alivio cuando se le aceptaba.
Al afrontar los desafíos de la vida civilizada, Gua a menudo lo captaba mejor que el imperturbable Donald. Iba más adelantada en lo de obedecer órdenes, aprender a comer con una cuchara y dar una señal de aviso cuando necesitaba usar el orinal (desafortunadamente, sin embargo, su entrenamiento para controlar sus necesidades nunca llegó a ser completamente fiable). La mona igualaba o superaba al niño en la mayoría de las pruebas que el doctor Kellogg se inventaba: era tan apta como Donald para discurrir cómo usar un utensilio en forma de azada para atraer una manzana hacia ella, y aprendió más rápidamente a usar una silla para alcanzar una galleta suspendida del techo. Cuando se desplazó la silla a un nuevo punto de partida, de tal modo que había que empujarla para alcanzar la galleta, Donald continuó empujándola en la misma dirección que antes, mientras que Gua mantuvo la vista en la galleta y reclamó el premio.
benjamingrullo ha dicho que…
3



Hubo una cosa, sin embargo, en la que el niño era claramente superior: Donald era un mejor imitador. ¿Te sorprende? Según Frans de Waal, un alemán estudioso de los primates, que se ha pasado varios años observando a los chimpancés y a sus visitantes humanos en el zoo de Holanda, «Al contrario de lo que se cree, los humanos imitan más a los monos que al revés».
Este era claramente el caso de Donald y Gua. «Era casi siempre Gua, en efecto, quien organizaba la búsqueda de nuevos juguetes con los que jugar y de nuevos juegos, mientras que el niño estaba inclinado a adoptar el papel de imitador o seguidor». Así, Donald adquirió el molesto hábito de Gua de morder la pared. También hizo suya buena parte del lenguaje del chimpancé, como el grito para la comida, por ejemplo. ¿Cómo se sentiría Luella Kellogg, me pregunto, cuando su hijo de catorce meses corriera hacia ella con una naranja en las manos y gruñendo «uhuh, uhuh, uhuh»?
Por término medio el niño norteamericano puede producir más de cincuenta palabras a los diecinueve meses, y está empezando a unirlas para formar frases. A los diecinueve meses, Donald solo podía decir tres palabras en inglés.[*] En ese momento se acabó el experimento y Gua fue devuelta al zoo.
Los Kellogg habían intentado entrenar a un mono como si fuera un ser humano. En vez de eso, parecía que Gua estaba entrenando a su hijo para convertirse en un mono.
Bruno ha dicho que…
Un artículo con una cierta proximidad a la historia de los dos "hermanos". Lo que no dice es que por lo visto ambos se limitaron mutuamante...
https://elpais.com/elpais/2019/06/17/eps/1560778649_547496.html
Bruno ha dicho que…
No lo he escrito bien: No sabemos en qué grado Gua fué limitada respecto a vivir en la selva.
Bruno ha dicho que…
Ya que se ha derivado a una pintoresca traslación al reino animal de la bondad roussoniana les pongo una curiosidad por si les interesa.
https://en.wikipedia.org/wiki/Orango_(Shostakovich)

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