”Por nuestra parte, empezaremos por lo que se articula en la sigla S(Ø), que es, ante todo, un significante. (...) Y puesto que la batería de significantes, en cuanto tal, es por eso mismo completa, este significante no puede ser más que un trazo que se traza desde su círculo sin que se pueda contar como parte de él. Puede simbolizarse mediante la inherencia de un (-1) en el conjunto total de los significantes. Como tal, es impronunciable, pero no así su operación, ya que ésta es la que se produce cada vez que es pronunciado un nombre propio. Su enunciado se iguala a su significado. Así, calculando ese significado según el método algebraico que utilizamos, tendremos: S (significante) / s (enunciado) = s (significado), siendo S = (-1), da como resultado: s = √-l”
Cuando es razonable dudar si el texto precedente ha sido producido por un intelectual, o de forma aleatoria por un babuino encadenado a una máquina de escribir, hay que reconocer que hay un problema en este mundo (el intelectual). La cuestión no es trivial, y se suscitó recientemente en el blog de Horrach. En la vida cotidiana es legítimo sospechar, cuando alguien no consigue producir un texto suficientemente claro, que el propio autor no comprende el asunto con claridad. Pero, obviamente, este criterio no es inmediatamente trasladable a campos especializados, tales como la filosofía, donde el desconocimiento del lenguaje empleado pueden hacer que el mensaje no sea inmediatamente comprensible para el profano.
Pero si esto es innegable, y no debemos descartar de antemano la validez de cualquier texto que nos resulte incomprensible, es igualmente cierto que el empleo de un lenguaje críptico, no asequible a todo el público, puede resultar muy tentador para el intelectual desaprensivo. Lo abstruso puede hacerse pasar por profundo, y, ante el temor de quedar como un ignorante, el que no lo entiende se abstendrá de confesarlo. Se puede llegar de este modo a una situación sorprendente en la que el “científico” no busque iluminar con la luz del conocimiento, sino, precisamente, ampararse en su oscuridad. El investigador así orientado no pretenderá descubrir el funcionamiento de las cosas, sino acotar un campo de seudo-saber en el que él gobierne como Sumo Sacerdote.
Afortunadamente frente a esto hay defensas. Para empezar, el pensador-brujo puede ser desenmascarado por otros de su propia especialidad. Así Schopenhauer y Popper, como filósofos, están cualificados para opinar que el filósofo Hegel es un charlatán. Quizás por eso, porque los brujos tampoco estaban seguros en su propia jungla, a lo largo del siglo veinte muchos entre ellos decidieron buscar cobertura en otra, y la escogida fue la matemática. De este modo estos intelectuales se dedicaron a coger aquí y allá complicadas teorías y fórmulas, y, camuflados con ellas (igual que el comando se pone hojas en el casco para pasar desapercibido entre la vegetación) se lanzaron al mundo científico a enunciar sus propias, y frecuentemente pintorescas, tesis. Pero, ¡ay!, las incursiones de los brujos en las junglas ajenas, si bien los libraban de las críticas de los colegas, los ponían a tiro de los aborígenes de éstas. Eso es lo que hizo en 1996 el físico Alan Sokal, al observar la alegría con la que algunos pensadores se habían envuelto en las matemáticas para defender sus planteamientos. A partir de citas de estos autores, Sokal elaboró un disparatado artículo titulado "Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”, que envió a una revista especializada, que lo publicó sin pestañear. Es más, no sólo no detectó que era una parodia, sino que posteriormente lo argumento en un debate en el que algunos científicos criticaban el relativismo posmodernista.
A partir de esta broma, unos años más tarde Alain Sokal y Jean Bricmont publicaron el libro “Imposturas intelectuales”, en el que respetuosamente trituraban a una serie de intelectuales, principalmente posmodernos franceses. En el libro podemos ver como Lacan -de él es el parrafo con el que comienza esta entrada- utiliza las matemáticas para llegar a la conclusión de que el goce sexual es compacto, el pene es igual a la raíz cuadrada de menos uno, y el individuo neurótico es equiparable a la figura geométrica del toro -y esto no es una analogía, asegura Lacan con rotundidad: el individuo neurótico es un toro-.
No es menos interesante comprobar cómo la filósofa Luce Irigaray utiliza las matemáticas para defender sus planteamientos feministas:
”¿La ecuación E = mc² es una ecuación sexuada? Tal vez. Hagamos la hipótesis afirmativa en la medida en que privilegia la velocidad de la luz respecto de otras velocidades que son vitales para nosotros. Lo que me hace pensar en la posibilidad de la naturaleza sexuada de la ecuación no es, directamente, su utilización en los armamentos nucleares, sino por el hecho de haber privilegiado a lo que va más aprisa”.
Irigaray también defiende que, si se conoce menos de la dinámica de los fluidos que de la de los sólidos, es por puro machismo. Así lo expone, con total seriedad, Katherine Hayles;
"(Irigaray) atribuye a la asociación de fluidez con feminidad el privilegio otorgado a la mecánica de los sólidos sobre la de los fluidos y la incapacidad de la ciencia para tratar los flujos turbulentos en general. Mientras que el hombre tiene unos órganos sexuales protuberantes y rígidos, la mujer los tiene abiertos y por ellos se filtra la sangre menstrual y los fluidos vaginales. Aunque el hombre en ocasiones también fluye, por ejemplo cuando eyacula el semen, este aspecto de su sexualidad no se tiene muy en cuenta. Lo que cuenta es la rigidez de los órganos masculinos, no su complicidad en el flujo de fluidos. Estas idealizaciones son reinscritas en las matemáticas, que conciben los fluidos como planos laminados y otras formas sólidas modificadas. Del mismo modo que las mujeres quedan borradas en las teorías y el lenguaje masculinos y existen sólo como no hombres, los fluidos han sido también borrados de la ciencia y existen sólo como no sólidos. Desde esta perspectiva no es sorprendente que la ciencia no haya podido trazar un modelo válido de la turbulencia. El problema del flujo turbulento no puede ser resuelto porque las concepciones acerca de los fluidos (y de la mujer) han sido formuladas para dejar necesariamente residuos inarticulados (Hayles, 1992, pág. 17)".
La exégesis de Hayle nos sirve para alertar sobre uno de los peligros de la verborragia seudocientífica: es extraordinariamente contagiosa.
Cuando es razonable dudar si el texto precedente ha sido producido por un intelectual, o de forma aleatoria por un babuino encadenado a una máquina de escribir, hay que reconocer que hay un problema en este mundo (el intelectual). La cuestión no es trivial, y se suscitó recientemente en el blog de Horrach. En la vida cotidiana es legítimo sospechar, cuando alguien no consigue producir un texto suficientemente claro, que el propio autor no comprende el asunto con claridad. Pero, obviamente, este criterio no es inmediatamente trasladable a campos especializados, tales como la filosofía, donde el desconocimiento del lenguaje empleado pueden hacer que el mensaje no sea inmediatamente comprensible para el profano.
Pero si esto es innegable, y no debemos descartar de antemano la validez de cualquier texto que nos resulte incomprensible, es igualmente cierto que el empleo de un lenguaje críptico, no asequible a todo el público, puede resultar muy tentador para el intelectual desaprensivo. Lo abstruso puede hacerse pasar por profundo, y, ante el temor de quedar como un ignorante, el que no lo entiende se abstendrá de confesarlo. Se puede llegar de este modo a una situación sorprendente en la que el “científico” no busque iluminar con la luz del conocimiento, sino, precisamente, ampararse en su oscuridad. El investigador así orientado no pretenderá descubrir el funcionamiento de las cosas, sino acotar un campo de seudo-saber en el que él gobierne como Sumo Sacerdote.
Afortunadamente frente a esto hay defensas. Para empezar, el pensador-brujo puede ser desenmascarado por otros de su propia especialidad. Así Schopenhauer y Popper, como filósofos, están cualificados para opinar que el filósofo Hegel es un charlatán. Quizás por eso, porque los brujos tampoco estaban seguros en su propia jungla, a lo largo del siglo veinte muchos entre ellos decidieron buscar cobertura en otra, y la escogida fue la matemática. De este modo estos intelectuales se dedicaron a coger aquí y allá complicadas teorías y fórmulas, y, camuflados con ellas (igual que el comando se pone hojas en el casco para pasar desapercibido entre la vegetación) se lanzaron al mundo científico a enunciar sus propias, y frecuentemente pintorescas, tesis. Pero, ¡ay!, las incursiones de los brujos en las junglas ajenas, si bien los libraban de las críticas de los colegas, los ponían a tiro de los aborígenes de éstas. Eso es lo que hizo en 1996 el físico Alan Sokal, al observar la alegría con la que algunos pensadores se habían envuelto en las matemáticas para defender sus planteamientos. A partir de citas de estos autores, Sokal elaboró un disparatado artículo titulado "Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”, que envió a una revista especializada, que lo publicó sin pestañear. Es más, no sólo no detectó que era una parodia, sino que posteriormente lo argumento en un debate en el que algunos científicos criticaban el relativismo posmodernista.
A partir de esta broma, unos años más tarde Alain Sokal y Jean Bricmont publicaron el libro “Imposturas intelectuales”, en el que respetuosamente trituraban a una serie de intelectuales, principalmente posmodernos franceses. En el libro podemos ver como Lacan -de él es el parrafo con el que comienza esta entrada- utiliza las matemáticas para llegar a la conclusión de que el goce sexual es compacto, el pene es igual a la raíz cuadrada de menos uno, y el individuo neurótico es equiparable a la figura geométrica del toro -y esto no es una analogía, asegura Lacan con rotundidad: el individuo neurótico es un toro-.
No es menos interesante comprobar cómo la filósofa Luce Irigaray utiliza las matemáticas para defender sus planteamientos feministas:
”¿La ecuación E = mc² es una ecuación sexuada? Tal vez. Hagamos la hipótesis afirmativa en la medida en que privilegia la velocidad de la luz respecto de otras velocidades que son vitales para nosotros. Lo que me hace pensar en la posibilidad de la naturaleza sexuada de la ecuación no es, directamente, su utilización en los armamentos nucleares, sino por el hecho de haber privilegiado a lo que va más aprisa”.
Irigaray también defiende que, si se conoce menos de la dinámica de los fluidos que de la de los sólidos, es por puro machismo. Así lo expone, con total seriedad, Katherine Hayles;
"(Irigaray) atribuye a la asociación de fluidez con feminidad el privilegio otorgado a la mecánica de los sólidos sobre la de los fluidos y la incapacidad de la ciencia para tratar los flujos turbulentos en general. Mientras que el hombre tiene unos órganos sexuales protuberantes y rígidos, la mujer los tiene abiertos y por ellos se filtra la sangre menstrual y los fluidos vaginales. Aunque el hombre en ocasiones también fluye, por ejemplo cuando eyacula el semen, este aspecto de su sexualidad no se tiene muy en cuenta. Lo que cuenta es la rigidez de los órganos masculinos, no su complicidad en el flujo de fluidos. Estas idealizaciones son reinscritas en las matemáticas, que conciben los fluidos como planos laminados y otras formas sólidas modificadas. Del mismo modo que las mujeres quedan borradas en las teorías y el lenguaje masculinos y existen sólo como no hombres, los fluidos han sido también borrados de la ciencia y existen sólo como no sólidos. Desde esta perspectiva no es sorprendente que la ciencia no haya podido trazar un modelo válido de la turbulencia. El problema del flujo turbulento no puede ser resuelto porque las concepciones acerca de los fluidos (y de la mujer) han sido formuladas para dejar necesariamente residuos inarticulados (Hayles, 1992, pág. 17)".
La exégesis de Hayle nos sirve para alertar sobre uno de los peligros de la verborragia seudocientífica: es extraordinariamente contagiosa.
Comentarios
Ésta es la clave: la complejidad intrínseca de aquello que trata de analizar la filosofía puede implicar que uno no tenga paciencia para manejarse con sus claves esquivas, sino que pase directamente al camino fácil, a no interrogar nada para entregarse a una difusa jerga que no sirve más que para instituir una secta pseudointelectual. Eso también ha sucedido en la música y la pintura, donde junto a creadores geniales (Xenakis, Messiaen, Sánchez-Verdú, Tàpies, Pollock) se codean fraudes impresionantes (qué decir del mallorquín Albert Pinya). A veces es algo complicado diferenciar en un primer momento al primero del segundo.
Estos fraudes se nutren de una circunstancia, como yo decía en mi entrada: suelen darse en ámbitos no explícitamente filosóficos sino en los literarios, en aquellos que todo lo ponen al servicio de la falsa originalidad y de la ingeniosidad banal, dejando de lado todo escrúpulo y rigor intelectual. La filosofía es complicada, pero muchos claudican antes de tiempo y se entregan a cosas que pueden parecer filosóficas pero que no lo son en absoluto.
A todo esto...Schopenhauer y Popper se equivocaban con Hegel. El primero por puro resentimiento personal (Hegel era la 'estrella' del panorama filosófico de su época, mientras Schopenhauer un segundón enclaustrado en su dolorosa soledad), y el segundo por reducir toda su brillante y variada obra a determinados aspectos de su filosofía política. ¿Cuál es el problema de Hegel? Que escribió dos de los libros más complejos y tochazos de la historia: 'La fenomenología del espíritu' y 'La ciencia de la lógica', libros que nadie lee, y menos con paciencia y tranquilidad. Ya dije que autores de este estilo son los más fáciles luego de reducir a dos lugares comunes (que Hegel, el padre de la metafísica contemporánea, quede reducido a principal 'enemigo de la sociedad abierta' dice poco en favor de la sutileza lectora de Popper). Igual pasa con Derrida y Foucault. Otra cosa son los petardos Virilio, Irigaray, Kristeva, etc.
un abrazo
¡Ah, los postmodernos franceses! En la facultad, a finales de los setenta, se les adoraba a todos. En nuestra adoración, apenas conseguíamos descifrar lo que decían de manera inmensamente retorcida. Pero nos sentíamos superiores y divinos.
Un poco lateral a su reflexión, encuentro que hay puntos comunes con la función del argot. Ese lenguaje creado para confundir a los que no están en la pomada y para hacerlos sentir inferiores. Véase el lenguaje leguleyo.
Con el tiempo, he ido descubriendo que los que tienen cosas que decir (que son muy pocos) lo hacen con asombrosa sencillez y claridad.
BENJA no te puedes perder este libro. No conocía esa anécdota del pintor fantasma, que es buenísima.
CANDELA lo de la jerga insoportable de los leguleyos lo he visto muy de cerca. Se sienten muy inseguros cuando redactan una demanda sin poner otrosí digo. Por cierto, es verdad lo de la hora. Ahora soy yo quien tiene hora de Tombuctú.
Me divertí mucho con él y ahora esta entrada me ha hecho recordarlo. También comienza citando el efecto Sakal.
Salud
El problema de todo esto, en realidad, son las modas. ¿Por qué se pusieron de moda los llamados 'posmodernos' en los 70 y ahora la moda es destrozarlos en bloque, sin medias tintas? He visto casos en que es la misma persona la que pasó de idolatrarlos a demonizarlos en cuestión de pocos años. Y suele repetirse un mismo tic: ni se los leía (en profundidad) antes ni se los lee ahora. Es más fácil recurrir a lo que dice la mayoría, o un grupito prestigiado, antes que tomarse la molestia de arremangarse y leer con calma, no tener prisas a la hora de endosarle un juicio fijo. En cine, igual: adorar a Bergman en los 70 cuando estaba bien visto entre determinados círculos, y machacarlo ahora tildándolo de pesado y trascendentaloide, es lo común. Ah, y cambiarlo por cositas más entretenidas, como Tarantino o Amenábar.
Aprovecho para agradecerle el recuerdo a las víctimas de ETA que hace diariamente en el blog de SG.
Una corrección. Los condenados de la tierra es de Frantz Fanon, no de Sorel.
Qué nivel, Maribel.
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Qué nivel, Maribel.
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