Los escoceses son, por lo general, unas gentes amabilísimas, y eso facilita notablemente la tarea de extraer el dinero a los turistas, pues es bien sabido que una de las mejores armas de persuasión es la simpatía. Sin embargo, la herramienta fundamental que los escoceses han encontrado para facilitar sus fines extractivos es el castillo. En los castillos escoceses hay que distinguir el continente, el castillo propiamente dicho, del contenido, que está integrado por un montón de vitrinas. A estos elementos se añade una taquilla al comienzo del recorrido y una tienda de souvenirs al final. En ocasiones se añaden elementos móviles como individuos vestidos a su pesar con kilt o gaiteros. En cualquier caso, lo más importante son las vitrinas. En ellas se agrupan montones heterogéneos de cachivaches vetustos que, invariablemente, atraen la reverente atención de los visitantes, que peregrinan de una a otra procurando celosamente no saltarse ninguna. Para ser exactos, el elemento esencial es el deseo del turista de convencerse de que no ha sido desplumado en balde, y por eso notará que se le ha despertado un súbito interés por la colección de fósiles expuesta en un mostrador, o por unas temibles muñecas de trapo agazapadas en otro. En realidad, dado que los humanos nos resistimos a aceptar que hemos hecho el primo, daría igual que las vitrinas estuvieran vacías, pues las contemplaríamos con igual atención. Posiblemente el psicólogo Robert Cialdini afinaría aún más y diría lo siguiente. La impresión que extraerá el visitante del castillo estará determinada por dos parámetros: el precio de la entrada, que le ofrecerá la pista clave sobre el valor del castillo, y la densidad de turistas, que será la ‘prueba social’ que reforzará el convencimiento de haber hecho una buena elección. Si la perspectiva que acabo de describirles no les resulta atractiva, eludan cuidadosamente los castillos de Edimburgo, Stirling y Urquhart, éste último en el lago Ness. No todos son así.
El castillo de Scone ofrece unas habitaciones decoradas con exquisito mal gusto, en las que los muebles raídos pelean con los papeles de las paredes, y en las que el criterio de selección de los cuadros ha antepuesto la antigüedad a los valores estéticos. Sin embargo, posee un parque magnífico lleno de secuoyas. En Scone se encontraba la Piedra del Destino, un trozo de roca sin la menor gracia sobre la que se coronaban los antiguos reyes escoceses. Sus origines son inciertos y sus cualidades taumatúrgicas no perceptibles a simple vista, pero, para humillar a los escoceses, a finales del siglo XIII Eduardo I se la llevó a la abadía de Westminster. Allí se incorporó a la Coronation chair, y desde entonces todos los reyes ingleses han sido coronados sentados sobre ella. A primera vista el asunto es algo ridículo: el hecho de tener que recibir la corona con el trasero sobre el ancestral pedrusco es un ritual que sería desdeñado, por primitivo, por la mayoría de las tribus de la Amazonia. Sin embargo, es consecuencia de esa magnífica virtud política de los anglosajones: la aversión a destruir. De momento, en 1996 los ingleses se desembarazaron de ella devolviéndola a los escoceses, y ahora luce en toda su tosquedad en el castillo de Edimburgo, junto a las antiguas joyas de la corona escocesa. No obstante, cuando Charles sea coronado tendrá que volver a sentarse sobre ella, y, adivinando su embarazo e incomodidad, creo que sentiré simpatía por él.
El castillo de Scone ofrece unas habitaciones decoradas con exquisito mal gusto, en las que los muebles raídos pelean con los papeles de las paredes, y en las que el criterio de selección de los cuadros ha antepuesto la antigüedad a los valores estéticos. Sin embargo, posee un parque magnífico lleno de secuoyas. En Scone se encontraba la Piedra del Destino, un trozo de roca sin la menor gracia sobre la que se coronaban los antiguos reyes escoceses. Sus origines son inciertos y sus cualidades taumatúrgicas no perceptibles a simple vista, pero, para humillar a los escoceses, a finales del siglo XIII Eduardo I se la llevó a la abadía de Westminster. Allí se incorporó a la Coronation chair, y desde entonces todos los reyes ingleses han sido coronados sentados sobre ella. A primera vista el asunto es algo ridículo: el hecho de tener que recibir la corona con el trasero sobre el ancestral pedrusco es un ritual que sería desdeñado, por primitivo, por la mayoría de las tribus de la Amazonia. Sin embargo, es consecuencia de esa magnífica virtud política de los anglosajones: la aversión a destruir. De momento, en 1996 los ingleses se desembarazaron de ella devolviéndola a los escoceses, y ahora luce en toda su tosquedad en el castillo de Edimburgo, junto a las antiguas joyas de la corona escocesa. No obstante, cuando Charles sea coronado tendrá que volver a sentarse sobre ella, y, adivinando su embarazo e incomodidad, creo que sentiré simpatía por él.
Comentarios
p.d. Como puedes ver, Cialdini me tiene un poco obsesionado.
En este sentido, de lo mejor que he descubierto este año ha sido “La opinión y la multitud – Gabriel Tarde”. Uno de los padres de la psicología colectiva. Para subrayarlo de principio a fin.