Estaría bien que los ciudadanos tuvieran una cierta idea de comunidad, es decir, una creencia adulta en la existencia de derechos y deberes recíprocos unida a un cierto orgullo por hacer las cosas bien en equipo. En su defecto, el límite mínimo del civismo es que diferencien entre partidos políticos y clubs de futbol: los primeros se deben abandonar cuando juegan mal y/o sucio. No sólo por los destrozos que pueden llegar a causar en la sociedad, sino por los que pueden provocar en los propios votantes, que se vuelven más estúpidos –y a veces se envilecen- cuando intentan justificar los movimientos erráticos de sus partidos. Esta afección democrática se conoce como «sectarismo».
Los ciudadanos venimos de fábrica con la predisposición a dividir el mundo entre Nosotros y Ellos -como paso previo a triturar a los segundos-. Esta tendencia ya es bastante destructiva hacia fuera, pero cuando se desencadena en el interior de una sociedad –bajo la forma de lucha de clases, lucha de sexos, rebelión de «la gente» contra las «élites corruptas» o nacionalismo- la deja hecha un asco. Esta infección social, más grave que la anterior, se llama «tribalismo».
En cuanto a los gobernantes, lo ideal sería tener gestores con buenas ideas y vocación de servir a la comunidad, pero no siempre ocurre. Con frecuencia la política atrae a charlatanes sin escrúpulos, que buscan un papel emocionante en el escenario de su existencia o -más sencillamente- un modo de vida al que no accederían por otras vías. Llamemos a esta enfermedad de la democracia «aventurerismo».
Estas afecciones tienden a alimentarse recíprocamente. Los ciudadanos sectarizados –si no lo creo, no lo veo- estarán menos dispuestos a reconocer que sus líderes son meros trileros. Y, para éstos, estimular las tendencias tribales en sus votantes puede ser la única manera de acceder al poder. En todo caso cuando todas ellas concurren, cuando políticos aventureros se dedican a estimular el sectarismo de la sociedad y a promover causas tribalistas, creando redes clientelares en el proceso, estamos ante un grave síndrome de la democracia: el populismo. Y en ello estamos, amigos.
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