Publicado en Revista ENKI nº 31
¿Cómo mueren las democracias? El profesor de Harvard Steven Levitsky advierte que -al menos desde el final de la Guerra Fría- esto no suele ocurrir a través de insurrecciones sangrientas. Lo habitual es que los futuros autócratas lleguen al poder por las urnas, y una vez allí se dediquen cuidadosamente a desmontar todos los sistemas de control, todos los contrapesos que impiden que su poder se convierta en absoluto. Es un fenómeno insidioso porque es difícil de ver: a diferencia de lo ocurrido el 23-F de 1981, las democracias pueden ser atacadas sin asaltos armados al Parlamento, ni tanques por la calle, ni supresión formal de las instituciones. Como no hay un momento evidente en que el político autoritario cruza la línea roja, como los pasos que da son disimulados -y siempre en nombre del Pueblo-, los ciudadanos pueden darse cuenta demasiado tarde de que la democracia ha sido desmantelada, y con ella sus derechos y libertades.
Los ejemplos, en distintos grados de destrucción democrática, son muy numerosos: Fujimori en Perú, Marcos en Filipinas, Chávez en Venezuela, Putin en Rusia, Orbán en Hungría, Erdogán en Turquía... Todos ellos alcanzaron el poder a través de elecciones, y todos ellos siguieron un patrón para hacerlo inexpugnable: capturar o debilitar a los árbitros -los jueces-; atacar o comprar los medios y a los disidentes; negar la legitimidad de los adversarios... A veces, en una fase posterior se procedió a la demolición efectiva de instituciones básicas, pero antes el gobernante autoritario había tenido que debilitar las estructuras del estado. En 2017, Nicolás Maduro, sucesor de Chávez, creó una Asamblea Constituyente para suplantar al Congreso: solo entonces la comunidad internacional entendió que Venezuela era una autocracia. Habían transcurrido casi dos décadas de erosión antidemocrática que muchos se habían resistido a ver.
El problema está, por tanto, en que los ciudadanos comprendan la gravedad de esos pasos previos en la destrucción de la democracia. Consiste, por tanto, en delimitar nuevas líneas rojas más sutiles que hagan saltar las alarmas a tiempo. Ese, por cierto, ha sido el problema con el golpe del separatismo catalán: muchos ciudadanos -y también instituciones y medios europeos- han sido incapaces de entender la gravedad de los hechos. Y de este modo, los separatistas se han permitido infringir las leyes mientras hablaban de democracia, dividir la sociedad en bandos enfrentados apelando al Pueblo, y marginar a la mitad de la población mientras invocaban la libertad. Ha sido un golpe líquido, escurridizo: un golpe posmoderno, como acertadamente ha definido el periodista Daniel Gascón en un imprescindible libro.
Para preservar la democracia, Levitsky propone dos recetas. La primera, obvia, entender y defender los mecanismos e instituciones de la democracia liberal, incluidas sus reglas no escritas -más sobre esto otro día-. La segunda, los partidos democráticos deben actuar como gatekeepers de la democracia, como guardianes. Vamos con esto último.
Ante la llegada de los que pretenden desmantelarla, los partidos constitucionalistas tienen una gran responsabilidad con la democracia. Son la primera línea de defensa, y para ejercer esta función deben renunciar al oportunismo electoral. He aquí un par de ejemplos. En Venezuela, Rafael Caldera, uno de los artífices de la transición a la democracia –el llamado Pacto de Punto Fijo-, sucumbió a la tentación de aprovechar el tirón electoral de Chávez en un país inmerso en la crisis; de este modo contribuyó a limpiar la imagen del golpista y propició su ascenso al poder. Por el contrario, en Austria, el ÖVP, el mayor partido de centro derecha, renunció a aliarse con el FPÖ del ultraderechista Norbert Hofer, impidiendo así el acceso al poder de éste. Dos comportamientos opuestos que marcaron la diferencia para sus respectivos países.
Los partidos democráticos deben aislar, en lugar de legitimar, a los extremistas, y evitar todo tipo de alianzas con ellos. Desgraciadamente Pedro Sánchez parece haber elegido la opción Caldera. Llegado al Gobierno con una escuálida mayoría, y necesitado de los votos de nacionalistas, populistas e incluso filoterroristas -es decir, de aquellos que quieren destruir la democracia española-, debe pagar puntualmente con cesiones el alquiler de La Moncloa. Ahora habla de nuevas cesiones de competencias desde la debilitada administración central del Estado. Ahora, mientras se reparte cargos de la televisión española con los populistas, se dedica a normalizar a un racista como Torra, que continúa afirmando su voluntad de quebrantar las reglas democráticas de juego; de ese modo, una vez más, renuncia a defender a la mitad de la sociedad catalana.
Recuerda Levitsky que aislar a los partidos peligrosos para la democracia requiere coraje político. Pero cuando el miedo, el oportunismo o el error de cálculo lleva a los partidos constitucionalistas a normalizar a los populistas la democracia está en peligro. Pues eso.
¿Cómo mueren las democracias? El profesor de Harvard Steven Levitsky advierte que -al menos desde el final de la Guerra Fría- esto no suele ocurrir a través de insurrecciones sangrientas. Lo habitual es que los futuros autócratas lleguen al poder por las urnas, y una vez allí se dediquen cuidadosamente a desmontar todos los sistemas de control, todos los contrapesos que impiden que su poder se convierta en absoluto. Es un fenómeno insidioso porque es difícil de ver: a diferencia de lo ocurrido el 23-F de 1981, las democracias pueden ser atacadas sin asaltos armados al Parlamento, ni tanques por la calle, ni supresión formal de las instituciones. Como no hay un momento evidente en que el político autoritario cruza la línea roja, como los pasos que da son disimulados -y siempre en nombre del Pueblo-, los ciudadanos pueden darse cuenta demasiado tarde de que la democracia ha sido desmantelada, y con ella sus derechos y libertades.
Los ejemplos, en distintos grados de destrucción democrática, son muy numerosos: Fujimori en Perú, Marcos en Filipinas, Chávez en Venezuela, Putin en Rusia, Orbán en Hungría, Erdogán en Turquía... Todos ellos alcanzaron el poder a través de elecciones, y todos ellos siguieron un patrón para hacerlo inexpugnable: capturar o debilitar a los árbitros -los jueces-; atacar o comprar los medios y a los disidentes; negar la legitimidad de los adversarios... A veces, en una fase posterior se procedió a la demolición efectiva de instituciones básicas, pero antes el gobernante autoritario había tenido que debilitar las estructuras del estado. En 2017, Nicolás Maduro, sucesor de Chávez, creó una Asamblea Constituyente para suplantar al Congreso: solo entonces la comunidad internacional entendió que Venezuela era una autocracia. Habían transcurrido casi dos décadas de erosión antidemocrática que muchos se habían resistido a ver.
El problema está, por tanto, en que los ciudadanos comprendan la gravedad de esos pasos previos en la destrucción de la democracia. Consiste, por tanto, en delimitar nuevas líneas rojas más sutiles que hagan saltar las alarmas a tiempo. Ese, por cierto, ha sido el problema con el golpe del separatismo catalán: muchos ciudadanos -y también instituciones y medios europeos- han sido incapaces de entender la gravedad de los hechos. Y de este modo, los separatistas se han permitido infringir las leyes mientras hablaban de democracia, dividir la sociedad en bandos enfrentados apelando al Pueblo, y marginar a la mitad de la población mientras invocaban la libertad. Ha sido un golpe líquido, escurridizo: un golpe posmoderno, como acertadamente ha definido el periodista Daniel Gascón en un imprescindible libro.
Para preservar la democracia, Levitsky propone dos recetas. La primera, obvia, entender y defender los mecanismos e instituciones de la democracia liberal, incluidas sus reglas no escritas -más sobre esto otro día-. La segunda, los partidos democráticos deben actuar como gatekeepers de la democracia, como guardianes. Vamos con esto último.
Ante la llegada de los que pretenden desmantelarla, los partidos constitucionalistas tienen una gran responsabilidad con la democracia. Son la primera línea de defensa, y para ejercer esta función deben renunciar al oportunismo electoral. He aquí un par de ejemplos. En Venezuela, Rafael Caldera, uno de los artífices de la transición a la democracia –el llamado Pacto de Punto Fijo-, sucumbió a la tentación de aprovechar el tirón electoral de Chávez en un país inmerso en la crisis; de este modo contribuyó a limpiar la imagen del golpista y propició su ascenso al poder. Por el contrario, en Austria, el ÖVP, el mayor partido de centro derecha, renunció a aliarse con el FPÖ del ultraderechista Norbert Hofer, impidiendo así el acceso al poder de éste. Dos comportamientos opuestos que marcaron la diferencia para sus respectivos países.
Los partidos democráticos deben aislar, en lugar de legitimar, a los extremistas, y evitar todo tipo de alianzas con ellos. Desgraciadamente Pedro Sánchez parece haber elegido la opción Caldera. Llegado al Gobierno con una escuálida mayoría, y necesitado de los votos de nacionalistas, populistas e incluso filoterroristas -es decir, de aquellos que quieren destruir la democracia española-, debe pagar puntualmente con cesiones el alquiler de La Moncloa. Ahora habla de nuevas cesiones de competencias desde la debilitada administración central del Estado. Ahora, mientras se reparte cargos de la televisión española con los populistas, se dedica a normalizar a un racista como Torra, que continúa afirmando su voluntad de quebrantar las reglas democráticas de juego; de ese modo, una vez más, renuncia a defender a la mitad de la sociedad catalana.
Recuerda Levitsky que aislar a los partidos peligrosos para la democracia requiere coraje político. Pero cuando el miedo, el oportunismo o el error de cálculo lleva a los partidos constitucionalistas a normalizar a los populistas la democracia está en peligro. Pues eso.
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