Uno de los impulsos más potentes del hombre occidental es el deseo de ser considerado bueno, tanto por uno mismo como por los demás. Sin embargo, comportarse bien requiere esfuerzo y, con frecuencia, riesgos. Por eso el hombre desarrolló la capacidad de coordinar ambas variables (bondad y coste), limitando el ámbito de la bondad a la teoría, y evitando realizar los penosos esfuerzos que exigiría su aplicación práctica. Esta creación, que durante mucho tiempo permitió ser bueno sin esfuerzo, llegó a ser conocida como hipocresía.
Con el tiempo la hipocresía fue suficientemente entendida y sufrió cierto desprestigio, y por eso el hombre moderno ha tenido que desarrollar otras técnicas. Por ejemplo el progresismo, la religión mayoritaria de occidente, ha desarrollado un complejo proceso de evaluación del bien basado en las intenciones y un estricto sistema de presunciones: se presume que los adeptos de la progresía actúan siempre con buena intención, y sus adversarios siempre con mala. De este modo un mismo hecho es bueno o malo dependiendo de su autor, y por tanto los criterios de bondad no son estables. Esto obliga a un continuo reajuste de las convicciones a los comportamientos previos, que, además de cansado, vuelve más estúpido al que lo practica. Mientras tanto el grupo de las personas sinceramente buenas, es decir, aquellas que intentan adecuar su comportamiento a lo que consideran bueno, se ha mantenido bastante estable en el tiempo, es decir, francamente bajo.
Las religiones tradicionales se encargaban de proporcionar las normas para ser incluidos en el grupo de los buenos. Cuando la Ilustración las abolió, y como la necesidad de ser considerado bueno persistía, fue necesario que surgieran otras religiones que no parecieran serlo. Aparecieron así nuevos gurús encargados de señalar el camino de la bondad: los intelectuales. En cierto modo, los intelectuales se convirtieron, si no en dioses, al menos en profetas. ¿Y ellos? ¿Eran sinceros? ¿Adaptaban sus planteamientos de bondad a sus propias vidas?
Los que Paul Johnson presenta en su libro “Intelectuales” no mucho. Este es el caso, por ejemplo, de Rousseau, referente absoluto de la educación progresista, que abandonó a sus cinco hijos en un hospicio. Obviamente la muestra escogida es absolutamente sesgada (Johnson se limita a mostrar a los intelectuales que encajan en sus planteamientos), pero el libro es muy entretenido.
En realidad, la característica predominante de los intelectuales analizados por Johnson parece ser el egoísmo. Y, lo que es más interesante para el tema que nos ocupa, han descubierto una manera especial de ser buenos sin esfuerzo que está muy extendida en nuestros días. Consiste en considerarse benefactores de la humanidad en su conjunto, lo que les permite portarse mal con las personas concretas. Obviamente esto revela una indiscutible insinceridad, pero de momento parece funcionar. Acabo con la clarividente carta que Sonya, la mujer de Tolstoi, escribió a este cuando la dejó sola en Moscú con su hijo de cuatro meses enfermo:
“Mi pequeño todavía está mal (…). Puede que tanto Syutayev como tú no améis a vuestros propios hijos, pero nosotros, simples mortales, no podemos justificar esa carencia de amor por una persona profesando un tipo de amor u otro por el mundo entero”.
Con el tiempo la hipocresía fue suficientemente entendida y sufrió cierto desprestigio, y por eso el hombre moderno ha tenido que desarrollar otras técnicas. Por ejemplo el progresismo, la religión mayoritaria de occidente, ha desarrollado un complejo proceso de evaluación del bien basado en las intenciones y un estricto sistema de presunciones: se presume que los adeptos de la progresía actúan siempre con buena intención, y sus adversarios siempre con mala. De este modo un mismo hecho es bueno o malo dependiendo de su autor, y por tanto los criterios de bondad no son estables. Esto obliga a un continuo reajuste de las convicciones a los comportamientos previos, que, además de cansado, vuelve más estúpido al que lo practica. Mientras tanto el grupo de las personas sinceramente buenas, es decir, aquellas que intentan adecuar su comportamiento a lo que consideran bueno, se ha mantenido bastante estable en el tiempo, es decir, francamente bajo.
Las religiones tradicionales se encargaban de proporcionar las normas para ser incluidos en el grupo de los buenos. Cuando la Ilustración las abolió, y como la necesidad de ser considerado bueno persistía, fue necesario que surgieran otras religiones que no parecieran serlo. Aparecieron así nuevos gurús encargados de señalar el camino de la bondad: los intelectuales. En cierto modo, los intelectuales se convirtieron, si no en dioses, al menos en profetas. ¿Y ellos? ¿Eran sinceros? ¿Adaptaban sus planteamientos de bondad a sus propias vidas?
Los que Paul Johnson presenta en su libro “Intelectuales” no mucho. Este es el caso, por ejemplo, de Rousseau, referente absoluto de la educación progresista, que abandonó a sus cinco hijos en un hospicio. Obviamente la muestra escogida es absolutamente sesgada (Johnson se limita a mostrar a los intelectuales que encajan en sus planteamientos), pero el libro es muy entretenido.
En realidad, la característica predominante de los intelectuales analizados por Johnson parece ser el egoísmo. Y, lo que es más interesante para el tema que nos ocupa, han descubierto una manera especial de ser buenos sin esfuerzo que está muy extendida en nuestros días. Consiste en considerarse benefactores de la humanidad en su conjunto, lo que les permite portarse mal con las personas concretas. Obviamente esto revela una indiscutible insinceridad, pero de momento parece funcionar. Acabo con la clarividente carta que Sonya, la mujer de Tolstoi, escribió a este cuando la dejó sola en Moscú con su hijo de cuatro meses enfermo:
“Mi pequeño todavía está mal (…). Puede que tanto Syutayev como tú no améis a vuestros propios hijos, pero nosotros, simples mortales, no podemos justificar esa carencia de amor por una persona profesando un tipo de amor u otro por el mundo entero”.
Comentarios
encuentro que la clave de su artículo, en la línea de D. Benjamíngrullo, es la frase: "el deseo de ser considerado bueno, tanto por uno mismo como por los demás".
Estoy leyendo una colección de ensayos de Thomas Sowell (Ever wonder why?), que apuntan con una claridad de lenguaje tremenda las mismas ideas.
Él denomina a los progresistas anointed, que se puede traducir como ungido o (auto) designado. Y todo lo que hacen lo argumentan para establecer su superioridad moral (residente en las intenciones, no en los hechos) y para "guiñar el ojo" a los de su propio grupo (el lenguaje de pertenencia de D.Benja...que más que lenguaje, es toda la conducta).
Sobre la perversión del pensamiento, me encontré el otro día con lo siguiente. Es conocido y demostrado que la presión social es útil ya que nuestro sistema de captar y procesar información y nuestra memoria es falible y si no estamos seguros de algo, la opinión de los demás afecta a la nuestra.
En este caso, no estoy hablando de capacidades intelectuales superiores sino de sucesos de vida cotidiana semiautomáticos, tipo de aceptar lo que dice tu pareja ya que uno "no se acuerda de lo que llevaba X puesto en un día concreto".
La consecuencia colateral de esto es que los hechos empiezan a equivaler a actitudes y a ser susceptibles de cambio, aparte de ser una puerta de entrada a la emocionalidad (las actitudes tienen tres componentes, el cognitivo, el comportamiento y el emocional).
Este pequeño efecto psicológico, que en sí no tiene más relevancia que los otros centenares de efectos que se pueden encontrar en cualquier manual de psicología social, se ha visto amplificado en ciertas sociedades hasta extremos absurdos, dañinos y patológicos.
No es fácil para una sociedad salir de ésta.
Ella buscaba trabajo para dar de comer a sus 4 hijas menores de edad. No hablaba ni mú de francés. Su red socio-política (era militante comunista) le indicó que el poeta buscaba une femme de chambre. Sin embargo, en cuanto supo que la acompañaban sus circunstancias (por aquel entonces mi madre no tuvo más remedio que meternos en un internado y la pobre no veía el día para sacarnos de allí) la rechazó sin contemplaciones.
Por esas cositas de la vida, mi madre tuvo contacto directo con infinidad de intelectuales progresistas (españoles, griegos, italianos, franceses...) así que sé de lo que hablas porque fui testigo de esas conductas "buenas" que defines tan acertadamente.
A ver si me hago con un ejemplar del libro que citas.
Un abrazo a los dos.
¡Buenos días!
De todas formas, le aviso que dentro de nada el papel de los intelectuales será ocupado por los psicólogos y neuropsicólogos. Y no sé si es mejor.
Las fuentes y los orígenes neurales de la moral humana se están tocando con la punta de los dedos. Que se lo digan a Arcadi Espada.
Por otro lado, si tiene e-reader o le gusta leer pdfs en el ordenador, hay bastantes sitios donde encontrar las obras de Sowell (y muchas muchas otras).
Interesantísimo eso que cuentas. Siento mucho que a tu madre le tocara sufrir en sus propias carnes las "bondades" progresistas.
Un abrazo (y a los demás, también, claro)
En la línea del libro de Johnson, pero circunscrito al caso español y a la Guerra Civil, recomiendo "Las armas y las letras", de Andrés Trapiello (acaba de publicarse por 4ª vez). Analiza lo que escritores de uno u otro bando hicieron frente al conflicto. A Balsera, le interesará descubrir qué papel tuvo Rafael Alberti en relación a las sacas de presos en las checas de Madrid. No adelanto nada, pero es tremendo.
Como dice Fernando, los intelectuales no están libres de las mismas miserias que caracterizan a los demás. Además del caso de Rousseau, del libro del Johnson, recuerdo la tristeza que me produjo el patetismo de la vida de Hemingway.
Saludos.
Magnífico.
Un abrazo.
p.s. Gracias por ponerte como seguidor.